25 abril 2018

Aventuras y desventuras de la filosofía ante la novela




Aventuras y desventuras

de la filosofía ante la novela

 

María Teresa Glez. Cortés

Escuela Hispánica de Estudios Literarios

 

 

Mi filosofía es del día en que escribo.

Henri Beyle Stendhal (1892), Recuerdos de egotismo.

 

Me parece que la esencia de la filosofía es la de ser verdadera, ser conforme a la realidad.

Jean-François Revel (1957), Pourquoi les philosophes?

 

 

Por beber del elixir de un presente situado en el futuro, la filosofía es a menudo una disciplina antiilustrada. De hecho, buena parte de su narrativa ha girado en torno a actualidades no presentes. Y el precio pagado por esas peripecias ha sido altísimo incluso cuando, con vino nuevo vertido en odres viejos, seguimos hoy paladeando respuestas que invocan a lo que está más allá del tiempo. Y del espacio.

Digo esto porque una teoría, un texto, separados de su contexto, inducen a creer que somos individuos neutros que actuamos en dimensiones indeterminadasMas, a diferencia de lo que ocurre en las novelas, somos personas en realidad bastante incompetentes para reflexionar sin atributos ni intereses particulares. Y lejos del influjo de la sociedad. Es decir, no somos entes abstractos o simples formas vacías. Tampoco, mucho menos, vivimos al margen de las experiencias como si fuésemos esencias genéricas. Al contrario, miramos y tocamos las cosas desde redes conceptuales concretas.

A veces, y quizás debido a la crisis de fundamentos que afecta hasta a lo más íntimo de nosotros mismos, sentimos no obstante que de nuestro magín nacen caserones maravillosos, nunca antes edificados por otro mortal. Ahora bien, admitir los universales ante rem –o teorías que carecen de vínculos con el tiempo y el espacio lleva, en mi opinión, a descontrolar la imaginación, a desfigurar la anatomía de la verdad. Y tras habernos fugado del ámbito de lo concreto acabamos independizando la filosofía de sus propias limitaciones que por finitas nos humanizan.

El enfoque hiperliterario de la realidad tiene sus inconvenientes. Yo voy a exponer uno: al dar primacía al relato frente al dato corremos el peligro de cosificar las ideas, el riesgo de tratar a estas como cosas físicas cuando en absoluto son equiparables. Además, nadie razona en el vacío. Nadie vive emancipado de las experiencias. Y sin bagaje. La verdad tiene (su) Historia y «no hay ningún teorema, no importa de qué tipo sea, cuya función dentro de la sociedad sea independiente absolutamente de su situación histórica y social», asunto sobre el que reflexionó Adorno[1]. Y mucho antes Stendhal.

Y acabo esta introducción. Me preocupa que las obras de muchos intelectuales hayan devenido escritos tan fantasiosos como fundamentalistas. Me preocupa, lo repito, porque de la simple imaginación han hecho arrancar toda suerte de evidencias. Y, peor, con tutelas ideológicas y con desmedido afán de control nos han arrastrado a la veneración del relato, a la tentación de disolver nuestra subjetividad en ningún nicho espacio-temporal preciso.

Con otras palabras. En la lucha entre trascendencia e inmanencia, en la disputa milenaria entre especulación y análisis fáctico, mi objetivo no consiste en hacer de la filosofía un heterónimo, un relato ficticio al que atribuyo entidad real. Por otro lado, y este otro objetivo no menos importante para mí, solo al recordar el carácter abierto, revisable de las teorías nos damos la opción saludable de escapar de los absolutismos epistemológicos.

 

 

Si vamos a hablar de novelas conviene saber qué son

 

Empieza por el principio, y sigue hasta llegar al final; allí te paras.

Lewis Carroll (1865), Alicia en el país de las maravillas.

 

En el mundo romano fue cosa habitual emplear el término «novela» como herramienta normalizadora, pues la novela no solo recogía el cambio parcial que sufría un enunciado legal. Así mismo era el mecanismo trazado para solventar los conflictos que surgían en un momento dado tras la aparición de un suceso socialmente desacostumbrado. Ergo, la puesta en marcha de una novela acarreaba poner fin a un problema por medio de variaciones de contenido que pasaban a ser incorporadas a textos legislativos nuevos. La novela incluía, por tanto, una permuta que anunciaba la crónica de un cambio que entra en vigor. Con lo cual, una fórmula legal que introducía modificaciones lingüísticas sobre otra fórmula legal constituía una «novela»[2].

En contraste, el uso literario de la palabra «novela» se demorará siglos, apareciendo en textos tardomedievales. Y al igual que hizo novedosamente Dante el autor del Decamerón manejará la expresión «novella». Envuelto en aires de modernidad, Giovanni Boccaccio escogió para su libro de los 10 días o Decamerón (1353) a 10 jóvenes cuya intención era, reunidos en la Iglesia de Santa María Novella, contarse historias mundanas. Por medio de las travesuras que proporciona el placer de la invención, y gracias al genio boccaccesco, la «novella» pasó a convertirse en el lugar donde arquitectónicamente habita una narración ficticia novedosa. ¿Novedosa? Sí, ya que en la etimología del vocablo novela, diminutivo latino de «novus», palpita una voluntad de innovación, de renovación del relato.

 

 

La filosofía como novela de «tesis»

 

Pero falta un detalle y por ahí se cuela el escándalo de esta historia: que hay gente que después de lograr su tranquilidad interior no pueden creer que su inquietud previa sea asuntillo suyo, sino que sacan impulsos misioneros y corren a molestar a todo el mundo con su tranquilidad.

Juan Rivano (1988), Carta de escándalos.

 

¿La filosofía es puerta de entrada a las historias novelescas?, lo pregunto porque esta disciplina constituye un tipo de relato que aspira a administrar la verdad brindando modelos de explicación, y en enfocar la filosofía desde la habilidad de quien literariamente cuenta algo no hay desdoro, como tampoco constituye causa de descrédito sondear en la tierra de las primicias la clave de una explicación.

Hasta aquí todo bien. El asunto se complica, pienso, en el momento en que buscamos refugio en el interior de una narrativa que identifica comprender con simpatizar. Pero si sabemos que reflexionar no equivale a adoctrinar, ¿por qué abundan aspirantes a pensadores que recurren por dogmatismo (y desde el principio pseudoigualitarista del «todo vale») a los privilegios de una racionalidad que llama a púlpitos y pálpitos? ¿Quizás porque en su propensión al despotismo «pensar» resulta un medio de alcanzar la dominación y, como nostálgicamente escribió Byron, «me hallo en la soledad de los reyes, sin el poder que los corona»?[3] ¿O simplemente porque en el mundo de los filósofos no cabe –piccolo mondo dei filosofi!― ni aquellos sucesos que disgustan?

«El ocaso de la narración filosófica procede de esa persistencia que convierte cualquier texto ficcional en objeto real. Lo que significa que no habrá futuro para la filosofía si esta no consigue despertar de sus sueños dogmáticos y salir de los campos ficcionales de la literatura»[4]. Lo recalco otra vez porque los amigos de lo intemporal sustentan un modelo de objetividad que es por i-limitado inhumano. Lo cual les hace reducir la filosofía a novela de tesis, esto es, a recurso gramatical destinado a despertar adhesiones. Y promover el arraigo de doctrinas y turullos.

 

 

¿Adónde vamos?

 

Los viajes son los viajeros. Lo que vemos no es lo que vemos, sino lo que somos.

Fernando Pessoa (1913-1935), Libro del desasosiego.

 

Dicen que entre la segunda mitad del siglo IV y el siglo I a. C. vivió un tal Yambulo. A mitad de camino entre leyenda y realidad, sobre él recae la autoría de La Isla del Sol, un relato fantasioso que ve la luz entre las campañas militares de Filipo de Macedonia (y su hijo Alejandro Magno) y las invasiones de los estrategas romanos.

Como había ocurrido antes en las incursiones imperialistas del período helenístico, el hallazgo de América supuso acortar las líneas territoriales del espacio. E igual que Yambulo situó en el Índico la presencia de una comunidad humana[5], los europeos, mediatizados por las experiencias de los españoles en el continente amerindio, hablarán de ciudades maravillosas. Y describirán, como Yambulo, la felicidad organizada de sus habitantes.

No es casualidad que Moro citara a Rafael Hitlodeo, supuesto compañero de viajes transoceánicos del españolizado Américo Vespucio. Tampoco es cosa del azar que el tal Hitlodeo, admirador de Platón, detallara las excelencias de isla Utopía. Fijémonos en que bajo la impronta del descubrimiento de América y de sus «Explorator» adquirió protagonismo la trashumancia marina. Y eso se ve en las novelas utópicas del Renacimiento. «Aunque este hombre ha navegado, no lo ha hecho como lo hiciera Palinuro, sino como Ulises, o mejor, como Platón», escribe Moro en Utopía (1516). «Diálogo Poético entre un Gran Maestro de [la Orden de] los Caballeros Hospitalarios y un Marino Genovés, su invitado», así subtituló Campanella su escrito sobre La ciudad del Sol (1602). «Zarpamos del Perú, donde habíamos permanecido durante todo un año, hacia China y Japón, por el mar del Sur», relata Francis Bacon en su Nueva Atlántida (1623).

No a pie. Tampoco a caballo. Sí desde puertos inexistentes viajaron Moro, Campanella y Bacon embarcados en su novela filosófica y alimentados de ese iluminismo que se detectaba en las visiones del Beato de Liébana (c. s. VIII). Con este equipaje y a las espaldas de ciudades inventadas, como Amauroto, Civitas Solis y Bensalem, situaron lo imposible en lo posible para, cual Faetón, proceder a tirar del navío de su utopía como brújula de la humanidad. Por eso, en la literatura de Moro, de Campanella y Bacon late una novela o manera inexplorada de constituir las relaciones sociales. Late una forma nueva (o novela) de edificar las conductas religiosas, incluso una vía original de descubrir las relaciones políticas y científicas.

 

 

Arquitecturas morales

 

Mediante palabras y conceptos […] no ganamos nada que se parezca a una veritas aeterna.

Nietzsche (1883), La Filosofía en la época trágica de los griegos.

 

Que estos textos exhiban escasa factura intelectual parece interesar poco. Lo apunto porque, sin tener que demostrar la existencia de sus arcadias, nuestros filósofos «novelistas» hablaron, en términos de geografía, de los problemas del género humano. Y sintiéndose creadores de la Beautiful City repitieron los empeños de aquel Antonio Averulino alias Filarete cuando en su Sforzinda (1457) traza con lujo de detalles los caminos para fundar una metrópoli de sobrenatural bondad humana.

Aunque las utopías pertenecen verdaderamente al género de ficción, sus defensores las consideraron argamasa capaz de producir belleza. Y de generar transformaciones morales y sociales. Es por este componente hiperreformista por el que las novelas filosóficas tuvieron tantos seguidores. San Ignacio de Loyola, guiado por los principios de su regla, planificó implantar su utopía en una provincia germánica. Y si un editor y ex monje, de nombre Doni, se lanzaba en su diálogo Mundo sabio (1552) a la confección de utopías, en una carta firmada por él elogiaría «la república de Moro por sus excelentes costumbres, su gobierno cabal y sus habitantes verdaderamente humanos»[6]. Rabelais tampoco escapó a los embrujos de la moda y al inicio de su Pantagruel (1532) presenta a la madre de este como hija del rey de una ciudad de Utopía, de Amauroto en concreto.

En casa del embajador de Francia en Londres. bien pudo Giordano Bruno estar al tanto de la obra de Moro, de por sí harto conocida en los círculos intelectuales europeos. Es más, en el Londres de Moro, Bruno divulga sus pensamientos sobre la infinidad infinita y publica su Infinito universo y los mundos (1548). Entretanto, en el Nuevo Mundo y casi al mismo tiempo se procura «implantar la Utopía de Moro en los Hospitales creados por Vasco de Quiroga en Michoacán entre 1533 y 1537, que agrupaban diferentes comunidades de indios purépechas regidos por las Ordenanzas dictadas por el Obispo. Asimismo, La República de Platón sirvió de modelo a los jesuitas para crear las Reducciones, en las que encerraron a los indios guaraníes de Paraguay, entre 1607 y 1768. La Ciudad de Dios, de Joaquín de Fiora, dio base a la Iglesia indiana, inspirada en las creencias milenaristas de los franciscanos, que implantó en el Estado de México el misionero J. de Mendieta»[7].

Con empeño similar Johann V. Andreae traza su Cristianópolis (1619) en torno a la ciudad ideal protestante de Caphar Salama, ubicada en el Atlántico. Pero es que Leibniz (1646-1716) diseñaría igualmente su Característica universal, el código de códigos. Es más, tras haber encontrado este filósofo la clave matemática del bien y del mal desde el cero al infinito nada menos-, se vale de la geometría piramidal para ubicar a la élite luterana en la cúspide.

Que ciertas narraciones hayan sido consideradas símbolo de la verdad eterna mientras otras novelas utópicas, los viajes de Gulliver de Jonathan Swift, o los escritos sobre alienígenas de Thomas Dick o el texto de Samuel Butler acerca de Erewhon no hayan sido tomados ni tan siquiera como fuente de inspiración trascendente confirma lo que sabemos: que algunos ensueños traspasan el espacio literario una vez que han sido elegidos como ejemplos de moralidad. Y de enseñanza política.

 

 

La utopía de la Edad de Oro

 

No es difícil darse cuenta de que vivimos en tiempos de gestación y de transición hacia una nueva época.

Hegel (1807), Fenomenología del espíritu.

 

Captar en su medio natural a los amerindios permitió a los Bartolomé de las Casas proyectar la imagen de pureza de Adán y Eva sobre el buen salvaje americano, que no «africano», y criticar la falta de inocencia de los europeos. Con la fantasía de diseccionar nuestros orígenes, ahí estaban los Montaigne, filósofos empiristas como Hobbes y Locke trataron, qué contradicción, de sacar la filosofía del ámbito de lo inmundo, esto es, de los territorios del mundo. Y, es más, colocaron a la humanidad en las esferas superiores e inamovibles de lo (i) deal, preparando de este modo el camino a Rousseau, como veremos.

Antes de proseguir, introduzcamos un pequeño matiz, a saber, que estos dos pensadores británicos, Hobbes y Locke, orillan el tema de las utopías urbanas y rompen con la tradición, iniciada por Hipódamo de Mileto (498-408 a.C.)de encerrar la perfección en el interior de las paredes de una ciudad ideal. Sin embargo, y aunque esto es verdad, por puro didactismo novelesco cayeron en brazos de esa otra ficción que situaba el punto de arranque del Estado en el instante cero del inicio de la sociedad humana. ¿Y por qué hicieron esto? Porque la filosofía novelesca no solo fue solo un género de ficción con propósitos altamente ejemplarizantes. La filosofía novelada que prosigue su viaje en plena Edad Moderna buscaba asimismo ser «Historia». Y, por ello, entender las claves del origen de la política.

Una cosa más. Como el arte de escribir procura ocultar los defectos de la narración y una cosa es la política y otra distinta la caligrafía del relato inventado, las novelas políticas tutearon al absoluto y acabaron exigiendo lo que rara vez proporciona la vida: el absoluto mismo. Y por medio de una antropología encarnada en política Hobbes, Locke y, más tarde, Rousseau describieron el paisaje que contemplaban desde los ventanales de sus ojos. Y merced a las pinturas de la imaginación extrapolaron al presente lo que sentían había ocurrido en el pasado dando por verosímil un conjunto de circunstancias no acontecidas pero que en su opinión bien podían haber sucedido.

 

 

El futuro no se parece al pasado

 

La historia de la Edad Moderna representa una serie de rebeliones de grupos. […] Los intereses de los nuevos grupos se conquistarán a través de los lenguajes universales del poder y del idealismo: ellos van a suscitar infalible atención en el moderno escenario político.

Peter Sloterdijk (2002), El desprecio de las masas.

 

John Locke (1632-1704) compartía con su compatriota Thomas Hobbes (1588-1679) el argumento de que el poder político provino de la firma del contrato social. En explicar el origen y funcionamiento de la institución del Estado Locke divergía de Hobbes. Y mientras este justifica el respeto a la Ley de quien manda con abusos, Locke entendía la sociedad como agrupación de individuos con derechos políticos y garantías ciudadanas inalienables.

A raíz de los excesos de la guerra civil, Hobbes se decantó por un gobierno de vasallos. Y en tanto paladín del Estado Leviatán reclamó a los súbditos la sumisión absoluta al poder igualmente absoluto. Negando la circunstancia de hasta pedir justicia, Hobbes afirmará que «quien se queja de injuria por parte del soberano, protesta contra algo de lo que él mismo es autor […, pues] cada súbdito es autor de los actos de su soberano»[8].

En terrenos idénticamente coactivos se va a situar Jean-Jacques Rousseau (1712-1778). En su Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres (1754) este suizo apuntala la melodía de que nuestra especie guarda parentesco con la animalidad muda de pongos, mandriles y orangutanes. Y es que «este mitólogo de la Naturaleza», así llamaba Nietzsche a Rousseau, enaltecía la regla animal del silencio y funda la política sobre cláusulas no verbalizadas, no debatidas, «tácitamente admitidas» y nunca, jamás formalmente enunciadas, según escribió el propio Rousseau[9].

Rousseau, como filósofo que protesta de todo y contra todo, reclamaba retornar al punto cero del origen de la sociedad para rediseñar el renacimiento de la virtud. Y de la alta política. Su filosofía-novela era, además de utópica, claramente posmoderna, que no moderna, que no ilustrada. Y por tener tales características, el nacido en Ginebra, Rousseau, se anticipó a la idea gramsciana del «Partido-Príncipe». Lo que significa que este filósofo novelista justificará considerar a los gobernados cual súbditos de esa máquina política que el Líder preside en calidad de Administrador de la Verdad.

Y no solo eso. Rousseau aceptó la obligación hobbesiana de ser siervo, pero después de convertir dicha obligación en deseo voluntario de ser sometido. Así, Rousseau dirá: «y cuando el príncipe le dijo «es conveniente para el Estado que tú mueras», él debe morir puesto que bajo esta condición es como ha vivido a salvo hasta entonces, y su vida no es solamente un regalo de la naturaleza, sino un don condicional del Estado»[10].

Por estos alegatos el historiador Hans Sedlmayr habló del «totalitarismo de la nueva edificación». Y no erró el tiro. Moro y Campanella, guardianes de la autoridad suprema, imaginaron al ser humano como sujeto colectivo. Y en tanto suma en pequeño de todos los sujetos humanos juzgaron que en el hombre moraban las esencias del universo en grande. Con una ideología que reducía al individuo a términos de automatismo político castigaron con la muerte cualquier traza de insubordinación. Recordemos que el dominico Campanella justifica la pena capital incluso contra las mujeres que se maquillan, pues en esa monarquía universal gobernada por una espada civil y religiosa, el gran dirigente, «un sacerdote al que designan con el nombre de Hoh, […] se halla al frente de todas las cosas temporales y espirituales, y todos los asuntos y pleitos son fijados por él como autoridad suprema»[11]. Y no olvidemos que Moro adscribe a los magistrados sifograntes la misión casi única de vigilar a los demás. Incluso en tabernas y durante horas de ocio. Y quien osa moverse con libertad por isla Utopía sufría, defendió Moro, la muerte.

¿Cómo imponer leyes cuando su aplicación genera daños a las personas? Respondo: en la oratoria del utopismo subyacen signos no velados de coerción. En este sentido, Eugveni Zamiátrin desvelaría en su novela Nosotros (1920) cómo la utopía, ese Poder extralimitado que se disfraza con máscaras de multitud, conlleva siempre la adhesión obligada al orden comunitario.

Por supuesto que no hay nada indigno en buscar un mundo mejor. Pero hacerlo desde novelas represivas supone alabar la dominación. Los luteranos manchesterianos de los «Shakers» prohibieron a la gente circular por atajos diagonales mientras, años antes, Moro y Campanella habían planificado su Nuevo Mundo a partir de ideas autoritarias de justicia. Y si Hobbes legitimó la sumisión por interés y Rousseau justificó la sumisión voluntaria, ambos instauran una psicopolítica despótica similar a la que habían respaldado Moro y Campanella en nombre de la utopía, ambos se posicionan al lado de los represores y, por tanto, acallan las críticas de La Boétie contra la servidumbre.

 

 

Intolerancia y modernidad

 

Me parece que, en lugar de abandonar el proyecto de modernidad como una causa perdida, deberíamos aprender de los errores de aquellos programas extravagantes que trataron de negar la modernidad.

Jürgen Habermas (1980), Modernidad: un proyecto incompleto.

 

Voltaire ha pasado a la historia por haber luchado contra el fanatismo. En la tarea de despertar conciencias adormecidas le fue de gran ayuda el lema de Locke de pensar por uno mismo y no aceptar ciegamente el peso de la autoridad. En la práctica, sin embargo, Voltaire supo sacar provecho de la compañía de gente poderosa. Un ejemplo. En uno de sus relatos Voltaire dice que Cándido codicia la felicidad de El Dorado, de ese lugar de ambrosía ubicado en los territorios españoles de América. Lo curioso de esta ficción literaria radica en cómo Voltaire satisfizo los sueños de Cándido. Sabemos que François-Marie Arouet Voltaire que siempre que podía lanzaba pullas y escarnios sobre España efectúa, no obstante, inversiones en Cádiz; y más allá de su literatura utópica y, por supuesto, más allá de sus no callados temores políticos aporta capital al comercio de ultramar de la Compañía de Indias y gana en las transacciones sumas nada despreciables de dinero. Gracias a la colaboración de los hermanos Gilly[12].

Además, Voltaire no descartó la compañía del monarca prusiano Federico II el Grande ni elude la invitación a la Corte de Berlín, la «nueva Atenas» en palabras suyas. Entre 1750 y 1753 Voltaire permanecerá al lado de un rey déspota, aunque filósofo. ¿Incomprensible en un defensor de la tolerancia? Muchos intelectuales han mostrado devoción por líderes que mantienen, como hizo el gran (???) Federico con los polacos, a sus subordinados en esclavitud.

En otros terrenos Voltaire dejará pequeño a Séneca. Con sus elogios el francés considerará a Catalina la Grande «el astro más brillante del Norte». No un Nerón. Sí la «heredera de los Césares». Y al obviar las opresiones en que incurría la emperatriz Voltaire la imagina, qué cosas, «benefactora del género humano»[13]Su larga relación epistolar con la Señora de Rusia reflota el asunto enojoso de la adulación. P. e., tras decirle que ha sido pintado a los pies de su Majestad Catalina, Voltaire le pide «indulgencia a la hora de colocar la pintura en cualquier rincón», de modo que, concluye Voltaire, al pasar ella por delante diga: ‘He ahí al que me adora por mí misma como los quietistas adoran a Dios’»[14].

Una observación. Al despreciar los límites de la polis los estoicos trazaron afinidades con la Cosmópolis del Estado imperial romano. Voltaire caerá igualmente en los brazos imperialistas de la reina Catalina. Y a ella le dedicará pensamientos lisonjeros: «Señora, después de haber sido asombrado y encantado de vuestras victorias durante cuatro años seguidos, me maravillo aún más de vuestras fiestas. Me cuesta trabajo comprender cómo Vuestra Majestad Imperial ha ordenado al Mar Negro que sea una llanura cerca de Moscú. Veo en ese mar barcos, ciudades en sus orillas, cucañas para un pueblo inmenso, fuegos artificiales y todos los milagros de la ópera reunidos». Y agrega: «Bien sabía que la muy grande Catalina Segunda era la primera persona del mundo entero, pero no sabía que fuese mágica. […] El Imperio romano nunca creaba más de dos cónsules a la vez, pero todo el mundo quiere ser cónsul de Rusia»[15].

¿Por la luz cegadora de los aplausos olvida Voltaire la evidencia, señalada por Diderot, de que «por su naturaleza todo poder tiende al despotismo»?[16] Con juegos literarios Voltaire cayó en la falsificación de los hechos históricos. No fue el único, toda vez que los ilustrados por sentirse iluminados transformaron la Historia en historieta (o historia novelada) y, no podía ser de otro modo, arribaron al historicidio, ya planteado por Campanella al defender este la intemporalidad –léase «eternidad» de su utopía providencia.

En los buscadores del absoluto, o del tiempo sin tiempo, la historia real apenas cuenta, motivo por el cual la utopía incurre en miopía. Y mientras Helvetius y Rousseau se declaran devotos partidarios de la igualdad que representan los antiguos espartanos, el duque y mariscal Potiomkin hacía edificar fachadas pintadas por los lugares que tenía que visitar Catalina la Grande.

Es cierto, con Hobbes y Rousseau se gestó el dilema de: «¿pueden los individuos pactar un orden político que suponga incluso daños a sus personas?» Mas, en la Ilustración, no releguemos este dato, continuaron los viajes con destino a Tiranía. El mismo Kant, quien para su sapere aude había tomado las directrices libres de Locke, instaba a los subordinados a atenerse a las decisiones del Guía. «Razonad cuanto queráis, pero obedeced», reclamaba Kant[17].

Así que, alimentados de una imaginación despótica, gran número de académicos pese a saber qué era la opresión aplicó dentro del organigrama del Estado filosofías distópicas hasta inscribir, negra premonición de los modelos carcelarios de la Edad Contemporánea, la modernidad en los fueros mismos del absolutismo y confundir la idea de emancipación del individuo con la autonomía del Estado. Y con su líder. Este fue el precio que se pagó por tratar la historia desde las leyes del cuento.

 

 

La nueva novela histórica

 

Traté de imaginar lo que había ido mal y gradualmente llegué a la convicción de que la idea misma de fundir realidad y justicia en una imagen única había sido un error.

Richard Rorty (1993), Pragmatismo y política.

 

Spinoza planteó en pleno siglo XVII la idea del autogobierno de la multitud. Mucho antes, Rabelais ya había plasmado los problemas que entrañaba el control de la Jefatura: «¿cómo podría yo gobernar a otro cuando no sabría gobernarme a mí mismo?», escribía Rabelais[18]. Opuesto a estas directrices, el filósofo londinense Jeremy Bentham forjó su Panóptico, curiosamente en el mismo año en que estalla la Revolución francesa. ¿Coincidencia? El panóptico era un edificio circular proyectado cual Gran Hermano orwelliano, que iba tras la estela de las casas esféricas de Claude-Nicolas Ledoux basadas en la obsesión estatista de ver y vigilar. No lejos de esta sed de control, el Marqués de Sade, en Alicia y Valcour (1795), disertará sobre Tamoé, en donde las casas de esta isla ideal son iguales, como idénticas entre sí fueron las ciudades de Utopía.

¿Cómo entender estas supuestas ingeniosidades? Diciendo que la novela utópica siempre abriga fantasías de control y represión. Lo confirma Dom Deschamps (1716-1774), el filósofo que escribió El verdadero sistema, un texto en el que este benedictino francés aboga por sustituir el estado de las leyes por el estado de las costumbres y, además, puesto que en su opinión no hay necesidad de discursos, insta a quemar las obras de arte junto a todos los libros existentes. A excepción, claro está, de su Verdadero sistema[19].

Con imaginación vanguardista o profética Francis Bacon detalla los avances científicos de Bensalem que a él, lo reseña en las líneas finales de su Nueva Atlántida (1623), le autorizaron a comunicar a los cuatro vientos «por el bien de todas las otras naciones». Siglos después, entre los Corbusier del XIX se forjaría el jovencísimo Karl Marx quien a la edad de 25 años critica no solo la obsesión de los intelectuales por adivinar el futuro, sino el efecto que eso conlleva, la trivialización de la filosofía. Y explica Marx que «es precisamente una ventaja de la nueva tendencia la de no anticipar dogmáticamente el mundo.»[20] Sin embargo, la utopía es un ejercicio de dogmatismo que se alimenta de augurios y vaticinios, ya sea en la distribución comunista (Babeuf), falansteriana (Fourier), centralista (Cabet) o dictatorial (Marx) de la sociedad, ya sea por la reivindicación futurista de la industria, como hizo Saint-Simon en su Organización de la sociedad europea (1814), o mediante la vuelta a la manifactura medieval, cosa que exigió William Morris en su utopía Noticias de ninguna parte (1890).

Ante estas ocurrencias, Dostoievski en Los endemoniados (1871-1872) no pudo sino poner en boca de Shigaliov el dictamen de que los artífices de sistemas sociales «no fueron sino soñadores, fabulistas, necios que se contradecían a sí mismos, que nada entendían de Ciencias Naturales ni de ese animal peregrino llamado hombre. Platón, Rousseau, Fourier, las columnas de aluminio de Chernishevski, todo eso será útil acaso para los gorriones, no para la sociedad humana». Pese a la advertencia que lanza Dostoievski, Shigaliov se ahoga en sus propias extralimitaciones y dirá que fuera de su solución utópica «no puede haber ninguna otra».

 

 

La última estirpe de reyes filósofos

 

Lo que más llama la atención, Dios santo, es que todavía se siga celebrando aquella frase famosa de Platón: Felices los Estados en que los filósofos son reyes o los reyes filósofos.

Erasmo de Rotterdam (1511), Elogio de la locura.

 

A menudo me pregunto por qué la filosofía de ficción goza de tantos y tantos adeptos. Me lo pregunto sobre todo cuando es más que palpable la visión simplista que anima al relato utópico con sus inercias a implantar respuestas repletas de dogmatismos. ¿Es por este motivo por el que un escritor de utopías rara vez apoya la utopía de otros utopistas? Puede ser, aunque también ocurre, menuda historia, que a los filósofos utopistas les gusta examinar el futuro desde el ayer. Y al revés.

De esa mirada bifronte nos advertía el filósofo francés Raymond Ruyer hace tiempo. Rescato la referencia de Ruyer[21] porque el filósofo John Rawls ha utilizado, y con gran arte literario, la táctica del arqueofuturismo, es decir, Rawls no escondió que su imperativo para una sociedad con porvenir se construye a partir de ese ingrediente mítico que narra lo virginal que era el ser humano antes de la creación del Estado.

Para quien desconozca a Rawls, lo cual es harto difícil, le diré que este pensador contemporáneo ambicionaba desde el ayer edificar el mañana. Con otras palabras. Por sus preferencias posmodernas Rawls reclamaba las bondades del desconocimiento, cosa que ya había demandado Rousseau. Por eso, en Una Teoría de la Justicia (1971) el norteamericano recurre a la letra del érase una vez y juzga cuán conveniente sería que todos, vueltos al estadio de inocencia colectiva, desconociéramos nuestra posición venidera en la sociedad si sanos o enfermos, si ricos o pobres, ya inteligentes o con pocas destrezas. «Los principios de la justicia se eligen detrás de un velo de ignorancia. Esto asegura que nadie sea favorecido o perjudicado en la elección de los principios como consecuencia del azar natural o de la contingencia de las circunstancias sociales», explicó Rawls[22]. Y es que para este autor las personas actuamos en bloque, de forma unánimemente desinteresada, sin rechistar colocarnos el velo de la ignorancia en el momento de pactar el contrato social.

¿Cómo entender esto? Rawls quiso amarrar su idea de justicia a la ignorancia, pero también ligarla a la visión kantiana (intemporal y exenta de esos enojosos cálculos por interés) de la equidad. Y por admitir que el Estado nos resguardaría cual padre protector de las desigualdades, Rawls impuso, en el instante en que nace la política, negociar sin ver mientras él asume como monarca de la Verdad (¿y del rebaño humano?) la prerrogativa, poco democrática, de situarse por encima del grupo y exigir a los demás la ceguera.

Kant a esto hubiera dicho que «no hay que esperar que los reyes filosofen ni que los filósofos sean reyes, [...] porque la posesión del poder daña inevitablemente el juicio de la razón»[23]. Y, sin embargo, Rawls traspasó todo tipo de límites y como rey filósofo abrió la puerta a los mitos. Mucho más osado que el norteamericano, el ruso Aleksandr G. Duguin ha optado por trascender el liberalismo, el comunismo y el fascismo. Y con el auxilio de las tradiciones premodernas propone una nueva edificación que, ese es el objetivo, supere la modernidad y en todos sus frentes, quizás porque Duguin piensa como Heidegger que «las auténticas construcciones marcan el habitar [humano] llevándolo a su esencia»[24].

Jean-Marie Benoist, después de certificar que Marx ha muerto (1970), hubiera dicho que Duguin reedita el espíritu aniquilador de Nietzsche. «Si trascendemos las fronteras de la modernidad», afirma Duguin, «vemos una sociedad diferente, una noción diferente del hombre, una visión diferente del mundo, una noción diferente de la política y del Estado. […] Si rechazamos las leyes de la modernidad tales como el progreso, el desarrollo, la igualdad, la justicia, la libertad, el nacionalismo y todo este legado de tres siglos de filosofía e historia política, entonces hay una elección».

A pesar de que su postpolítica no corrige los problemas que aquejan a las sociedades actuales, Duguin en su Cuarta Teoría Política (2009) insiste en recuperar las esencias del pasado. Y volver al neoimperialismo, al eurasianismo, a la hegemonía territorial rusa. Con ímpetu antidemocrático este politólogo anhela someternos a la arquitectura de un Estado tutor: «no soy un comerciante. Soy un pensador. Soy un filósofo. [… Y] desde el punto de vista de Platón, no de la modernidad, los filósofos son el tipo humano que debe gobernar»[25].

 

 

El descontrol de las utopías

 

Lo que está en el origen se mantiene siempre como un por-venir, continúa siendo constantemente lo que está por advenir.

Alain de Benoist (1980), La religión de Europa.

 

En las utopías son habituales los saltos espacio-temporales que esconden a su vez otros tantos saltos (y errores) histórico-conceptuales más ¿La razón? Ciertos autores quiebran las leyes de la física al requerir o re-querer el tiempo pasado y dirigir las manecillas del mañana. Y con la elasticidad propia de las gomas masticables, el utopista dice viajar del presente al pasado camino al futuro gracias a los poderes que se atribuye para reunir el ayer, el hoy y el mañana en su mirada.

Ahora bien, igual que un cuchillo, según reza un aforismo budista, no alcanza a cortarse a sí mismo, jamás son categorías intercambiables «pasado», «presente» y «futuro». Y que alguien diga que transita por lugares inactuales y por épocas impresentes viene a demostrar que esos filósofos «relatores de utopías» viven bajo el paraguas de lo increíble. Lo recalco visto cómo el mito racionalista entraña piruetas y no pocos excesos. Comte, que en esto se anticipó a Wittgenstein, observa que una persona asomada en una ventana no puede verse paseando por la calle. Por tanto, en el ser humano no cabe experiencia de instantaneidades espacio-temporales múltiplesEn suma, «on ne peut mettre à la fenêtre pour se regarder passer dans la rue»[26].

Con el aturdimiento que despierta estar asomado por la ventana viéndose pasar por la calle los Marx y los Žižek, los Heidegger y los Alain de Benoist han acabado manejando físicas relojeras imposibles, que captan, dicen, los entresijos de la totalidad. ¡Nótese que Auguste Comte, el artífice del credo de la Religión de la Humanidad, incurrió en la paradoja que él denuncia!, lo cual le haría perder a la mayoría de sus discípulos. Nótese que en su Plan de trabajos científicos necesarios para reorganizar la sociedad (1822) Comte asevera que cada individuo es un homúnculo, una pieza diminuta en esa totalidad de Repúblicas Utópicas controladas por un grupo de sabios, los gobernantes positivistas.

 

 

No velas

 

La filosofía moderna ha partido de la teología: ella no es otra cosa que teología disuelta y transformada en filosofía.

Sören Kierkegaard (1813-1855), Principios.

 

Si lo cotidiano, lo real rara vez arrostran cualidades de excelencia, la novela utópica en cambio se presenta como un prodigio, como un (epi) fenómeno maravilloso, capaz de escapar a la percepción y sucesión ordinaria de las cosas. Ese carácter sobrenatural de la sociedad «mejor» que el relato utópico defiende explica el porqué de su fuerza persuasiva. Ahora bien, en esto hay un pequeño «pero»: en una interpretación causal unilateralmente espiritualista no hay pies en la tierra. Y las referencias que determinan (y pueden refutar) nuestras ideas se evaporan, dado que no hay límites a los límites. De ahí que quienes abrazan las utopías suelan rechazar el acto de equivocarse. Y es que los filósofos novelistas, tras enraizar el poder (o arjé) en el origen (o arjé) de la realidad, se consideran a sí mismos dirigentes del arjé, esto es, «arkhontes» o líderes aptos para tener el poder, cargar con el gobierno de la historia y, en definitiva, dominar el mundo desde la gracia que se arrogan.

Ni que decir tiene que estas producciones literarias, llamadas a fundar un orden nuevo por la vía dogmática, manifiestan una dura estructura autoritaria. Es por esta razón por la que un buen día el que fuera tío de Tomás de Aquino, Federico II de Hohenstaufen, decidió poner en marcha una utopía. Cabalgando a sus lomos, Federico II se erigía en líder y Mesías. El perfil visionario de este gobernante que exigía dosis de confianza infinita a los demás es un distintivo de los utopistas medievales, de los utopistas modernos... Y de los utopistas contemporáneos como, p. e., Slavoj Žižek (ultraizquierda) y Alain de Benoist (ultraderecha), entre otros.

¿Qué podemos añadir a este penoso espectáculo en donde las leyes del cuento, tal es su voracidad, se (im) ponen sobre la realidad? Simplemente esto: a los filósofos que diseñan edificios, ciudades, sociedades… en las que su idea de orden justifica los medios no les agrada que se les señale la aporía o inviabilidad de sus novelas de ficción. Y aunque vaticinen sobre lo que va a ocurrir la autoridad del Estado «llegará a ser superflua en un campo tras otro hasta desaparecer», escribió Engels; «lo que no queremos es el elemento de coerción. No queremos que la gente sea llevada al Paraíso a golpes de garrote», exponía Lenin, los utopistas jamás explican por qué no ocurrió lo que proféticamente indicaban iba a suceder[27].

Desde luego, empeñarse en reconstruir nuestra (pasada o futura) identidad a partir de relatos inventados no nos conduce sino a un terrible reduccionismo filosófico, esa es mi opinión. Y termino con otra de las aporías de la mythistórema o novela de ficción[28] que detecto en este tipo de juegos literarios. Ahí va: por apelar a su infalibilidad y superioridad moral pensadores reputados no han querido expulsar de sus explicaciones el carácter fabuloso (o mythodés) del relato; por desear explicarlo absolutamente todo estos pseudofilósofos han incurrido en una ambición tan gigantesca que, sin crítica ni autocrítica, les ha llevado a negar la importancia de los datos empíricos. Y de los criterios de verdad.

Habrá que recordarles a estos intelectuales que Aristóteles había incluido la moral y la política en el ámbito de lo singular y contingente, nunca en el ámbito de lo científico de lo necesario. ¿Por qué entonces, y con infinita arrogancia, no paran de trivializar el lógos? ¿No se dan cuenta estos filósofos novelistas de que, al convertir el logos en «logovela» (o fábula fantástica), el logos termina caminando a ciegas, sin luz, entre no candles, entre «no» velas, y atrapado en la oscuridad criptofascista de quien menosprecia los datos empíricos y dogmáticamente afirma -fin de la Historia conocer el porvenir humano en su totalidad?

 

 

El declive de las humanidades

 

La decadencia de las letras comienza el día en que el escritor, […] seducido por las palabras, se figura, insensato, que basta con escribir.

Regoley de Juvigny, Sobre la decadencia de las letras y de las costumbres.

 

Al creer que el lenguaje no consiste en hablar empíricamente de cosas particulares, nuestros filósofos «novelistas» han conferido a su retórica, a su arte de novelar más valor que al acto de buscar/contrastar información. Es más, creen estos escritores que sus palabras, como suma de enunciados que excluyen cualquier objeción, no necesitan criterios de verdad para ser confirmadas. De hecho, el filósofo novelista pretende, cuánta hýbris, que lo que escribe es un signo infalible de la armonía moral, social y política.

Ítem más. Pese a que la filosofía no puede ser reducida, lo he dicho arriba, ni a una novela de tesis ni a un heterónimo o relato de ficción, ¿cuál es la razón de que persistan bastantes pensadores en conceder status antiintelectual a la Filosofía, incluso hoy en día?, porque sacar la filosofía de sus condiciones concretas transforma a esta disciplina en un artefacto con vida propia, semejante a las Ideas platónicas o a las Entelequias escolásticas. ¿Eso es lo que queremos?

Más claro, agua. En el gesto de dar primacía al verbo o en la obsesión por evitar cualquier contacto con la realidad empírica lo que se adivina es el deseo de validar el discurso filosófico desde la inmunidad. Y en la impunidad. Ahora bien, con estas estrategias, y esa es la gran desventura que mata a la filosofía, los filósofos novelistas apenas reparan en que se convierten en adivinos, en magos que hablan, a partir de su bolita de cristal, sobre hechos jamás acontecidos. Lo cual nos lleva irremediablemente y por desgracia a este último apartado.

 

 

Dragones azules

 

Es mucho más sencillo mantener una causa equivocada y respaldar opiniones paradójicas […] que establecer una verdad dudosa con argumentos sólidos.

Isócrates (c. 354 a. C.), Antídosis.

 

¿La novela utópica es siempre un panfleto, incluso un relato oracular que aspira a acabar con la Historia? Veamos. Encadenar la perfección a la llegada de paraísos colectivistas conlleva crear obras de ingeniería social netamente represoras. Lo cual es inadmisible. Por otra parte, que los utopistas proclamen, no desde las calzadas de la libertad, no desde el paradigma de los derechos humanos, el advenimiento de una comunidad humana superior no es problema menor. A su juicio no somos individuos libres. Tampoco entes diacrónicos sometidos a las demarcaciones del espacio concreto. ¿Entonces? Entonces somos tan maleables como bien conducidos por sabios que esquivan los principios de la democracia igualitaria.

Un inciso. La escritura megalómana amplifica los deseos desmedidos de escritores así mismo desmedidos. Y los Hegel de ayer o los Fukuyama de hoy han favorecido, no sin atrevimiento, la utopía del pensamiento único con su tesis, no menos osada, del fin de la Historia. Ante estas revoluciones que se alzan contra la aventura del conocimiento, Gorgias de Leontini, maestro del hablar elegante, enseñó en su Elogio de Elena que la palabra posee gran fuerza persuasiva; y al actuar como verdadero fármaco la palabra sabe ejercer la acción más divina. E igual que algunas medicinas consiguen hacer cesar el dolor y otras por el contrario terminan con la vida, «unos discursos», concluía Gorgias, «logran provocar pena, otros, alegría, otros, terror […] y otros a través de cierta persuasión nefasta drogar y seducir el alma».

¿Adiós a los exploradores del absoluto? ¿Adiós a los intelectuales que no soportan la libertad? Para contestar recuerdo estas sentencias del viejo Gorgias (485-380 a.C.). Y las retomo, déjenme justificarme, porque el utopista, ese nostálgico de los dragones azules, cree ejercer sobre el público una suerte de fascinación con que convencernos de que su discurso es «clave» para la transformación física y metafísica de la Realidad. Sin embargo, flaco favor se nos hace cuando maestros y adeptos de la escritura de ficción toman la filosofía como toda la verdad de la verdad total. Y matando la realidad procuran, vía realicidio, deshumanizarnos, es decir, reducir a nada cualquiera de los condicionantes presentes en la labor de conocer.

 

 


NOTAS

[1] Theodor W. Adorno (12-V-1960), Lección 2, conferencia, en Theodor W. Adorno (1960) Filosofía y Sociología, Buenos Aires, Eterna Cadencia, 2015, p. 45.

[2] En lenguaje jurídico por novela «s'intende una norma giuridica posteriore che sostituisce una disposizione giuridica già in vigore (Dizionari Simone, Edizione Giuridiche, en en línea. El plural de «novella» era «novelle» que significaba «titolo di varie raccolte di costituzioni di imperatori romani o bizantini, così chiamate perché costituivano aggiunte o modificazioni rispetto a un codice precedentemente emanato; particolarmente note le Nposteodosiane, emanate dal 438 al 468 dopo il Codex Theodosianus (che è appunto del 438), e le Ngiustinianee, o Novelle per antonomasia, emanate da Giustiniano dopo la pubblicazione del Codex Iustinianus (534), negli anni dal 535 alla morte, e che fanno parte del Corpus iuris civilis. Anche al sing., per indicare una singola costituzione, contraddistinta da un numero d’ordine o, secondo un uso più ant., da una rubrica: la n90 (o XC), o, che è lo stesso, la n. «de testibus», di Giustiniano» (Trecani, La cultura italiana, en línea.

[3] Lord Byron (1819), The prophecy of DanteColeridge & Prothero (ed., 1898-1905), The Works of Lord Byron, New York, Scribner’s, vol. 4, canto 1º, 166.

[4] Glez. Cortés, María Teresa (2018), La ciencia, en interés del desinterés, Vigo, Academia del Hispanismo. En prensa.

[5] Fernández Robbio, Matías Sebastián (2010), La travesía de Yambulo por las Islas del Sol (D.S., II.55-60). Introducción a su estudio, traducción y notas, Revista MORUS -Utopia e Renascimento, nº 7, Sao Paulo, UNICAMP, p. 32.

[6] VV. AA. (1979), El pensamiento utópico en el mundo occidental. Antecedentes y nacimiento de la utopía (hasta el siglo XVI), Madrid, Taurus, 1981, vol. I, p. 215.

[7] M. Barabas, Alicia (1989), Utopías indias. Movimientos sociorreligiosos en México, México, Grijalbo, p. 67.

[8] Hobbes, Thomas (1651), Leviathan, IIª parte, cap. XVIII, 4 & 5, en línea.

[9] Rousseau, Jean-Jacques (1762), Le contrat social, ou Principes du droit politique, Lyon, 1792, imprimerie d’Amable Le Roy, libro I, cap. 6. Léase el silencio político en Rousseau en Glez. Cortés, María Teresa (2012), El espejismo de Rousseau. El mito de la posmodernidad, Vigo, Academia de Hispanismo, pp. 140 y ss.

[10] Rousseau, Jean-Jacques (1762), Le contrat social, libro II, cap. 5, en línea.

[11] Campanella, Tommaso (1602), La ciudad del Sol, (15-IV-2018).

[12] Davidson, Ian (2004), Voltaire in Exile: The Last Years, 1753-78, London, Atlantic books, cap. IV.

[13] Voltaire (29-I-1768)Lettre à Catherine II, en Voltarie-Catherine II, Correspondance 1763-1778, 2006, Paris, Noen Lieu.

[14] Voltaire (28-VI-1775)Lettre à Catherine II, o. cit.

[15] Voltaire (18-X-1775)Lettre à Catherine II, o. cit.

[16] Tahara, Kyosuke (2017), Diderot contre le contractualisme hobbesien, revista digital nº 11, en línea.

[17] Kant, Immanuel (1784), Respuesta a la pregunta ¿qué es la Ilustración?, en VV. AA., Qué es la Ilustración, Tecnos, Madrid, 1988, p. 12. ¿Leyó Kant el Código de la Naturaleza (1755) de Morelly, obra en la que, para su autor, los individuos son engranajes del Estado?

[18] Rabelais, François (1535), Gargantúa, cap. LII, en línea.

[19] Deschamps, Dom, Le vrai système ou le Mot de l’énigme métaphysique et morale, IIª parte, en línea.

[20] Marx, Karl, (??-IX-1843), Carta a Arnold Ruge, en línea.

[21] Léase Ruyer, Raymond (1950), L'utopie et les utopies, Paris, PUF, p. 125.

[22] Rawls, John (1971), A Theory of Justice, The Belknap Press of Harvard University Press, Cambridge, Massachusetts, edition revised, printed in the United States of America, 1999, p. 11.

[23] Kant, Immanuel (1795), Sobre la paz perpetua, Madrid, Alianza Editorial, 2004, p. 79.

[24] Martin Heidegger (1954), Construir, habitar, pensar, Barcelona, Ediciones del Serbal, 2001, p. 119.

[25] Las declaraciones citadas de Duguin aparecen en Aleksandr Guélievich DuguinEntrevista en Radio Kuzichev, en línea.

[26] ¿Pronunció alguna vez esas palabras Augusto Comte? La historiografía así lo confirma en Comte, Auguste (24-IX-1819)Lettre à Valat, en Lettres d’Auguste Comte à M. Valat, professeur de mathématiques (1815-1844), Paris, Dunod, 1870. Sin embargo, no hay señales de tal cosa, en línea.

[27] Engels, Friedrich (1880), Del socialismo utópico al socialismo científicoObras Completas, Madrid, Akal, 1977, vol. XX, p. 417, en línea.

[28] Como el término mythistórema ―en griego μυθιστόρημα― deriva de mýthos (narración maravillosa) e ‘istoría (exposición de una noticia oída), mythistórema no significa sino «novela de ficción».

 

  


Jesus G Maestro