El
criterio del crítico:
¿cómo se critica la literatura?
Ramón de Rubinat Parellada
Escuela
Hispánica de Estudios Literarios
Universidad de Lérida
Siempre, antes de discutir, habría que definir. La mayor parte de las querellas desarrollan un malentendido. Llamo pederasta a aquel que, como la palabra indica, se enamora de los chicos jóvenes. Llamo sodomita («Se dice sodomita, señor juez», respondía Verlaine al juez que le preguntaba si era verdad que era sodomista) a aquel cuyo deseo se dirige a los hombres adultos. Llamo invertido a aquel que, en la comedia del amor, asume el papel de una mujer y desea ser poseído.
André Gide (Diario, 178-179).
Esta comunicación se dirige, obviamente, a todo
aquel que esté interesado en la materia pero, especialmente, a los alumnos de
filología, pues la mayoría de ellos, si dependiera de sus profesores, jamás iba
a tener contacto alguno con la materia que aquí se va a tratar: me refiero a la
Teoría de la Literatura construida por Jesús G. Maestro[1]
sobre la base del pensamiento filosófico y científico del profesor Gustavo
Bueno. Cabría esperar que el desarrollo de la única Teoría de la Literatura
construida en español después de la estilística de Dámaso Alonso –y, por tanto,
de fácil acceso– y que se enfrenta dialécticamente, es decir, que reinterpreta desde
sus propios presupuestos, de forma beligerante, las actuales teorías literarias
–todas de signo posmoderno–, despertara el interés de los profesores
universitarios del área de Literatura, pero sucede que, en general, esto no está
siendo así.
A diferencia de lo que sucede en otras disciplinas,
en Letras uno puede pasarse la vida dando
lo mismo y siempre de forma acrítica. En este sentido, resulta sorprendente,
y es muy significativo, que muchos profesores de Literatura sean más intolerantes con la filosofía crítica
que con el fraude (que, en Letras, acostumbra a ser de signo ideológico y
marcadamente gremial). A estos individuos la Teoría de la Literatura construida
por Jesús G. Maestro les resulta una inconveniencia pues, en caso de atenderla,
se podrían ver obligados a revisar, cuando no a rehacer totalmente, su criterio
o, simplemente, a tener que reconocer que carecen de él.
1
¿Por qué destinamos tantos recursos y,
concretamente,
tanto dinero a enseñar Literatura en la educación secundaria,
el
bachillerato y la universidad?
De hecho, ¿para qué la enseñamos?
¿Que la Literatura sirva para procurarnos entretenimiento, es razón suficiente? ¿Que
las anécdotas que leemos en las novelas sean capaces, en el mejor de los casos,
de cautivar nuestra atención lectora y hacernos vivir otras vidas, de modo que el tiempo se nos pase volando, justifica el capital que el Estado invierte
para articular y promover su enseñanza?
¿Que la Literatura sirva para impactarnos sensiblemente, para sacudir nuestros
sentidos, que las obras literarias nos hagan sonreír, llorar, odiar, ilusionarnos,
etc., hace que el dinero invertido en reglar su enseñanza sea proporcional al
provecho que obtenemos?
Los responsables políticos, pues son los que
administran el dinero destinado a estos cometidos, deberían hacerse estas
preguntas y, por supuesto, deberían ser capaces de darles una respuesta no
improvisada; pero no solo los responsables políticos: los profesores de Letras
y, en concreto, los de Literatura, también deberían plantearse estas cuestiones
y ser capaces de responderlas de forma competente. Lo que es evidente es que
enseñar Literatura a unos individuos con la sola esperanza de que esta pueda
entretener o impactar sensiblemente a alguno de ellos es, en términos
económicos, un gasto ridículo por lo desproporcionado. Desde nuestro punto de
vista, el esfuerzo económico que lleva a cabo el Estado para sostener la
enseñanza de la Literatura no puede justificarse, únicamente, con las dos finalidades
anteriormente citadas. La Literatura, por tanto, debería servir para algo más o, en caso contrario, deberíamos prescindir de
este divertimento, detener de inmediato semejante derroche.
La Literatura también sirve (y avanzo aquí que la relación de utilidades de la Literatura es inabarcable por lo gratuito del propósito,
pero vamos a seguir, de momento, este hilo) para trabajar con ideas, para operar
con ideas. En la Literatura –partimos, en todo momento, de la teoría construida
por Jesús G. Maestro– se da la unión poderosísima de la razón con la
imaginación. Por este motivo, el lector no puede pecar de ingenuidad. El
componente imaginativo hace que la razón contenida en las obras literarias se
presente según los modos estéticos logrados por la genialidad del autor. En
esta lucha entre el lector y la razón contenida y disfrazada en la obra literaria reside otra utilidad de la Literatura, pues la Literatura, en estos términos,
no es otra cosa que un reto a nuestra inteligencia. Por todo ello, porque la
Literatura nos obliga a entrar en una dialéctica agónica, porque se enfrenta
abiertamente a nuestra razón, porque nos obliga a cuestionarnos y a medirnos
con la razón contraria –que se presenta, como decíamos, con los hábitos que ha
diseñado la genialidad del autor literario–, la Literatura puede y debe enseñarse
tanto en la secundaria, como en la universidad y el dinero empleado a tal
efecto puede, cuando menos, justificarse sin tener que incurrir en el cinismo.
2
¿Dónde
reside el fraude en la enseñanza de la Literatura?
Partiendo de que la
realidad ontológica de la literatura nos muestra que una obra literaria es una materialidad
física (la literatura oral, para ser conceptualizada como Literatura, debe
fijarse) en la que se exponen de una determinada manera (contenido estético)
una serie de fenómenos (anécdotas) según la voluntad constructiva (psicología)
del autor y en la que este objetiva una serie de ideas (contenidos lógicos), es
evidente que el lector debería ser capaz de enfrentarse de forma competente a aquello
que la Literatura le ofrece y, concretamente, a los contenidos lógicos que
acabamos de mencionar, a las ideas objetivadas en las obras literarias. En
consecuencia, la cuestión a examinar en este punto atañe a la competencia, pero
no tanto del lector (el que lee para sí), que también, cuanto del transductor (el que lee para
los demás [nos referimos aquí al profesorado, a los críticos literarios, a los
editores…, a todos aquellos que median entre la obra y los lectores]), a la
hora de tratar las ideas formalizadas en los textos literarios.
Puesto que al profesorado
universitario se nos paga por ello, deberíamos ser capaces de criticar los
contenidos lógicos de las obras literarias según un criterio (una filosofía) lo
más sólido posible. Cuando esto no es así, cuando el profesor de Literatura es
incapaz de enfrentarse dialécticamente con las obras literarias y, en lugar de
ello, miente este enfrentamiento mediante un simulacro de lucha dialéctica
(ideología) o, directamente, absteniéndose de entrar en estas polémicas
(doxografía), entonces se produce un fraude. En este sentido, y aunque sea una
obviedad, hay que señalar que el hecho de que el fraude no se detecte –pues los
hay que no lo ven, que no perciben la burbuja
universitaria que afecta a las Facultades de Letras– no significa que el
fraude no se dé. Cuando el profesorado de Literatura trata las ideas
objetivadas en las obras literarias desde la psicología (desde su parecer), la
retórica (mediante juegos formales), la ideología (según los dictados de un
credo) o la doxografía (los profesores son, en este caso, expertos conocedores
de las ideas de un autor pero son incapaces de enfrentarse a ellas críticamente
y, en consecuencia, su crítica literaria se convierte en una suerte de encomio
elegíaco), está cometiendo un fraude.
Contra este fraude solo
cabe exigir una mayor competencia a aquellos que tenemos la obligación
contractual de enseñar Literatura y, concretamente, de ejercer la crítica
literaria. Si queremos ofrecer alguna cosa más que entretenimiento, impresión
sensible y sofística, estamos obligados a enfrentarnos a las ideas de forma
competente y, para ello, no basta con la socorrida filosofía espontánea, para
ello necesitamos que nuestro criterio –el criterio del crítico (no estamos
hablando de ningún exotismo)– esté lo más sólidamente formado; necesitamos, por
tanto, dotarnos de una Filosofía crítica, dialéctica y sistemática que nos
permita superar las impresiones del Yo, la pirotecnia de la retórica, la
ceguera de las ideologías y el conocimiento literario desvinculado de nuestro
presente en marcha.
3
Sobre
la libertad del autor literario:
¿puede un novelista escribir lo que le parezca
y como le parezca?
La respuesta es que no. Convendrá,
ahora, explicar las razones que nos llevan a dar esta respuesta negativa.
Cuando nos hemos referido al
libro como «materialidad física», al «entretenimiento» y al «placer estético» que
nos procura la lectura y al «desafío de ideas» que nos presentan las obras
literarias, en realidad estábamos tratando, en un registro hasta cierto punto
coloquial, los contenidos de la Ontología de la Literatura que Jesús Maestro ha
construido a partir de la doctrina de los tres géneros de materialidad de la
Ontología Especial del Materialismo Filosófico. Hablamos de tres géneros de
materialidad porque el individuo –ustedes, yo, todos– siempre opera con
materialidades que pueden ser fisicalistas (desde una silla, hasta las piedras
lunares), psicologistas (la tristeza, la alegría…) o logicistas (los números
primos o el código de circulación). Aplicando, por tanto, esta doctrina, tenemos
que la obra literaria es una realidad fisicalista (M1) en la que se
objetivan unos contenidos psicológicos –la anécdota, la ficción literaria y la
propuesta estética del autor– (M2) y unos contenidos lógicos –conceptos
e ideas– (M3).
La principal diferencia
entre los tres géneros de materialidad radica en que M1 y M3,
el campo fisicalista y el campo logicista, pueden tratarse gnoseológicamente
(científicamente) mientras que M2 no lo permite. Los elementos
fisicalistas y logicistas son asunto de la Gnoseología, mientras que los
elementos psicologistas se han de tratar como construcciones del individuo.
Esta distinción es fundamental para poder entender que la libertad del autor
literario tiene unos límites: el autor literario es absolutamente libre para
objetivar en sus obras los contenidos fenomenológicos (M2) que él
estime pero, respecto a las otras materialidades (M1 y M3),
al estar trabajando con materiales propios de un campo gnoseológico, deberá plegarse
a las operaciones que materialmente pueda realizar (M1) y deberá justificar
normativamente (M3) cualquier transformación de la norma.
Respecto a la libertad del
autor literario para operar con materialidades primogenéricas (M1), hay
que señalar que su voluntad (M2) se encuentra muy limitada; por
ejemplo: cuando Paul C. Fisher creó en 1965 el Zero Gravity Pen con ello facilitó
a astronautas, buzos, etc., la escritura bajo el agua, sobre papel mojado y en
situaciones de ingravidez. Desde las piedras y las tablillas de arcilla hasta las
tabletas digitales de hoy día, la libertad del autor literario para fijar sus
obras ha dependido absolutamente del progreso tecnológico. Los avances en este
campo amplían su libertad, pues le proporcionan más opciones. Queda claro, por
tanto, que el autor no es libre para
tratar las materialidades primogenéricas o, dicho de otro modo, que no las
puede tratar desde su psicología (M2), que no puede hacer con ellas
lo que dictamine su voluntad.
Respecto a la libertad del
autor literario para operar con materialidades terciogenéricas (M3),
hay que observar que esta también se ve limitada. Un escritor no puede
subvertir el sentido de los contenidos lógicos que explota en sus obras si no
restaura su relación con M1. En términos lógicos, el autor literario
solo podrá «decir lo que le da la gana» si es capaz de figurarse (M2)
una explicación (una clave de lectura) que restaure la inteligibilidad de
aquellas materialidades terciogenéricas, de aquella semántica (M3),
que ha subvertido.
Pensemos, por ejemplo, en que,
cuando J. R. R. Tolkien creó los idiomas élficos, también nos proporcionó las
claves para conocerlos (las Mesas de Tengwar). Si Tolkien se hubiese limitado a
ofrecernos los idiomas (M1) fruto de su imaginación (M2)
sin aportarnos una clave de lectura (la gramática, M3), habría
destruido la comunicación literaria, puesto que nadie habría sido capaz de realizar
una lectura comprensiva de aquellos grafemas. Insistimos en este punto: si el
lector no está apercibido de la clave de lectura (la gramática, en este caso),
será incapaz de entender las genialidades constructivas del autor; por lo
tanto, si este quiere preservar el fenómeno de la comunicación literaria, no le
quedará más opción que revelar al lector, o propiciar que la lectura o el
estudio le lleven a averiguar o a inferir, una clave de interpretación que
restaure la relación (symploké) entre
los tres géneros de materialidad y, por tanto, la inteligibilidad de las formas
resultantes de esas genialidades constructivas.
La «Fábula de Polifemo y
Galatea», por ejemplo, resulta inescrutable para todo aquel que ignore la
mitología clásica y, hasta cierto punto, la sintaxis latina. Pero sí es una obra
perfectamente abordable e inteligible si uno recibe la formación adecuada. Es,
por tanto, un jardín cerrado para muchos pero no cerrado para todos. Puede ser
o parecer oscura, pero no es opaca.
Por el contrario, cuando
esto no es así, en ese instante, en el momento de la opacidad, situado ante el
irracionalismo, el lector solo tendrá tres opciones: inhibirse y seguir leyendo
o dejar de leer; ambas posibilidades, eso sí, implican la imposibilidad de que
se produzca de forma efectiva el proceso de comunicación literaria; la tercera
opción, de corte luterano, que consistiría en construir un sentido, es decir, en establecer voluntariamente relaciones
causales literarias, hace que el lector del texto opaco abandone su condición y
devenga autor literario, porque la construcción de sentidos, el establecimiento
caprichoso de causalidades literarias es competencia exclusiva de los autores.
Respecto a la libertad del
autor literario para operar con materialidades segundogenéricas (M2),
aquí no hay límite alguno. Cuando se trata de construir fenómenos psicológicos,
no hay restricciones. A partir de los elementos que conoce, el autor literario
elabora sus ficciones: construye personajes, viaja, ama, mata, teme, pierde,
goza y sufre cuanto quiere y como quiere. El autor, de todos modos, no es
creador, sino constructor: quiere esto decir que las composiciones que lleva a
cabo parten obligatoriamente de referentes fisicalistas que su imaginación
(genialidad) combina, ahora sí, libérrimamente. La Literatura no puede darse
sin M2. Si segregásemos los contenidos psicológicos (de todo signo),
fenomenológicos (anécdotas) y estéticos (toda sofisticación en el modo de
contar la anécdota), aquellos textos dejarían de ser obras literarias.
Alberto Manguel y Gianni
Guadalupi, en su Breve Guía de Lugares
Imaginarios, inventarían un buen número de lugares construidos por los
autores literarios que aparecen en obras de diferentes épocas e historiografías
literarias. En el prólogo del libro, Manguel explica que:
Nueva York, Calcuta, Madrid, son sin duda ciudades extraordinarias, pero no pueden compararse a la Ciudad Esmeralda de Oz, cuyos ciudadanos deben usar gafas de cristales verdes para percibirla en todo su esplendor, o a la Ciudad de los Césares, prehispánica metrópoli americana, fuente de la democracia del Nuevo Mundo. Somalia o Liechtenstein interesan al turista; pero palidecen ante las maravillas de Narnia o la isla del Doctor Moreau (11).
Entendemos que el «no pueden compararse» es una hipérbole para significar la peculiaridad del lugar, una apelación de carácter psicológico, como queriendo decir que la ciudad es tan impresionante (M2) que puede anularnos el juicio (M3). Pero, tomado en sentido literal, no es cierto; las ciudades sí pueden compararse: los árboles de las afueras de la Ciudad Esmeralda, cuyas hojas resplandecen como el arco iris, la alta muralla que la protege y su puerta incrustada de esmeraldas, sus calles de mármol, las piedras y metales preciosos de los interiores del Palacio Real o el imán que cuelga de la puerta y que hace que todo aquel que pasa por debajo ame y sea amado, son elementos que nos remiten a referentes primogenéricos (los árboles, los metales, el fenómeno óptico y meteorológico que conocemos como arco iris, las puertas, los imanes, las murallas de nuestras ciudades…), segundogenéricos (el enamoramiento) y terciogenéricos (los conceptos de riqueza, pobreza, imantación, etc.). En el mismo prólogo, Manguel nos hace partícipes de una curiosa revelación:
Decidimos excluir sitios como el Balbec de Proust, Wessex de Hardy, Yoknapatawpha de Faulkner y Barchester de Trollope, porque son disfraces, o pseudónimos, de lugares que ya existen, artificios que le sirven al autor para hablar libremente de una ciudad o de un país demasiado cargados de realidad (11).
Nótese que el criterio que han seguido los autores
atiende al grado de genialidad de la construcción respecto de los modelos. El
disfraz que nos permite identificar a la ciudad realmente existente impide a la
ciudad disfrazada constar en esta guía. Manguel y Guadalupi se ciñen a la genialidad
constructiva de los autores y no a la omnipotencia creadora de un dios. El
autor no es un creador, sino un constructor; las obras no surgen de la nada,
sino de los materiales realmente existentes, es decir, de los materiales que
existen en la realidad. Coincidimos, pues, con Manguel y Guadalupi en lo que la
ciudad imaginaria tiene de construcción
pero disentimos de la idea de que ciertas construcciones estén demasiado cargadas de realidad. Una cosa
es discutir la eficacia del disfraz, es decir, la pericia (genialidad) del
encubridor o constructor y, otra, suponer que caben grados de realidad y que,
por tanto, se puede decir de algo que existe efectivamente que es más real que cualquier otra cosa que
también tiene una existencia real y efectiva.
Queda claro, por tanto, que el autor literario no
es libre para tratar los contenidos lógicos (M3) que objetiva en sus
obras (M1), ya que, si incurre en el irracionalismo, destruye la
comunicación literaria. Esta premisa es uno de los acicates que espolean la
genialidad constructiva (M2) de los autores y les llevan a objetivar
en sus obras unas razones que, por el sistema de causalidades que establecen y
los componentes estéticos que las revisten, representan un verdadero reto para
el lector. En consecuencia, el lector, y especialmente el transductor, debe
contar con un sistema de ideas (una Filosofía) capaz de detectar y criticar la
razón literaria (primitiva, crítica, programática o sofisticada) contenida y estéticamente trabajada en cada obra. Por todo ello, negamos las
interpretaciones psicologistas y tropológicas, la libertad del hermeneuta, pues esta libertad, en la medida en que no
criba (no contradistingue) razones, destruye el ejercicio crítico. Nosotros nos
oponemos a la exaltación que la posmodernidad hace de lo lúdico, lo igualitario
y lo tolerante por encima de lo científico y, contra esta infantilización del
sujeto gnoseológico, reivindicamos la necesidad de que este se sirva de una
Filosofía crítica, de un criterio sólidamente construido.
4
Nuestro
criterio
Cuando hablamos de «filosofía crítica» (es decir,
del criterio del crítico) nos referimos al ejercicio que hemos desarrollado en
los epígrafes anteriores y que, seguidamente, vamos a continuar pero, esta vez,
mostrando algunas (no todas, pues entonces deberíamos reproducir el conjunto de
la obra teórica de Jesús G. Maestro) de las bases teóricas que lo sustentan[2].
4.1. Ontología
En lugar de hablar de utilidades de la literatura o de improvisar una lisa de tareas para
las que la literatura sirve o no sirve, que es un proceder totalmente
gratuito nosotros hemos acudido a un conocimiento sistemático, a una Ontología,
a la doctrina de los tres géneros de Materialidad del Materialismo Filosófico
y, concretamente, a la aplicación que Jesús Maestro ha hecho de ella a la
Literatura. Este conocimiento, como podrá advertir el lector, explica la
realidad material de la Literatura. Por tanto, contra la gratuidad de la aproximación
psicologista (la lista de utilidades), oponemos la Teoría del Ser que ya hemos
presentado.
4.2. Genealogía de la Literatura
Si afirmamos que «la Literatura es un reto a nuestra inteligencia»
es porque partimos de la Genealogía de la Literatura construida por Jesús G.
Maestro y porque, gracias a ella, advertimos que la razón contenida en las
obras literarias resulta de cruzar los tipos (pre-racional / racional) y los
modos (crítico / acrítico) de conocimiento literario. A partir de estas
combinaciones, obtenemos las cuatro familias o linajes literarios: la
Literatura primitiva o dogmática (el Deuteremonio,
por ejemplo), la crítica o indicativa (toda la obra de Cervantes), la
programática o imperativa (el teatro de Bertolt Brecht) y la sofisticada o
reconstructivista (La metamorfosis,
de Kafka).
El lector ingenuo, el que no es capaz de superar el reto
literario, es aquel que no sabe advertir la naturaleza de la razón contenida en
la obra que está leyendo, el que es incapaz de trascender la apariencia. Cuando
André Gide, en su Diario, reconoce
que:
No intento ser de mi época; intento desbordar mi época (171).
Hace tiempo que habría dejado de escribir si no me habitara esta convicción de que los que vendrán descubrirán en mis escritos lo que los de hoy se niegan a ver en ellos; y que sin embargo yo sé que he puesto (184),
está aludiendo a una razón literaria dada a una escala superior al
entendimiento de sus coetáneos, a una razón construida con un grado de
sofisticación y sutileza crítica imperceptible para el resto.
Por poner otro ejemplo, –y celebro con ello la
aparición de un excelente libro de Pedro Insua, Guera y Paz en el Quijote–, la erasmización a la que se ha sometido
a Cervantes queda absolutamente desatutorizada, como nos hace ver Insua, si,
por un lado, uno acude a críticos y autores como Maravall, Gustavo Bueno,
Aristóteles, Alonso de Ercilla, el padre Mariana, Vitoria, Suárez y, muy
especialmente, Juan Ginés de Sepúlveda, y, por otro lado, si uno lee con
atención las obras de Cervantes. Cuando la razón cervantina se ha visto
reducida simplicísimamente a la condición de panfleto irenista, lo único que se
ha logrado con ello es poner de manifiesto la insolvencia de esta razón crítica
respecto de una más poderosa y muy hábilmente diseñada razón cervantina. Pero
esto solo lo advierte el individuo que dispone de un sistema de ideas lo
suficientemente potente como para poder explicar, desde sus propias
coordenadas, la razón irenista y la razón cervantina; nótese que la opción
inversa es imposible: ni la razón irenista, ni la razón cervantiva (salvando el
anacronismo) pueden explicar la potencia operatoria de la razón materialista
desplegada por Pedro Insua. Por ello, y porque no hay ni convivencia, ni
armonía de ideas, sino un inexcusable conflicto dialéctico, deberían los
erasmizadores de Cervantes que leyesen a Insua, abandonar su retórica idealista
y plegarse a la contundencia de las tesis contrarias.
La Literatura se enfrenta directamente al racionalismo del lector
y este debe medirse, ponerse a prueba, de forma polémica y agónica, con la
razón contenida en las obras literarias. Por ello afirmamos que la Literatura
es un reto a nuestra inteligencia. El lector ingenuo es incapaz de advertir el
desafío, incapaz de superar el entretenimiento y, por tanto, se limita a que la
Literatura le procure algún placer. Si
trasladamos todo lo anterior a las aulas universitarias, deberíamos examinar
qué sucede cuando termina un curso académico: si los alumnos siguen siendo
igual de ingenuos que cuando empezaron (sea porque no han aprendido nada, sea
porque se les ha instruido con razones falaces), o si, por el contrario, los
han adquirido o fortalecido dialécticamente su criterio.
4.3. Espacio estético
Cuando, al hablar de la libertad del autor
literario, hemos advertido que toda transgresión de la norma (M3) debe
restaurarse con una clave de lectura que permita la inteligibilidad del texto, estábamos
reduciendo groseramente el diseño que Jesús G. Maestro ha hecho del Espacio Estético,
del ámbito dentro del cual el ser humano, como sujeto operatorio, ejecuta
materialmente la construcción, codificación e interpretación de una obra de arte.
La alusión a la «norma» y a la «genialidad» del autor, no eran ocurrencias o
ideas peregrinas, sino términos de un espacio diseñado a semejanza del Espacio
Gnoseológico de la Teoría del Cierre Categorial de Gustavo Bueno. Sirvan, como
ejemplo de lo anterior, el caso de Lope de Vega, pues su genio constructivo
superó el autologismo y se objetivó
como norma en El arte nuevo de hacer comedias, o los casos de Cervantes, Proust,
Kafka o Dante, cuya genialidad constructiva fue capaz de superar el autologismo, expandirse dialógicamente y
llegar a objetivarse normativamente en los adjetivos: quijotesco, proustiano, kafkiano y dantesco.
4.4. Materiales literarios fundamentales (Gnoseología de la Literatura)
Cuando nos hemos referido a la figura del transductor, no hemos improvisado este
conocimiento; no hablamos de autores, obras, lectores y transductores porque
hemos querido complicar o ampliar retórica y confusionariamente las figuras del
esquema básico de la comunicación, sino porque la Teoría de la Literatura de
Jesús G. Maestro ha fijado, por primera vez –y contra todas las teorías
literarias precedentes–, los materiales que delimitan el campo categorial de la
Teoría de la Literatura como Ciencia Literaria, como interpretación causal,
objetiva y sistemática de la materia literaria, de modo que la cancelación,
supresión o desaparición de uno solo de ellos supone la destrucción del conocimiento
literario. El transductor es una figura fundamental. De hecho, todas las
diatribas de Maestro, y las nuestras, contra el estado actual de las Facultades
de Letras deben interpretarse a partir de la figura del transductor. Cuando denunciamos
la burbuja universitaria, el fraude
docente que se lleva a cabo en numerosas áreas de Literatura, lo hacemos porque
no podemos prescindir de esta figura, porque la competencia del transductor
(del profesorado universitario de literatura, en este caso), su capacidad para
realizar de forma eficaz el cometido al cual está obligado por contrato, forma
parte de los materiales literarios y, como tal, debe ser atendido por el
teórico de la Literatura.
Podríamos seguir justificando
nuestro criterio pero, para no alargarnos excesivamente, nos limitaremos a
apuntar que nuestra crítica a los «grados de realidad» a los que se refería
Manguel parte de la Teoría de la Ficción construida por Jesús G. Maestro y que
tritura la epistemología aristotélica que, sobre esta cuestión, hemos
reproducido, acríticamente, durante veinticinco siglos. Al referirnos
al bolígrafo de gravedad cero construido por Paul C. Fisher en 1965 estábamos
aludiendo, de forma implícita, al Espacio Antropológico –concretamente, al Eje
radial del Espacio Antropológico–, una de las principales aportaciones de la
filosofía de Bueno y de la que Jesús G. Maestro se sirve para construir su
Genealogía de la Literatura y mostrar que esta nace en el Eje angular (relación
de los hombres con lo numinoso), se expande en el Eje radial (relación de los
hombres con la naturaleza) y se consolida en el Eje circular (relación entre
los hombres). Estos tres ejes son de una grandísima utilidad en Literatura y
nos permiten explicar, por ejemplo, la diferencia entre Edipo Rey (conflicto angular), Bodas
de Sangre (conflicto radial) y la Numancia
(conflicto circular). También nos hemos servido del concepto de symploké. De hecho, la symploké, en la medida en que limita la
libertad creativa del autor literario, hace que sus obras sean inteligibles.
Nótese que en todo momento nos hemos servido de una Teoría de la Literatura sólidamente
construida.
5
El criterio
del crítico
Contra el crítico literario que fundamenta su
criterio en la psicología, la retórica, la ideología y la doxografía, nosotros
defendemos lo que Maestro ha llamado los cinco postulados del Materialismo
Filosófico como Teoría de la Literatura: el racionalismo (porque construimos
criterios comunes cuyo fin es interpretar la realidad de forma compartida), la crítica
(operación de clasificación, discriminación, análisis y comparación), la dialéctica
(el enfrentamiento con las ideas y con las relaciones sistemáticas entre
ellas), la ciencia (que entendemos como una construcción operatoria, racional y
categorial, constituyente de una interpretación causal, objetiva y sistemática
de la materia) y la symploké (porque las
ideas no se pueden hipostasiar nunca, es decir, no se pueden situar fuera del
tiempo y del espacio, no se pueden descontextualizar). Los tres volúmenes de la Crítica de la razón literaria se han
construido observando, en todo momento, estos postulados. Es esta, en
consecuencia, una obra singular, única en el ámbito del hispanismo, una obra
totalizadora y de una potencia, por el momento, sin igual. Los profesores de
Literatura, los críticos literarios y todo el que esté interesado en esta
materia, la tienen a su alcance, además de forma inmediata y gratuita, pues
buena parte de sus contenidos se encuentran en Internet, en este enlace.
Debería el crítico, por muchas razones, disponer de un criterio y este criterio debería medirlo con razones contrarias y debería, también, publicarlo y exponerse, de este modo, al mayor número posible de inquisiciones (inquirir es ‘indagar, averiguar o examinar cuidadosamente algo’). Y quien no lo hace es porque no se atreve. Cada cual sabrá las razones de esta ocultación. A nosotros solo nos cabe recomendar a quien quiera medir sus ideas
sobre la Literatura con otras ideas, con otra Filosofía de la Literatura, que
acuda a la Crítica de la razón literaria
construida por Jesús G. Maestro y que se enfrente a ella de forma dialéctica y
agónica. Les aseguro que el combate les procurará un muy buen provecho, tanto
en la victoria como en la derrota.
Bibliografía
- Gide, André (1996), Diario, Barcelona, Ediciones Folio.
- Insua Rodríguez, Pedro (2017), Guerra y Paz en el Quijote, Madrid, Ediciones Encuentro.
- Maestro, Jesús G. (2017), Crítica de la razón literaria: una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica. Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades del conocimiento racionalista de la literatura, Vigo, Editorial Academia del Hispanismo, 2022, 10ª ed. digital definitiva disponible en línea.
- Maestro, Jesús G. (2017b), «Religión y Política en el Persiles de Cervantes desde el Materialismo Filosófico» (conferencia en vídeo).
- Manguel, Alberto y Guadalupi, Gianni (2004), Breve Guía de Lugares Imaginarios, Madrid, Alianza Editorial.
- Rubinat, Ramón de (2014), Crítica de la obra literaria de Javier Cercas. Una execración razonadade la figura del intelectual, Vigo, Editorial Academia del Hispanismo.
- Rubinat, Ramón de (2015), La erudición chiflada de Javier Cercas: crítica, desde la teoríade la literatura del materialismo filosófico, de 135 aporías cercasianas, Lérida, Editorial Irreductible.
NOTAS
[1]
Todas las ideas que, sobre la Literatura, aparecen en este artículo provienen
de la misma fuente: la Crítica de la razón literaria (Maestro, 2017).
[2] Como muestra de este ejercicio crítico aplicado tanto a la obra teórica como literaria de un autor, vid Rubinat (2014 y 2015).