17 diciembre 2021

El criterio del crítico: ¿cómo se critica la literatura?

 



El criterio del crítico:
¿cómo se critica la literatura?

 

Ramón de Rubinat Parellada

Escuela Hispánica de Estudios Literarios
Universidad de Lérida

 

 

Siempre, antes de discutir, habría que definir. La mayor parte de las querellas desarrollan un malentendido. Llamo pederasta a aquel que, como la palabra indica, se enamora de los chicos jóvenes. Llamo sodomita («Se dice sodomita, señor juez», respondía Verlaine al juez que le preguntaba si era verdad que era sodomista) a aquel cuyo deseo se dirige a los hombres adultos. Llamo invertido a aquel que, en la comedia del amor, asume el papel de una mujer y desea ser poseído.

André Gide (Diario, 178-179).

 

Esta comunicación se dirige, obviamente, a todo aquel que esté interesado en la materia pero, especialmente, a los alumnos de filología, pues la mayoría de ellos, si dependiera de sus profesores, jamás iba a tener contacto alguno con la materia que aquí se va a tratar: me refiero a la Teoría de la Literatura construida por Jesús G. Maestro[1] sobre la base del pensamiento filosófico y científico del profesor Gustavo Bueno. Cabría esperar que el desarrollo de la única Teoría de la Literatura construida en español después de la estilística de Dámaso Alonso –y, por tanto, de fácil acceso– y que se enfrenta dialécticamente, es decir, que reinterpreta desde sus propios presupuestos, de forma beligerante, las actuales teorías literarias –todas de signo posmoderno–, despertara el interés de los profesores universitarios del área de Literatura, pero sucede que, en general, esto no está siendo así.

A diferencia de lo que sucede en otras disciplinas, en Letras uno puede pasarse la vida dando lo mismo y siempre de forma acrítica. En este sentido, resulta sorprendente, y es muy significativo, que muchos profesores de Literatura sean más intolerantes con la filosofía crítica que con el fraude (que, en Letras, acostumbra a ser de signo ideológico y marcadamente gremial). A estos individuos la Teoría de la Literatura construida por Jesús G. Maestro les resulta una inconveniencia pues, en caso de atenderla, se podrían ver obligados a revisar, cuando no a rehacer totalmente, su criterio o, simplemente, a tener que reconocer que carecen de él.

 

 

1

¿Por qué destinamos tantos recursos y, concretamente,
tanto dinero a enseñar Literatura en la educación secundaria,
el bachillerato y la universidad?
De hecho, ¿para qué la enseñamos?

 

¿Que la Literatura sirva para procurarnos entretenimiento, es razón suficiente? ¿Que las anécdotas que leemos en las novelas sean capaces, en el mejor de los casos, de cautivar nuestra atención lectora y hacernos vivir otras vidas, de modo que el tiempo se nos pase volando, justifica el capital que el Estado invierte para articular y promover su enseñanza?

¿Que la Literatura sirva para impactarnos sensiblemente, para sacudir nuestros sentidos, que las obras literarias nos hagan sonreír, llorar, odiar, ilusionarnos, etc., hace que el dinero invertido en reglar su enseñanza sea proporcional al provecho que obtenemos?

Los responsables políticos, pues son los que administran el dinero destinado a estos cometidos, deberían hacerse estas preguntas y, por supuesto, deberían ser capaces de darles una respuesta no improvisada; pero no solo los responsables políticos: los profesores de Letras y, en concreto, los de Literatura, también deberían plantearse estas cuestiones y ser capaces de responderlas de forma competente. Lo que es evidente es que enseñar Literatura a unos individuos con la sola esperanza de que esta pueda entretener o impactar sensiblemente a alguno de ellos es, en términos económicos, un gasto ridículo por lo desproporcionado. Desde nuestro punto de vista, el esfuerzo económico que lleva a cabo el Estado para sostener la enseñanza de la Literatura no puede justificarse, únicamente, con las dos finalidades anteriormente citadas. La Literatura, por tanto, debería servir para algo más o, en caso contrario, deberíamos prescindir de este divertimento, detener de inmediato semejante derroche.

La Literatura también sirve (y avanzo aquí que la relación de utilidades de la Literatura es inabarcable por lo gratuito del propósito, pero vamos a seguir, de momento, este hilo) para trabajar con ideas, para operar con ideas. En la Literatura –partimos, en todo momento, de la teoría construida por Jesús G. Maestro– se da la unión poderosísima de la razón con la imaginación. Por este motivo, el lector no puede pecar de ingenuidad. El componente imaginativo hace que la razón contenida en las obras literarias se presente según los modos estéticos logrados por la genialidad del autor. En esta lucha entre el lector y la razón contenida y disfrazada en la obra literaria reside otra utilidad de la Literatura, pues la Literatura, en estos términos, no es otra cosa que un reto a nuestra inteligencia. Por todo ello, porque la Literatura nos obliga a entrar en una dialéctica agónica, porque se enfrenta abiertamente a nuestra razón, porque nos obliga a cuestionarnos y a medirnos con la razón contraria –que se presenta, como decíamos, con los hábitos que ha diseñado la genialidad del autor literario–, la Literatura puede y debe enseñarse tanto en la secundaria, como en la universidad y el dinero empleado a tal efecto puede, cuando menos, justificarse sin tener que incurrir en el cinismo.

 

 

2

¿Dónde reside el fraude en la enseñanza de la Literatura?

 

Partiendo de que la realidad ontológica de la literatura nos muestra que una obra literaria es una materialidad física (la literatura oral, para ser conceptualizada como Literatura, debe fijarse) en la que se exponen de una determinada manera (contenido estético) una serie de fenómenos (anécdotas) según la voluntad constructiva (psicología) del autor y en la que este objetiva una serie de ideas (contenidos lógicos), es evidente que el lector debería ser capaz de enfrentarse de forma competente a aquello que la Literatura le ofrece y, concretamente, a los contenidos lógicos que acabamos de mencionar, a las ideas objetivadas en las obras literarias. En consecuencia, la cuestión a examinar en este punto atañe a la competencia, pero no tanto del lector (el que lee para sí), que también, cuanto del transductor (el que lee para los demás [nos referimos aquí al profesorado, a los críticos literarios, a los editores…, a todos aquellos que median entre la obra y los lectores]), a la hora de tratar las ideas formalizadas en los textos literarios.

Puesto que al profesorado universitario se nos paga por ello, deberíamos ser capaces de criticar los contenidos lógicos de las obras literarias según un criterio (una filosofía) lo más sólido posible. Cuando esto no es así, cuando el profesor de Literatura es incapaz de enfrentarse dialécticamente con las obras literarias y, en lugar de ello, miente este enfrentamiento mediante un simulacro de lucha dialéctica (ideología) o, directamente, absteniéndose de entrar en estas polémicas (doxografía), entonces se produce un fraude. En este sentido, y aunque sea una obviedad, hay que señalar que el hecho de que el fraude no se detecte –pues los hay que no lo ven, que no perciben la burbuja universitaria que afecta a las Facultades de Letras– no significa que el fraude no se dé. Cuando el profesorado de Literatura trata las ideas objetivadas en las obras literarias desde la psicología (desde su parecer), la retórica (mediante juegos formales), la ideología (según los dictados de un credo) o la doxografía (los profesores son, en este caso, expertos conocedores de las ideas de un autor pero son incapaces de enfrentarse a ellas críticamente y, en consecuencia, su crítica literaria se convierte en una suerte de encomio elegíaco), está cometiendo un fraude.

Contra este fraude solo cabe exigir una mayor competencia a aquellos que tenemos la obligación contractual de enseñar Literatura y, concretamente, de ejercer la crítica literaria. Si queremos ofrecer alguna cosa más que entretenimiento, impresión sensible y sofística, estamos obligados a enfrentarnos a las ideas de forma competente y, para ello, no basta con la socorrida filosofía espontánea, para ello necesitamos que nuestro criterio –el criterio del crítico (no estamos hablando de ningún exotismo)– esté lo más sólidamente formado; necesitamos, por tanto, dotarnos de una Filosofía crítica, dialéctica y sistemática que nos permita superar las impresiones del Yo, la pirotecnia de la retórica, la ceguera de las ideologías y el conocimiento literario desvinculado de nuestro presente en marcha.

 

 

3

Sobre la libertad del autor literario:
¿puede un novelista escribir lo que le parezca y como le parezca?

 

La respuesta es que no. Convendrá, ahora, explicar las razones que nos llevan a dar esta respuesta negativa.

Cuando nos hemos referido al libro como «materialidad física», al «entretenimiento» y al «placer estético» que nos procura la lectura y al «desafío de ideas» que nos presentan las obras literarias, en realidad estábamos tratando, en un registro hasta cierto punto coloquial, los contenidos de la Ontología de la Literatura que Jesús Maestro ha construido a partir de la doctrina de los tres géneros de materialidad de la Ontología Especial del Materialismo Filosófico. Hablamos de tres géneros de materialidad porque el individuo –ustedes, yo, todos– siempre opera con materialidades que pueden ser fisicalistas (desde una silla, hasta las piedras lunares), psicologistas (la tristeza, la alegría…) o logicistas (los números primos o el código de circulación). Aplicando, por tanto, esta doctrina, tenemos que la obra literaria es una realidad fisicalista (M1) en la que se objetivan unos contenidos psicológicos –la anécdota, la ficción literaria y la propuesta estética del autor– (M2) y unos contenidos lógicos –conceptos e ideas– (M3).

La principal diferencia entre los tres géneros de materialidad radica en que M1 y M3, el campo fisicalista y el campo logicista, pueden tratarse gnoseológicamente (científicamente) mientras que M2 no lo permite. Los elementos fisicalistas y logicistas son asunto de la Gnoseología, mientras que los elementos psicologistas se han de tratar como construcciones del individuo. Esta distinción es fundamental para poder entender que la libertad del autor literario tiene unos límites: el autor literario es absolutamente libre para objetivar en sus obras los contenidos fenomenológicos (M2) que él estime pero, respecto a las otras materialidades (M1 y M3), al estar trabajando con materiales propios de un campo gnoseológico, deberá plegarse a las operaciones que materialmente pueda realizar (M1) y deberá justificar normativamente (M3) cualquier transformación de la norma.

Respecto a la libertad del autor literario para operar con materialidades primogenéricas (M1), hay que señalar que su voluntad (M2) se encuentra muy limitada; por ejemplo: cuando Paul C. Fisher creó en 1965 el Zero Gravity Pen con ello facilitó a astronautas, buzos, etc., la escritura bajo el agua, sobre papel mojado y en situaciones de ingravidez. Desde las piedras y las tablillas de arcilla hasta las tabletas digitales de hoy día, la libertad del autor literario para fijar sus obras ha dependido absolutamente del progreso tecnológico. Los avances en este campo amplían su libertad, pues le proporcionan más opciones. Queda claro, por tanto, que el autor no es libre para tratar las materialidades primogenéricas o, dicho de otro modo, que no las puede tratar desde su psicología (M2), que no puede hacer con ellas lo que dictamine su voluntad.

Respecto a la libertad del autor literario para operar con materialidades terciogenéricas (M3), hay que observar que esta también se ve limitada. Un escritor no puede subvertir el sentido de los contenidos lógicos que explota en sus obras si no restaura su relación con M1. En términos lógicos, el autor literario solo podrá «decir lo que le da la gana» si es capaz de figurarse (M2) una explicación (una clave de lectura) que restaure la inteligibilidad de aquellas materialidades terciogenéricas, de aquella semántica (M3), que ha subvertido.

Pensemos, por ejemplo, en que, cuando J. R. R. Tolkien creó los idiomas élficos, también nos proporcionó las claves para conocerlos (las Mesas de Tengwar). Si Tolkien se hubiese limitado a ofrecernos los idiomas (M1) fruto de su imaginación (M2) sin aportarnos una clave de lectura (la gramática, M3), habría destruido la comunicación literaria, puesto que nadie habría sido capaz de realizar una lectura comprensiva de aquellos grafemas. Insistimos en este punto: si el lector no está apercibido de la clave de lectura (la gramática, en este caso), será incapaz de entender las genialidades constructivas del autor; por lo tanto, si este quiere preservar el fenómeno de la comunicación literaria, no le quedará más opción que revelar al lector, o propiciar que la lectura o el estudio le lleven a averiguar o a inferir, una clave de interpretación que restaure la relación (symploké) entre los tres géneros de materialidad y, por tanto, la inteligibilidad de las formas resultantes de esas genialidades constructivas.

La «Fábula de Polifemo y Galatea», por ejemplo, resulta inescrutable para todo aquel que ignore la mitología clásica y, hasta cierto punto, la sintaxis latina. Pero sí es una obra perfectamente abordable e inteligible si uno recibe la formación adecuada. Es, por tanto, un jardín cerrado para muchos pero no cerrado para todos. Puede ser o parecer oscura, pero no es opaca.

Por el contrario, cuando esto no es así, en ese instante, en el momento de la opacidad, situado ante el irracionalismo, el lector solo tendrá tres opciones: inhibirse y seguir leyendo o dejar de leer; ambas posibilidades, eso sí, implican la imposibilidad de que se produzca de forma efectiva el proceso de comunicación literaria; la tercera opción, de corte luterano, que consistiría en construir un sentido, es decir, en establecer voluntariamente relaciones causales literarias, hace que el lector del texto opaco abandone su condición y devenga autor literario, porque la construcción de sentidos, el establecimiento caprichoso de causalidades literarias es competencia exclusiva de los autores.

Respecto a la libertad del autor literario para operar con materialidades segundogenéricas (M2), aquí no hay límite alguno. Cuando se trata de construir fenómenos psicológicos, no hay restricciones. A partir de los elementos que conoce, el autor literario elabora sus ficciones: construye personajes, viaja, ama, mata, teme, pierde, goza y sufre cuanto quiere y como quiere. El autor, de todos modos, no es creador, sino constructor: quiere esto decir que las composiciones que lleva a cabo parten obligatoriamente de referentes fisicalistas que su imaginación (genialidad) combina, ahora sí, libérrimamente. La Literatura no puede darse sin M2. Si segregásemos los contenidos psicológicos (de todo signo), fenomenológicos (anécdotas) y estéticos (toda sofisticación en el modo de contar la anécdota), aquellos textos dejarían de ser obras literarias.

Alberto Manguel y Gianni Guadalupi, en su Breve Guía de Lugares Imaginarios, inventarían un buen número de lugares construidos por los autores literarios que aparecen en obras de diferentes épocas e historiografías literarias. En el prólogo del libro, Manguel explica que:

 

Nueva York, Calcuta, Madrid, son sin duda ciudades extraordinarias, pero no pueden compararse a la Ciudad Esmeralda de Oz, cuyos ciudadanos deben usar gafas de cristales verdes para percibirla en todo su esplendor, o a la Ciudad de los Césares, prehispánica metrópoli americana, fuente de la democracia del Nuevo Mundo. Somalia o Liechtenstein interesan al turista; pero palidecen ante las maravillas de Narnia o la isla del Doctor Moreau (11).

 

Entendemos que el «no pueden compararse» es una hipérbole para significar la peculiaridad del lugar, una apelación de carácter psicológico, como queriendo decir que la ciudad es tan impresionante (M2) que puede anularnos el juicio (M3). Pero, tomado en sentido literal, no es cierto; las ciudades sí pueden compararse: los árboles de las afueras de la Ciudad Esmeralda, cuyas hojas resplandecen como el arco iris, la alta muralla que la protege y su puerta incrustada de esmeraldas, sus calles de mármol, las piedras y metales preciosos de los interiores del Palacio Real o el imán que cuelga de la puerta y que hace que todo aquel que pasa por debajo ame y sea amado, son elementos que nos remiten a referentes primogenéricos (los árboles, los metales, el fenómeno óptico y meteorológico que conocemos como arco iris, las puertas, los imanes, las murallas de nuestras ciudades…), segundogenéricos (el enamoramiento) y terciogenéricos (los conceptos de riqueza, pobreza, imantación, etc.). En el mismo prólogo, Manguel nos hace partícipes de una curiosa revelación:

 

Decidimos excluir sitios como el Balbec de Proust, Wessex de Hardy, Yoknapatawpha de Faulkner y Barchester de Trollope, porque son disfraces, o pseudónimos, de lugares que ya existen, artificios que le sirven al autor para hablar libremente de una ciudad o de un país demasiado cargados de realidad (11).

 

Nótese que el criterio que han seguido los autores atiende al grado de genialidad de la construcción respecto de los modelos. El disfraz que nos permite identificar a la ciudad realmente existente impide a la ciudad disfrazada constar en esta guía. Manguel y Guadalupi se ciñen a la genialidad constructiva de los autores y no a la omnipotencia creadora de un dios. El autor no es un creador, sino un constructor; las obras no surgen de la nada, sino de los materiales realmente existentes, es decir, de los materiales que existen en la realidad. Coincidimos, pues, con Manguel y Guadalupi en lo que la ciudad imaginaria tiene de construcción pero disentimos de la idea de que ciertas construcciones estén demasiado cargadas de realidad. Una cosa es discutir la eficacia del disfraz, es decir, la pericia (genialidad) del encubridor o constructor y, otra, suponer que caben grados de realidad y que, por tanto, se puede decir de algo que existe efectivamente que es más real que cualquier otra cosa que también tiene una existencia real y efectiva.

Queda claro, por tanto, que el autor literario no es libre para tratar los contenidos lógicos (M3) que objetiva en sus obras (M1), ya que, si incurre en el irracionalismo, destruye la comunicación literaria. Esta premisa es uno de los acicates que espolean la genialidad constructiva (M2) de los autores y les llevan a objetivar en sus obras unas razones que, por el sistema de causalidades que establecen y los componentes estéticos que las revisten, representan un verdadero reto para el lector. En consecuencia, el lector, y especialmente el transductor, debe contar con un sistema de ideas (una Filosofía) capaz de detectar y criticar la razón literaria (primitiva, crítica, programática o sofisticada) contenida y estéticamente trabajada en cada obra. Por todo ello, negamos las interpretaciones psicologistas y tropológicas, la libertad del hermeneuta, pues esta libertad, en la medida en que no criba (no contradistingue) razones, destruye el ejercicio crítico. Nosotros nos oponemos a la exaltación que la posmodernidad hace de lo lúdico, lo igualitario y lo tolerante por encima de lo científico y, contra esta infantilización del sujeto gnoseológico, reivindicamos la necesidad de que este se sirva de una Filosofía crítica, de un criterio sólidamente construido.

 

 

4

Nuestro criterio

 

Cuando hablamos de «filosofía crítica» (es decir, del criterio del crítico) nos referimos al ejercicio que hemos desarrollado en los epígrafes anteriores y que, seguidamente, vamos a continuar pero, esta vez, mostrando algunas (no todas, pues entonces deberíamos reproducir el conjunto de la obra teórica de Jesús G. Maestro) de las bases teóricas que lo sustentan[2].

 

4.1. Ontología

En lugar de hablar de utilidades de la literatura o de improvisar una lisa de tareas para las que la literatura sirve o no sirve, que es un proceder totalmente gratuito nosotros hemos acudido a un conocimiento sistemático, a una Ontología, a la doctrina de los tres géneros de Materialidad del Materialismo Filosófico y, concretamente, a la aplicación que Jesús Maestro ha hecho de ella a la Literatura. Este conocimiento, como podrá advertir el lector, explica la realidad material de la Literatura. Por tanto, contra la gratuidad de la aproximación psicologista (la lista de utilidades), oponemos la Teoría del Ser que ya hemos presentado.

 

4.2. Genealogía de la Literatura

Si afirmamos que «la Literatura es un reto a nuestra inteligencia» es porque partimos de la Genealogía de la Literatura construida por Jesús G. Maestro y porque, gracias a ella, advertimos que la razón contenida en las obras literarias resulta de cruzar los tipos (pre-racional / racional) y los modos (crítico / acrítico) de conocimiento literario. A partir de estas combinaciones, obtenemos las cuatro familias o linajes literarios: la Literatura primitiva o dogmática (el Deuteremonio, por ejemplo), la crítica o indicativa (toda la obra de Cervantes), la programática o imperativa (el teatro de Bertolt Brecht) y la sofisticada o reconstructivista (La metamorfosis, de Kafka).

El lector ingenuo, el que no es capaz de superar el reto literario, es aquel que no sabe advertir la naturaleza de la razón contenida en la obra que está leyendo, el que es incapaz de trascender la apariencia. Cuando André Gide, en su Diario, reconoce que:

 

No intento ser de mi época; intento desbordar mi época (171).

Hace tiempo que habría dejado de escribir si no me habitara esta convicción de que los que vendrán descubrirán en mis escritos lo que los de hoy se niegan a ver en ellos; y que sin embargo yo sé que he puesto (184),

 

está aludiendo a una razón literaria dada a una escala superior al entendimiento de sus coetáneos, a una razón construida con un grado de sofisticación y sutileza crítica imperceptible para el resto.

Por poner otro ejemplo, –y celebro con ello la aparición de un excelente libro de Pedro Insua, Guera y Paz en el Quijote–, la erasmización a la que se ha sometido a Cervantes queda absolutamente desatutorizada, como nos hace ver Insua, si, por un lado, uno acude a críticos y autores como Maravall, Gustavo Bueno, Aristóteles, Alonso de Ercilla, el padre Mariana, Vitoria, Suárez y, muy especialmente, Juan Ginés de Sepúlveda, y, por otro lado, si uno lee con atención las obras de Cervantes. Cuando la razón cervantina se ha visto reducida simplicísimamente a la condición de panfleto irenista, lo único que se ha logrado con ello es poner de manifiesto la insolvencia de esta razón crítica respecto de una más poderosa y muy hábilmente diseñada razón cervantina. Pero esto solo lo advierte el individuo que dispone de un sistema de ideas lo suficientemente potente como para poder explicar, desde sus propias coordenadas, la razón irenista y la razón cervantina; nótese que la opción inversa es imposible: ni la razón irenista, ni la razón cervantiva (salvando el anacronismo) pueden explicar la potencia operatoria de la razón materialista desplegada por Pedro Insua. Por ello, y porque no hay ni convivencia, ni armonía de ideas, sino un inexcusable conflicto dialéctico, deberían los erasmizadores de Cervantes que leyesen a Insua, abandonar su retórica idealista y plegarse a la contundencia de las tesis contrarias.

La Literatura se enfrenta directamente al racionalismo del lector y este debe medirse, ponerse a prueba, de forma polémica y agónica, con la razón contenida en las obras literarias. Por ello afirmamos que la Literatura es un reto a nuestra inteligencia. El lector ingenuo es incapaz de advertir el desafío, incapaz de superar el entretenimiento y, por tanto, se limita a que la Literatura le procure algún placer. Si trasladamos todo lo anterior a las aulas universitarias, deberíamos examinar qué sucede cuando termina un curso académico: si los alumnos siguen siendo igual de ingenuos que cuando empezaron (sea porque no han aprendido nada, sea porque se les ha instruido con razones falaces), o si, por el contrario, los han adquirido o fortalecido dialécticamente su criterio.

 

4.3. Espacio estético

Cuando, al hablar de la libertad del autor literario, hemos advertido que toda transgresión de la norma (M3) debe restaurarse con una clave de lectura que permita la inteligibilidad del texto, estábamos reduciendo groseramente el diseño que Jesús G. Maestro ha hecho del Espacio Estético, del ámbito dentro del cual el ser humano, como sujeto operatorio, ejecuta materialmente la construcción, codificación e interpretación de una obra de arte. La alusión a la «norma» y a la «genialidad» del autor, no eran ocurrencias o ideas peregrinas, sino términos de un espacio diseñado a semejanza del Espacio Gnoseológico de la Teoría del Cierre Categorial de Gustavo Bueno. Sirvan, como ejemplo de lo anterior, el caso de Lope de Vega, pues su genio constructivo superó el autologismo y se objetivó como norma en El arte nuevo de hacer comedias, o los casos de Cervantes, Proust, Kafka o Dante, cuya genialidad constructiva fue capaz de superar el autologismo, expandirse dialógicamente y llegar a objetivarse normativamente en los adjetivos: quijotesco, proustiano, kafkiano y dantesco.

 

4.4. Materiales literarios fundamentales (Gnoseología de la Literatura)

Cuando nos hemos referido a la figura del transductor, no hemos improvisado este conocimiento; no hablamos de autores, obras, lectores y transductores porque hemos querido complicar o ampliar retórica y confusionariamente las figuras del esquema básico de la comunicación, sino porque la Teoría de la Literatura de Jesús G. Maestro ha fijado, por primera vez –y contra todas las teorías literarias precedentes–, los materiales que delimitan el campo categorial de la Teoría de la Literatura como Ciencia Literaria, como interpretación causal, objetiva y sistemática de la materia literaria, de modo que la cancelación, supresión o desaparición de uno solo de ellos supone la destrucción del conocimiento literario. El transductor es una figura fundamental. De hecho, todas las diatribas de Maestro, y las nuestras, contra el estado actual de las Facultades de Letras deben interpretarse a partir de la figura del transductor. Cuando denunciamos la burbuja universitaria, el fraude docente que se lleva a cabo en numerosas áreas de Literatura, lo hacemos porque no podemos prescindir de esta figura, porque la competencia del transductor (del profesorado universitario de literatura, en este caso), su capacidad para realizar de forma eficaz el cometido al cual está obligado por contrato, forma parte de los materiales literarios y, como tal, debe ser atendido por el teórico de la Literatura.

Podríamos seguir justificando nuestro criterio pero, para no alargarnos excesivamente, nos limitaremos a apuntar que nuestra crítica a los «grados de realidad» a los que se refería Manguel parte de la Teoría de la Ficción construida por Jesús G. Maestro y que tritura la epistemología aristotélica que, sobre esta cuestión, hemos reproducido, acríticamente, durante veinticinco siglos. Al referirnos al bolígrafo de gravedad cero construido por Paul C. Fisher en 1965 estábamos aludiendo, de forma implícita, al Espacio Antropológico –concretamente, al Eje radial del Espacio Antropológico–, una de las principales aportaciones de la filosofía de Bueno y de la que Jesús G. Maestro se sirve para construir su Genealogía de la Literatura y mostrar que esta nace en el Eje angular (relación de los hombres con lo numinoso), se expande en el Eje radial (relación de los hombres con la naturaleza) y se consolida en el Eje circular (relación entre los hombres). Estos tres ejes son de una grandísima utilidad en Literatura y nos permiten explicar, por ejemplo, la diferencia entre Edipo Rey (conflicto angular), Bodas de Sangre (conflicto radial) y la Numancia (conflicto circular). También nos hemos servido del concepto de symploké. De hecho, la symploké, en la medida en que limita la libertad creativa del autor literario, hace que sus obras sean inteligibles. Nótese que en todo momento nos hemos servido de una Teoría de la Literatura sólidamente construida.

 

 

5

El criterio del crítico

 

Contra el crítico literario que fundamenta su criterio en la psicología, la retórica, la ideología y la doxografía, nosotros defendemos lo que Maestro ha llamado los cinco postulados del Materialismo Filosófico como Teoría de la Literatura: el racionalismo (porque construimos criterios comunes cuyo fin es interpretar la realidad de forma compartida), la crítica (operación de clasificación, discriminación, análisis y comparación), la dialéctica (el enfrentamiento con las ideas y con las relaciones sistemáticas entre ellas), la ciencia (que entendemos como una construcción operatoria, racional y categorial, constituyente de una interpretación causal, objetiva y sistemática de la materia) y la symploké (porque las ideas no se pueden hipostasiar nunca, es decir, no se pueden situar fuera del tiempo y del espacio, no se pueden descontextualizar). Los tres volúmenes de la Crítica de la razón literaria se han construido observando, en todo momento, estos postulados. Es esta, en consecuencia, una obra singular, única en el ámbito del hispanismo, una obra totalizadora y de una potencia, por el momento, sin igual. Los profesores de Literatura, los críticos literarios y todo el que esté interesado en esta materia, la tienen a su alcance, además de forma inmediata y gratuita, pues buena parte de sus contenidos se encuentran en Internet, en este enlace.

Debería el crítico, por muchas razones, disponer de un criterio y este criterio debería medirlo con razones contrarias y debería, también, publicarlo y exponerse, de este modo, al mayor número posible de inquisiciones (inquirir es ‘indagar,  averiguar o examinar cuidadosamente algo’). Y quien no lo hace es porque no se atreve. Cada cual sabrá las razones de esta ocultación. A nosotros solo nos cabe recomendar a quien quiera medir sus ideas sobre la Literatura con otras ideas, con otra Filosofía de la Literatura, que acuda a la Crítica de la razón literaria construida por Jesús G. Maestro y que se enfrente a ella de forma dialéctica y agónica. Les aseguro que el combate les procurará un muy buen provecho, tanto en la victoria como en la derrota.

 

 

Bibliografía

 

 



NOTAS

[1] Todas las ideas que, sobre la Literatura, aparecen en este artículo provienen de la misma fuente: la Crítica de la razón literaria (Maestro, 2017).

[2] Como muestra de este ejercicio crítico aplicado tanto a la obra teórica como literaria de un autor, vid Rubinat (2014 y 2015).