Larra y Les misérables de Victor Hugo.
¿Un caso de poligénesis?
Rubén
Navarro Briones
Universidad
Nacional de Educación a Distancia
Escuela
Hispánica de Estudios Literarios
1
Introducción
Un
repaso conciso y preliminar de determinados aspectos relacionados con las
biografías de Victor Hugo (1802-1885) y Mariano José de Larra (1809-1837) nos
permitirá introducir algunos de los primeros planteamientos de este trabajo.
Así,
mientras Hugo había residido en Madrid entre 1811 y 1812, Larra lo hizo en
Burdeos y París desde 1813 hasta 1818; fechas que abarcaron el último tramo de
la guerra contra al Imperio Napoleónico, los primeros años del Sexenio
absolutista español y la Restauración borbónica en Francia. El uno hijo de
oficial imperial, el otro de un médico afrancesado, la marcha de ambos estuvo
motivada por el retroceso de los ejércitos napoleónicos en España; sin embargo,
«los niños Larra y Hugo, éste siete años mayor, no pudieron coincidir en el
viaje al exilio, pues el francés ya había salido de España en marzo del año
anterior con su madre y hermano» (Miranda de Larra, 2014: 350).
Sí
coincidieron, ya en la temprana adultez, en contraer ambos matrimonios a
idéntica edad: veinte años. También en sus infidelidades hubo coincidencia.
Las
analogías no son accidentales ni se agotan en este punto: en 1829 publicaba
Hugo la novela Le dernier jour d’un condamné, y el 30 de marzo de 1835 aparecía en
Madrid, en el trigésimo número de la Revista
Mensajero, el artículo «Un reo de
muerte», con rúbrica de Fígaro. Fue precisamente en 1835 cuando los autores
tuvieron ocasión de conocerse, durante una de las estancias de Larra en París[1].
Este había asistido a las representaciones de Hernani, ou l'Honneur castillan
(1830) y Lucrèce Borgia (1833)[2];
obras que evidencian, por otra parte, el sesgado conocimiento de Hugo acerca de
la historia de España, en la medida en que cualquier forma de objetividad se
hallaba diluida en imprecisiones románticas, avivadas por la propaganda de
guerra: «Victor Hugo y Dumas han querido y creído ser originales, cuando no
eran más que unos plagiarios de la política, porque la literatura es y será
siempre no una causa, sino el efecto» (Larra, 1836/1952: 143).
Ambos autores, Larra y Hugo, se iniciaron
tempranamente en la carrera política profesando afinidad por la monarquía
borbónica conservadora, incluso absolutista, aun cuando en lo sucesivo
ponderaran con mayor mesura el panorama nacional. En estas circunstancias
resolvieron concursar en la vida parlamentaria de sus respectivos países, si
bien Larra no logró ejercitar el cargo debido a los efectos constitucionales
del motín de La Granja de San Ildefonso de 1836[3].
En este punto, la información biográfica aquí
presentada podría conducir a algunos a hablar de «vidas paralelas»o incluso
«tangenciales»a la hora de referirse a los autores que nos ocupan. Es esta una
aproximación descriptivista[4] que poco o nada puede aportar a la comprensión de la Literatura. Nosotros vamos
a ofrecer una interpretación crítica y relacional de las ideas materializadas
en los textos «Modos de vivir que no dan de vivir. Oficios menudos» (1835) de
Mariano José de Larra y Les misérables (1862) de Victor Hugo, tomando
como referencia los contenidos de la Crítica de la razón literaria (2017)
de Jesús G. Maestro.
2
Justificación de los textos escogidos
Desde
la perspectiva del Materialismo Filosófico como Teoría de la Literatura,
debemos considerar la relación de términos (materiales literarios) en symploké como «la figura fundamental que
hace posible la ontología y el ejercicio de la Literatura Comparada» (Maestro,
2017: 1229).
No
por capricho formal hemos comenzado este trabajo exponiendo una comparación
isológico-atributiva[5] (autor-autor). La relación puede y ha de proyectarse sobre las obras; sin
embargo, en tanto que crítica, precisa de juicio y discriminación, esto es,
apuntar no sólo a las analogías sino también a las desemejanzas. La tesis que
en lo sucesivo desarrollaremos, y aquí adelantamos, es que pueden identificarse
paralelismos estilísticos y formales entre las dos obras, pero es en las ideas
que aquellas contienen donde se localizan, dialécticamente, las divergencias.
Puestos
en esta tesitura, es preciso detenerse ante la indudable relación de disparidad
que ambos textos comprenden en su extensión como materialidades físicas (M1).
Así, mientras el artículo de Larra se compone de 3.489 palabras —que
en una impresión moderna ocuparían alrededor de diez carillas, dependiendo de
la maquetación y de la tipografía empleada—, Les misérables consta de cinco volúmenes,
que superan las mil páginas. Enunciemos, en consecuencia, la razón del
planteamiento de nuestro trabajo: la novela de Victor Hugo contiene, entre
otros muchos géneros[6],
características del cuadro de costumbres; más aún, «Modos de vivir que no dan
de vivir. Oficios menudos», de Larra, anticipa el estilo y tratamiento que el
francés utilizó para retratar ciertos personajes representativos de la miseria
en el país galo durante las primeras décadas del siglo XIX. Es en este punto
donde la comparación se justifica operatoriamente.
3
Apuntes sobre la tradición costumbrista
en España y Francia
El
origen de la literatura costumbrista «guarda estrecha relación con el
desarrollo de la prensa periódica que tiene lugar a comienzos del siglo XVIII,
especialmente en Inglaterra, cuya sociedad política alcanzó una estable
organización social desde su revolución en el siglo XVII» (Maestro, 2017:
1679). Hemos de referirnos, sin embargo, a otras dos «revoluciones», cuyo
pronunciamiento permitirá señalar algunas cuestiones de relevancia, no sólo en
lo que a la extensión internacional del género de costumbres se refiere, sino
en beneficio de un acercamiento crítico a las obras que nos ocupan.
Así,
puesta en marcha la paulatina secularización de los Estados cristianos a lo
largo del siglo XVIII, se precisó de nuevas referencias textuales a través de
las cuales fuera posible objetivar el patrón moral[7] derivado de la mesocracia ilustrada. En
esta dirección apuntan los artículos de Joseph Addison y Richard Steele en The
Spectator: «I shall
endeavour to enliven Morality with Wit, and to temper Wit with Morality» (Addison, 1711/1970: 116). Acerca de aquellas publicaciones, escribió Larra en «Panorama
matritense. Cuadros de costumbres de la capital observados y descritos por un
Curioso Parlante»:
El primero que en Inglaterra dio el ejemplo con admirable profundidad y perspicacia fue Addison en El Espectador, y si ninguno logró superarle, no dejó, con todo, de tener felices imitadores. Posteriormente, en Francia, país que siguió en el orden del gran viaje que todos hacemos las huellas de Inglaterra, así que los trastornos políticos parciales acabaron de emancipar al pueblo, y que la sociedad moderna se constituyó con las formas que por largo tiempo habían de distinguirla, así que empezaron a fijarse las nuevas costumbres y a suceder a la antigua Francia los modernos franceses, nacieron también escritores destinados a pintar las faces que empezaba la sociedad a presentar (Larra, 1836/2007: 94-95).
La
literatura parenética tiene unos precedentes mucho más antiguos y puede
remontarse hasta las primeras formas de literatura primitiva o dogmática, de
acuerdo con la genealogía que manejamos[8].
Sin embargo, es posible identificar tanto en España como en Francia obras que
se anticiparon al costumbrismo moralizante inglés. Nos referimos a Día de
fiesta por la mañana (1654) y Día de fiesta por la tarde (1659) de
Juan de Zabaleta (1610-¿1670?) y Les Caractères ou les Mœurs de ce siècle
(1688) de Jean de La Bruyère (1645-1696), cuyo referente se halla en la obra
homónima de Teofrasto. Lo que de manera fundamental diferencia al costumbrismo
ilustrado de estos antecedentes barrocos es la utilización del artículo
periodístico como formato, circunstancia que no puede desligarse de las
condiciones técnicas y políticas de su siglo.
Cabe
reconocer en Tableau de Paris (1781-1788) de Louis-Sébastien Mercier
(1740-1814) una obra de referencia por vivificar el empuje de la literatura
costumbrista en la Europa continental, cuyo prefacio además «fue adoptado
programáticamente en 1828 por el Correo
literario y mercantil, periódico dirigido por José María Carnerero,
el empresario que iba a lanzar las publicaciones periódicas incubadoras de la
literatura costumbrista de Mesonero Romanos, Estébanez Calderón y Larra» (Escobar,
1988: 264). Siguiendo el modelo de The Spectator, se había editado en
España durante la década anterior a la obra de Mercier el diario El Pensador
(1762-1767), cuyo principal artífice, José Clavijo y Fajardo (1726-1806),
sirvió a Goethe como modelo para la tragedia Clavijo de 1774, inspirada
en las desavenencias entre este y Beaumarchais.
Los
artículos del francés Victor Joseph Étienne de Jouy (1764-1846) se tomaron como
referencia en España a partir del Trienio Liberal y ejercieron un notable peso
en Larra. El costumbrista versallesco se opuso en reiteradas ocasiones, por
otra parte, al ingreso de Victor Hugo en la Academia
Francesa, como contrapunto a la poética romántica que este encabezaba[9]:
lo que Jouy no había advertido es que tanto la denominada «mímesis
costumbrista»[10] dieciochesca como el romanticismo del autor de Les misérables eran
prolongaciones de la epistemología sensualista predominante[11].
En
este sentido, tal y como Victor Hugo había roto con el Clasicismo en el
prefacio a Cromwell (1827), tendría lugar entre los costumbristas el
abandono del precepto aristotélico de mímesis, renunciando a la naturaleza[12] como objeto de imitación y orientando sus miradas hacia los hechos
particulares. Es esta la segunda de las «revoluciones»que debemos indicar, que
no puede disociarse de la primera, cuyo carácter es sociopolítico, en tanto que
la comunicación a través de «dimensiones históricas, geográficas y políticas» (Maestro,
2017: 123) es, entre otros, un hecho distintivo de lo que aquí tomamos como
definición de Literatura[13].
El
concepto de «mímesis costumbrista», sin embargo, resulta discutible tal cual lo
presenta Escobar en cuanto que reproduce la falacia epistemológica del
descriptivismo al suponer una realidad lisológica que el autor literario
vertería en su obra: «El nuevo objeto de mímesis es la sociedad» (Escobar,
1988: 262). ¿Acaso la poética de Aristóteles se atenía a hechos asociales? Los
propios costumbristas, tanto los románticos como sus predecesores, participaron
en esta hybris al suponerse (emic) notarios de unos hechos
concretos, encuadrados en el curso de la Primera Revolución Industrial y el
apuntalamiento de la clase media. El perspectivismo de estos autores —característica de la poética costumbrista que trataremos a
continuación—, concebido por ellos mismos como una suerte
de écfrasis de la sociedad a través de sus rasgos singulares, fue paralelo al
desarrollo de la mecánica óptica que Gustavo Bueno vinculó en Ensayos
materialistas (1972) con la mencionada Revolución.
Hablar
de lo particular en los términos anteriores supone, pues, un planteamiento
enteramente subjetivo, cuya significación varía en cada texto. Sin abandonar la
obra de Larra, ¿qué es lo particular en «Yo quiero ser cómico»? ¿Y en
«Impresiones de un viaje»? La meta de los costumbristas, el finis operantis,
era criticar el presente desde los patrones políticos y morales de cada autor.
«Es pícaro oficio el de escritor de costumbres» (Larra, 1833/2007: 78). El
inventariado de los hechos particulares fue un medio, no el fin. Esta es una
cuestión ineludible sin la cual no podemos comprender los pasajes costumbristas
de Les misérables; tampoco la lectura que de Fígaro hicieron los autores
de la Generación del 98, así lo señaló Azorín al prologar su recopilación de
artículos del madrileño: «¿Cómo no habían de estar junto a Larra, por
movimiento instintivo, a finales del siglo XIX, quienes —con
fondo romántico también— se colocaban frente a un Estado caduco, que perdía los
restos de nuestro gran imperio colonial?» (Larra, 1952: 13).
Los
costumbristas españoles practicaron desde el principio una literatura
afrancesada como consecuencia del cambio dinástico acontecido en el año 1700,
satirizando acerca de lo popular y lo castizo. Larra, en efecto, había
aprendido a comunicarse antes en el idioma francés que en español[14] y no renegó nunca de su francofilia, aun cuando la expedición antiliberal de
los Cien Mil Hijos de San Luis restaurara el absolutismo en España. También
desde el país galo arribó Carlos María Isidro, reclamando una monarquía
tradicional y absoluta.
Y después de estas reflexiones, ¿querremos violentar las leyes de la naturaleza y pedir escritores a la España? Hay una armonía en las cosas del mundo que no consiente el desnivel; cuando en política tenga Talleyranes o Periers, cuando en armas tenga Soults, cuando en su Cámara tenga Thiers, cuando en ciencias tenga Aragos, entonces tendrá en literatura Chateaubrianes y Balzacs.
Lloremos, pues, y traduzcamos, y en ese sentido demos todavía las gracias a quien se tome la molestia de ponernos en castellano, y en buen castellano, lo que otros escriben en las lenguas de Europa (Larra, 1836/1844: 592-593).
4
Formas de la poética costumbrista en Les misérables
La
novela de Victor Hugo vio la luz de forma tardía, tras un dilatado proceso de
escritura, en un momento en el que se había impuesto el verismo como referencia
poética frente a lo sentimental y subjetivista de los autores románticos. Semejante desajuste ocasionó en Francia, tras su
publicación, «une «guerre civile littéraire» —selon l’expression
d’Emile Montégut»
(Angrand, 1960: 340). Así, en Les misérables,
aunque representativa del género, precisaba Hugo de un asiento de realismo
mediante el cual infundir en los lectores los afectos de la conmoción y la
piedad. Recurrió para esta labor al «petit-réalisme» (Barbéris, 1971: 66), esto
es, al costumbrismo burgués de Jouy que, andando el tiempo, derivó en el
realismo literario propiamente constituido. De este mismo fundamento brotaron
las obras de Honoré de Balzac (1799-1850), a quien Larra llegó a reconocer como
un gran costumbrista:
Pero el genio infatigable que, como escritor de costumbres, no dudamos en poner a la cabeza de todos los demás, es Balzac, después de admirado el cual, pues no puede ser leído sin ser admirado, puede decir el lector que conoce la Francia y su sociedad moderna, árida, desnuda de preocupaciones, pero también de ilusiones verdaderas, y por consiguiente desdichada, asquerosa a veces y despreciable, y por desgracia, ¡cuán pocas veces ridícula! (Larra, 1836/2007: 96).
Aquella
Francia a la que Larra se refiere es la que sirvió a Victor Hugo como razón de
su novela. En 1845 iniciaba la escritura de Jean Tréjean, rebautizada
pronto como Les misères, que en 1862 se presentó a los lectores con el
título que hoy conocemos. Durante los años de redacción previos al exilio de
1851, abundaron los discursos institucionales en los que reemprendía la vía crítica suscitada en Le
dernier jour d’un condamné (1829) y Claude Gueux (1834):
La misère, messieurs, j’aborde ici le vif de la question, voulez-vous savoir où elle en est, la misère? Voulez-vous savoir jusqu’où elle peut aller, jusqu’où elle va, je ne dis pas en Irlande, je ne dis pas au moyen âge, je dis en France, je dis à Paris, et au temps où nous vivons? Voulez-vous des faits? Il y a dans Paris (Hugo, 1849/1875: 209).
El
proceso de documentación de la novela requirió de viajes a los departamentos de
Var y Paso de Calés, donde se iba a desarrollar parte de la trama, a fin de
adquirir conocimientos sobre el entorno y los oficios allí practicados.
Recopiló de igual modo noticias acerca de las condiciones en el presidio de
Tolón, que había visitado en 1839, y se inspiró en las vidas del obispo
Bienvenu de Miollis (1753-1843) y el policía Eugène-François Vidocq (1775-1857)
para los personajes de Charles-François-Bienvenu Myriel, Jean Valjean y Javert.
Pueden localizarse, así mismo, en determinados pasajes de la obra, injerencias
del narrador —que es el propio Victor Hugo, cuya voz se
debe ubicar por ello en el presente del novelista— utilizadas
para vincular acontecimientos de la trama con casos jurídicos o hechos
presuntamente recogidos en la prensa:
Qu’on nous permette de nous interrompre ici et de rappeler que nous sommes dans la simple réalité, et qu’il y a vingt ans les tribunaux correctionnels eurent à juger, sous prévention de vagabondage et de bris d’un monument public, un enfant qui avait été surpris couché dans l’intérieur même de l’éléphant de la Bastille. Ce fait constaté, nous continuons (Hugo, 1862d: 322).
De
este tipo de artificios se sirve el autor para establecer con sus lectores un
pacto a fin conceder, ut pictura, visos de certeza al contenido
ficcional de la obra. Esta es, de hecho, una de las características que definen
la poética costumbrista[15],
a saber, el «desdoblamiento de la ilusión de realidad, donde se insiste en
declarar la «verdad» de lo enunciado al tiempo que se expone el artificio» (Peñas,
2013: 426). ¿Dónde se ubica, en consecuencia, la exposición del artificio en Les
misérables? Allí donde más preciso hubiera sido el rigor: en aquellos
pasajes que se inscriben en el género de la novela histórica, entre los cuales
la descripción de la batalla de Waterloo supone el caso más flagrante. Victo
Hugo fue, ante todo, y pese a los aires de realismo, un autor romántico.
La inverosimilitud de la novela constituyó, en efecto, el principal rebatimiento ya desde el momento de su publicación, no sólo por parte de los autores realistas: Alphonse de Lamartine señaló lo improbable del desarrollo de la trama desde el punto de vista social y político; más dura fue la crítica de Barbey d’Aurevilly, al emplear en su reseña el calificativo «long sophisme» (Barbey d’Aurevilly, 2016: 244). No era esta la consideración que del autor de Les misérables tenía Larra en 1836: «Victor Hugo explota casi siempre una situación verosímil o posible» (Larra, 1836/2007: 155).
Si
procedemos ahora a la relación de la obra con el artículo que nos ocupa,
establecidas las primeras características de la poética costumbrista, podemos
citar como ejemplo de intromisiones por parte del autor la descripción que el
madrileño hace del oficio de trapera, encuadrada entre dos injerencias, una
previa al discurso y otra al finalizarlo:
Pero entre todos los modos de vivir, ¿qué me dice el lector de la trapera que con un cesto en el brazo y un instrumento en la mano recorre a la madrugada, y aun más comúnmente de noche, las calles de la capital? (Larra, 1835/1952: 96)
Me he detenido, distinguiendo en mi descripción a la trapera entre todos los demás menudos oficios, porque realmente tiene una importancia que nadie le negará. Enlazada con el lujo y las apariencias mundanas por la parte del trapo, e íntimamente unida con las letras y la imprenta por la del papel, era difícil no destinarle algunos párrafos más (Larra, 1935/1952: 99-100).
La
apelación al receptor es común en ambas obras. Larra la ejercita mediante el
uso de los pronombres personales «usted»o «ustedes», o refiriéndose de manera
directa al lector, como ilustra el ejemplo precedente, fórmula habitual en el
periodismo. Victor Hugo emplea deícticamente la segunda persona del plural,
tanto en modo indicativo —«nous avons déjà prononcé» (Hugo,
1862d: 74); «nous l’avons dit» (Hugo, 1862b: 233)— como
imperativo —«voyons le chemin par où la faute a passé» (Hugo,
1862a: 32)—, o bien se refiere al lector como en el caso de Larra —«le lecteur se rappelle» (Hugo, 1862e: 128-129)— o a la
novela como primer género de materialidad: «le livre que le lecteur a sous les
yeux en ce moment» (Hugo, 1862e: 182)[16].
Hemos
dicho previamente que el autor de Les misérables opera además como
narrador, y este juicio se demuestra acudiendo a lo indicado en el propio
texto:
Lorsqu’il y a trente-quatre ans le narrateur de cette grave et sombre histoire introduisait au milieu d’un ouvrage écrit dans le même but que celuici (*) un voleur parlant argot, il y eut ébahissement et clameur (Hugo, 1862d: 376).
La
nota al pie contenida en este párrafo, representada por un asterisco e incluida
por el mismo Victor Hugo, remite al siguiente enunciado: Le dernier jour
d’un condamné. Unas líneas después aparece implícito el título de la
obra:
Depuis, deux puissants romanciers, dont l’un est un profond observateur du cœur humain, l’autre un intrépide ami du peuple, Balzac et Eugène Sue, ayant fait parler des bandits dans leur langue naturctie comme l’avait fait en 1828 l’auteur du Dernier jour d’un condamné, les mêmes réclamations se sont élevées (Hugo, 1862d: 376).
En
este punto, si bien no podemos hablar de la frecuente pseudonimia costumbrista
cuando nos referimos a Les misérables, lo cierto es que el
autor-narrador se refiere a sí mismo de forma no directa, circunvalando su
antropónimo. Los párrafos que acabamos de adjuntar remiten, por otra parte, al
libro séptimo (L’argot) del cuarto volumen (L’idylle rue Plumet et l’épopée rue Saint-Denis),
dedicado exclusivamente a la disertación ensayística acerca del idioma caló,
que Hugo pone con antelación en boca de Gavroche y la banda Patron-Minette. He
aquí, efectivamente, un caso de costumbrismo tanto en el uso del lenguaje como
en la voluntad expositiva del autor:
Les mots de la langue vulgaire y apparaissent comme froncés et racornis sous le fer rouge du bourreau. Quelques-uns semblent fumer encore. Telle phrase vous fait l’effet de l’épaule fleurdelysée d’un voleur brusquement mise à nu. L’idée refuse presque de se laisser exprimer par ces substantifs repris de justice. La métaphore y est parfois si effrontée qu’on sent qu’elle a été au carcan (Hugo, 1862d: 391-392).
El
perspectivismo de Les misérables es retrospectivo en la medida en que
relata episodios ubicados mayoritariamente en las décadas de 1820 y 1830,
coincidiendo con la juventud de Victor Hugo. Su finis operantis converge
con el de los costumbristas: la crítica del presente desde las referencias
políticas y morales del autor, a menudo partícipe de las mercedes de la
burguesía. Pero Hugo no se limita a los hechos singulares, que aparecen
insertados en el curso de la narración, engrosando su particular tableau,
sino que construye una novela de pretensiones épicas y totalizantes. La suya no
es una obra costumbrista, si bien contiene características perceptibles de esta
poética.
Por otro lado, la sátira, tan habitual en la
articulística de Larra, no encuentra aquí asiento debido al carácter
melodramático e hiperbólico de Les misérables, donde el humor queda
reducido a eventuales juegos de palabras. Destáquese, sin embargo, el breve
pasaje paródico en el que a Marius «lui parut exhaler des senteurs ineffables»
(Hugo, 1862c: 40) de un pañuelo aparentemente extraviado por Cosette, ignorando
el joven que su auténtico propietario era Jean Valjean.
El
contenido crítico de esta novela se fundamenta, en suma, en la exposición
maniquea de hechos patéticos, bien por lo trágico, bien por lo admirable, a
modo de vitae sanctorum. De las ideas contenidas en la obra nos
ocuparemos más adelante.
5
Representaciones de la miseria
en «Modos de vivir que no dan de vivir»
Como
es sabido, y aquí ya se han dado algunos apuntes, Larra fue un buen conocedor
de las obras que Victor Hugo había publicado antes de 1837, fecha de su
temprana muerte en la calle Santa Clara de Madrid, y tuvo en gran consideración
a este autor: «Victor Hugo, más osado, más colosal que Dumas, impone a sus
dramas el sello del genio innovador y de una imaginación ardiente, a veces
extraviada por la grandiosidad de su concepción» (Larra, 1836/2007: 155).
El
modelo de crítica social ejercitado a partir de Le dernier jour d’un
condamné (1829), que culminaría décadas más tarde con la publicación de Les
misérables en 1862, es el que siguió Larra para la redacción de «Un
reo de muerte», así lo hemos advertido, en el mismo año en que tuvo lugar el
encuentro entre ambos autores: 1835. Se ha señalado, por otra parte, que el
madrileño había asumido, o cuanto menos referenciado, parte de los postulados
que se exponen en el prefacio a Cromwell (1827). No será inapropiado
analizar, en consecuencia, las relaciones que puedan establecerse entre «Modos
de vivir que no dan de vivir. Oficios menudos»y la novela de Victor Hugo,
tomando las representaciones de la miseria como materia de comparación.
El
artículo de marras apareció en la Revista Mensajero el 29 de
junio de 1835, tres meses después de que lo hiciera «Un reo de muerte». Su
estructura es la habitual durante la primera etapa del costumbrismo español[17]:
título y subtítulo anticipativos, exordio, desarrollo y cierre. El texto
comienza apelando a «la construcción moral de un gran pueblo» (Larra,
1835/1952: 95) que, según el autor, encuentra su asiento no en los grandes
oficios, sino en labores de aparente menor relevancia, cuyos practicantes
«viven de las migajas que caen de la mesa del rico» (Larra, 1835/1952: 95). Las
ocupaciones de dichos sujetos, escribe Larra, son varias e inconstantes, y
están determinadas por los cambios estacionales. Son dos, además, los oficios
de esta índole que el autor particulariza por lo penoso de su calaña: el de la
trapera, que ya ha aparecido en este trabajo, y el de zapatero de viejo, cuyos
retratos ocupan el cuerpo o desarrollo del artículo.
Para
caracterizar a la trapera utiliza símiles animalescos: «su paso es incierto
como el vuelo de la mariposa; semejante también a la abeja, vuela de flor en
flor» (Larra, 1835/1952: 97); «ve como las aves nocturnas» (Larra, 1835/1952:
97); «su gancho es parte integrante de su persona; es, en realidad, su sexto
dedo, y le sirve como la trompa al elefante» (Larra, 1835/1952: 97). Es posible
hallar expresiones de este mismo tipo en Les misérables: «Javert sérieux
était un dogue; lorsqu’il riait, c’était un tigre» (Hugo, 1862a: 67); también
al referirse a personajes de baja condición moral:
Il existe âmes écrevisses reculant continuellement vers les ténèbres, rétrogradant dans la vie plutôt qu’elles n’y avancent, employant l’expérience à augmenter leur difformité, empirant sans cesse, et s’empreignant de plus en plus d’une noirceur croissante. Cet homme et cette femme étaient de ces âmes-lá (Hugo, 1862a: 22).
Como
coronamiento del retrato emplea Larra alusiones a los oficios de letras —«con otra educación sería un excelente periodista y un buen
traductor de Scribe; su clase de talento es la misma: buscar, husmear, hacer
propio lo hallado; solamente mal aplicado: he ahí la diferencia» (Larra,
1835/1952: 97)— o se refiere a la trapera como figuración
de la muerte —«parece que viene a llamar a todas las
puertas, precursora de la parca» (Larra, 1835/1952: 97)—. El
cesto que trae consigo se identifica como un lugar donde «todo se funde en uno»
(Larra, 1835/1952: 97), donde «vienen a ser iguales, como en el sepulcro,
Cervantes y Avellaneda» (Larra, 1835/1952: 97). La trapera, que «por desdicha
era bien parecida» (Larra, 1835/1952: 98), alcanzó cual Jacinta este estado de
miseria pasando «de señorito en señorito, de marqués en marqués» (Larra,
1835/1952: 98), hasta que «la vejez por fin vino a sorprenderla entre las
privaciones y las enfermedades; el hambre le puso el gancho en la mano, y el
cesto fue la barquilla de su naufragio» (Larra, 1835/1952: 99).
Según
se desprende del conjunto del artículo, el pobre lo es por la torpeza de la
sociedad para definir una moral que asegure la supervivencia conjuntiva. Surge
como resultado una ética de ecos picarescos cuyos practicantes obran vulnerando
las leyes morales en pro de ganancias limitadas y particulares. Sin embargo, el
texto subraya la excepcionalidad de aquellos representantes de la miseria
nacional, ahondando en su vulgaridad. El caso del zapatero de viejo que
seguidamente describe Larra es representativo de las afirmaciones previas:
El zapatero sabe lo que se come en cada cuarto, y a qué hora. Ve salir al empleado en Rentas por la mañana, disfrazado con la capa vieja, que va a la plaza en persona, no porque no tenga criada, sino porque el sueldo da para estar servido, pero no para estar sisado. En fin, no se mueve una mosca en la manzana sin que el buen hombre la vea; es una red la que tiende sobre todo el vecindario, de la cual nadie escapa. (Larra, 1835/1952: 101)
Saca
así este individuo partido a su condición de miseria; fingiendo no conocer,
pero conociendo:
Si tiene usted hija, mujer, hermana o acreedores, no viva usted en casa de zapatero de viejo. Usted al salir le dirá: Observe usted quién entra y quién sale de mi casa. A la vuelta ya sabrá quién debe sólo decir que ha estado, o habrá salido un momento fuera, y como no haya sido en aquel momento... Usted le da un par de reales por la fidelidad. Par de reales que sumados con la peseta que le ha dado el que no quiere que se diga que entró, forma la cantidad de seis reales. (Larra, 1835/1952: 101-102)
También
en el zapatero de viejo recae la animalización: «hace su nido en los rincones
de los portales» (Larra, 1835/1952: 100); «es la víbora abrigada en el pecho;
es el ratón dentro del queso» (Larra, 1835/1952: 100). No hay, en efecto, lugar
para la canonización del miserable; aquí es donde divergen parcialmente los
juicios de Victor Hugo y Larra, pues si bien el de Jean Valjean es un caso de
rehabilitación absoluta a través del rigor y la caridad, los Thénardier y su
entorno representan el contrapunto más extremado, no por ello carente de
melodrama. El zapatero, por su parte, se comporta como una bestia en el trato
con sus iguales; así lo dice Larra:
Por la noche el marido y la mujer se reúnen y hacen fondo común de hablillas; ella da cuenta de lo que ha recogido su policía, y él sobre cualquier friolera le pega una paliza, y hasta el día siguiente (Larra, 1835/1952: 101).
La
relación entre moral y costumbres que previamente hemos tratado está
enteramente representada en los ejemplos propuestos, pero es distintivo de
Larra el acento mordaz sobre aquello que se relata. Así, llegados al cierre del
artículo, da el autor la última puntada donde se revela que son quienes le leen
los destinatarios efectivos del escarnio, figurándose a sí mismo,
hipócritamente, como el mayor de los miserables en su condición de literato:
[…] ningún modo de vivir que dé menos de vivir que el de escribir para el público y hacer versos para la gloria; más menudo todavía el público que el oficio, es todo lo más si para leerlo a usted le componen cien personas, y con respecto a la gloria, bueno es no contar con ella, por si ella no contase con nosotros (Larra, 1835/1952: 103).
6
Romanticismo crítico frente a misticismo maniqueo
Hemos
hablado hasta ahora de las relaciones de analogía que pueden establecerse entre
Mariano José de Larra y Victor Hugo como autores literarios. Existió también en
lo religioso un punto de convergencia: el liberalismo católico derivado de la
obra de Hugues-Félicité Robert de Lamennais (1782-1854), pero lo que ambos
autores dispusieron a partir de este punto les desunió como se alejan dos
efluentes de un mismo río. Larra, en efecto, había traducido al español Paroles
d’un croyant de Lamennais en 1836[18] con el título El dogma de los hombres libres, en cuyo prólogo expresa el
madrileño las razones de este hecho:
Primera. La necesidad de una religión en todo estado social; necesidad innegable, pues que la experiencia no nos presenta en el transcurso de los tiempos un pueblo ateo.
Segunda. El derecho común de los hombres, por el cual ninguno de ellos puede adjudicarse más predominio sobre los demás que el que estos mismos quieran concederle, derecho tan innegable como la necesidad de una religión, pues como ella se funda en la naturaleza (Larra, 1836/1993: 186).
La
obra de Lamennais supuso no sólo la vinculación del catolicismo con la doctrina
liberal sino que favoreció el acercamiento a las tempranas tesis socialistas,
motivo de su condena por parte del papa Gregorio XVI. Este aspecto —la
necesidad de una moral que asegurase la supervivencia del conjunto de la
sociedad incluyendo a las clases inferiores— es la tesis que encontramos en los
textos que nos ocupan, si bien con notables diferencias.
Larra
concebía estas cuestiones desde una perspectiva iusnaturalista, pero negaba el
ininterrumpido gesto de Dios sobre las acciones de los hombres, una vez que
hubo templado su no siempre advertido celo absolutista. El autor fue, además,
en este último año de su vida, crítico con el irracionalismo religioso: «las
supersticiones políticas han ahogado la justicia, como las supersticiones
religiosas han ahogado la religión» (Larra, 1836/1993: 186).
Victor
Hugo, por su parte, había entablado contacto con Lamennais muy tempranamente,
en 1821, con motivo de una crisis personal, declarándose desde entonces hasta
tal punto admirador y discípulo suyo[19] que el crítico Sainte-Beuve le llegaría a denominar «le La Mennais de
la poésie» (Sainte-Beuve, 1874: 170). No fue esta la única crisis determinante
en la vida espiritual del autor: a lo largo de su exilio en Jersey se inició en
el mesmerismo, el hinduismo o la cábala, y participó en delirantes sesiones
espiritistas en las que creyó entablar contacto con Esquilo, Platón, Aníbal
Barca, Jesucristo, Dante Alighieri, Martín Lutero, Miguel de Cervantes, William
Shakespeare, Galileo Galilei, Molière o Wolfgang Amadeus Mozart, entre otras
enajenaciones[20] que remiten a los primeros versos de la segunda serie de La Légende des siècles: «J’eus
un rêve: le mur des siècles m’apparut» (Hugo, 1877/1879: 5).
Cuando
en 1862 se publicó el corpus de Les misérables, Victor Hugo había
comprehendido todas estas oscilaciones teológicas concretándolas en una suerte
de psicomaquia encarnada en los personajes principales de la novela. Sin,
embargo, el maniqueísmo espiritual estaba ya advertido en el prefacio a Cromwell:
La poésie née du christianisme, la poésie de notre temps est donc le drame; le caractère du drame est le réel; le réel résulte de la combinaison toute naturelle de deux types, le sublime et le grotesque, qui se croisent dans le drame, comme ils se croisent dans la vie et dans la création. Car la poésie vraie, la poésie complète, est dans l’harmonie des contraires[21] (Hugo, 1827/1912: 32-33).
En
este sentido, según lo expuesto hasta ahora, la novela de Victor Hugo ocuparía
en la Genealogía[22] de la Crítica de la razón literaria un lugar a medio camino entre el
Romanticismo crítico de Georg Büchner
y el teísmo místico y visionario de William Blake. La
interpretación emic del autor fue la de haber concebido Les
misérables como una proclama en torno a la idea de caridad redentora, pero
sus coetáneos no fueron capaces de ver más allá del contenido social de la
misma, hasta el punto de que se la incluyese en el Index Librorum Prohibitorum[23]. «Par rage socialiste, Hugo a calomnié l’église comme il a calomnié la misère», señaló Gustave Flaubert (Carlut,
1862/1968: 1023-1024).
El
Dios de Victor Hugo es un Dios místico y alejado de las instituciones
religiosas, a las que rechaza. En esto consiste
parcialmente la sofisticación de la novela. Su propio hijo no comprendió el motivo por el que a un
obispo católico se le presenta como redentor y núcleo de esta parábola: «L’ennemi
de la démocratie, c’est le pêtre, surtout le pêtre catholique. Faire d’un pêtre catholique un type de perfection ou d’intelligence,
c’est rendre service à l’église» (Hugo, 1968: 283), a lo que el autor respondió que exponía este caso de
virtud como crítica al clero de su tiempo[24]. Pero más allá de la naturaleza general de la novela es
posible identificar el cronotopo del jardín de la calle Plumet, y los
encuentros íntimos que allí acontecen, como una alusión al Edén bíblico. Así,
al infringir Cosette la preceptiva de su padre, actuaría como Eva consumando el
pecado original.
Lamartine,
por su parte, calificó a Hugo de utópico e indefinido por sus posiciones
ideológicas en Les misérables[25].
Desde la perspectiva del Materialismo Filosófico, es decir, juzgando estos
hechos desde el presente y según El mito de la izquierda (2003) de
Gustavo Bueno, calificaríamos de izquierda extravagante al autor de la novela,
por aseveraciones como la siguiente: «Ni despotisme, ni terrorisme. Nous voulons le progrès en pente douce. Dieu y pourvoit.
L’adoucissement des pentes, c’est là toute la politique de Dieu» (Hugo, 1862d:
79). El elemento crítico de Les misérables,
en consecuencia, deriva del catolicismo liberal semisocialista, pero se ve
intervenido por interpretaciones místicas y maniqueas acerca del bien y lo
divino. La moral que plantea esta obra se sustenta, pues, en las quimeras de su
autor, quien, alejado ya de las instituciones religiosas, perseveró en la
actividad senatorial defendiendo, entre otras cuestiones, la unificación
política de Europa bajo una regencia francoalemana:
Il faut, pour que l’univers soit en équilibre, qu’il y ait en Europe, comme la double clef de voûte du continent, deux grands états du Rhin, tous deux fécondés et étroitement unis par ce fleuve régénérateur l’un septentrional et oriental, l’Allemagne, s’appuyant à la Baltique, à l’Adriatique et à la mer Noire, avec la Suède, le Danemark, la Grèce et les principautés du Danube pour arcs-boutants; l’autre, méridional et occidental, la France, s’appuyant à la Méditerranée et à l’Océan, avec l’Italie et l’Espagne pour contre-forts (Hugo, 1842/1884: 372-373).
7
Conclusiones
Si
hemos puesto entre interrogantes la referencia a la poligénesis en el encabezado
de este artículo se debe, como indicamos con anterioridad, a que existen
similitudes formales y estilísticas entre las dos obras, pese a lo desigual de
sus formatos, pero no sucede así por entero en las ideas que de cada una pueden
extraerse. En este sentido, si bien ambos autores trataron de ejercer la
crítica de las costumbres morales de su tiempo, habiendo vivido en contextos
semejantes, el uno practicó la sátira contra el casticismo nacional en pro de
lo francés y el otro anegó su novela en misticismo encubierto. La finalidad de
las dos obras fue, en cualquier caso, política, de ahí lo necesario de una
interpretación de esta misma naturaleza respaldada por un sistema concreto y
efectivo.
Hablar
de literatura costumbrista es, por lo tanto, hablar de la voluntad crítica de
sus artífices, pero este hecho no puede desligarse del afrancesamiento de gran
parte de los autores costumbristas españoles, tuviera éste un origen
inconsciente o bien fuera meditado.
La
apelación al étimo latino vincula costumbre con moral; debemos entender así
ésta como una totalidad social atributiva de individuos que obran con el deseo
de la supervivencia grupal, que no puede desvincularse de la existencia
particular de cada sujeto, razón de que los costumbristas pusieran su foco
sobre casos concretos.
Victor
Hugo compuso una novela romántica y como tal contiene elementos de diferentes
géneros, entre ellos el cuadro de costumbres, que se encuentra en el origen de
la novela social decimonónica. Larra, por su parte, no adoleció del pensamiento
mágico del autor francés a pesar de haberle admirado y de aceptarle como
influencia. Ambos fueron observadores de las diferentes formas de la miseria y
se ocuparon de retratarla en sus obras; el resultado que se desprende de estas
observaciones es la dialéctica entre el rechazo al casticismo y su
idealización.
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NOTAS
[1] Véase Miranda de Larra
(2014).
[2] Véase la crítica
realizada por Larra en «Hernani, o el honor castellano. Drama en
cinco actos» (1836).
[3] Véase Varela (1979).
[4] Véase Bueno (1993) y
Maestro (2017).
[6] Es esta una
característica típicamente romántica que el propio autor ilustra mediante
figuraciones en el prefacio al drama Cromwell: «A quoi bon s’attacher à
un maître? se greffer sur un
modèle? Il vaut mieux encore être
ronce ou chardon, nourri de la même terre que le cèdre et le palmier, que d’être
le fungus ou le lichen de ces grands arbres. La ronce vit, le fungus végète. D’ailleurs,
quelques
grands qu’ils soient, ce cèdre et ce palmier, ce n’est pas avec le suc qu’on en
tire qu’on peut devenir grand soi-même. Le parasite d’un géant sera tout au
plus un nain. Le chène, tout colosse qu’il est, ne peut produire et nourrir que
le oui» (Hugo, 1827/1912: 46). Destaquemos
de este extracto, por otra parte, el símil que Victor Hugo establece entre el
cedro (le cèdre) y la figura del genio, pues Larra incorporó esta misma
referencia en su artículo «Horas de invierno», publicado el 25 de diciembre de
1836 en El Español: «El genio, como el cedro del Líbano, nace en las
alturas, y crece y se hace fuerte a los embates de la tempestad, no en los
bajos ni en la confusión de las vertientes cenagosas que se desprenden a
inundarlos de la montaña» (Larra, 1836/1870: 162). Unas líneas más abajo aún
menciona el nombre del francés: «Escribir y crear en el centro de la
civilización y de la publicidad, como Hugo y Lherminier, es escribir» (Larra,
1836/1870: 163). La referencia al prefacio de Cromwell es, por lo tanto,
evidente en este texto.
[7] Si
hablamos aquí de moral no puede obviarse el origen etimológico de esta palabra:
mōrēs, es
decir, costumbres; en concreto, las que «regulan los comportamientos de los
individuos humanos en tanto son miembros de un grupo social» (Bueno, 1996: 60).
Esta es la concepción tradicional del término, que puede servir para ilustrar
la relación entre mōrēs
como conductas y mōrēs
como arbitraje, en el surgimiento de la literatura costumbrista, cuyo fin es el
retrato crítico de los hábitos para el reforzamiento social. No obstante, como
indica Gustavo Bueno, «si los deberes morales fueran meramente normas sociales,
no serían transcendentales […] porque la conciencia, si no va referida a una
materia precisa, es una mera referencia confusa, asociada a una metafísica
mentalista (que podría elevar a la condición ética la conducta inspirada por la
«íntima conciencia» de un demente). Por estas razones, si necesitamos redefinir
los términos ética y moral en un horizonte transcendental a las diversas
acciones y operaciones de la vida humana, sin desvirtuar las connotaciones
semánticas originarias (la connotación social de la moral y la connotación
individual de la ética), difícilmente podríamos dar de lado a la coordinación
ya expuesta: la que establece que los deberes éticos tienen que ver con
los deberes distributivos, relativos a la preservación de los individuos
corpóreos en cuanto tales; y que los deberes morales tienen que
ver con la existencia de esos mismos individuos corpóreos, pero en tanto son
partes de totalidades sociales atributivas» (Bueno, 1996: 60-61).
[8] Véase el segundo volumen
de la Crítica de la razón literaria (2017).
[9] Véase Faul (2009).
[10] La denominación
corresponde a José Escobar, quien desarrolló el concepto en un trabajo homónimo
de 1988.
[11] Véase
Escobar (1994). Nos referimos al sensualismo derivado de la obra de George
Berkeley, a quien Addison y Steele conocieron personalmente.
[12] Como señala Maestro, «si
Aristóteles habla de verosimilitud
como apariencia de verdad (eikós), es porque define la literatura como
el arte que imita (mímesis) la naturaleza desde el lenguaje. Esto, hoy por hoy,
y desde hace siglos, es insostenible desde cualquier categoría científica.
Entre otras cosas, porque la Naturaleza no existe como término categorial. La
Naturaleza no es objeto de ninguna ciencia categorial realmente existente, sino
de varias» (Maestro, 2017: 833-834).
[13] La referencia completa es
la siguiente: «La Literatura es una construcción humana y racional, que se abre
camino hacia la libertad a través de la lucha y el enfrentamiento dialéctico,
que utiliza signos del sistema lingüístico, a los que confiere un valor
estético y otorga un estatuto de ficción, y que se desarrolla a través de un
proceso comunicativo de dimensiones históricas, geográficas y políticas, cuyas
figuras fundamentales son el autor, la obra, el lector y el intérprete o
transductor» (Maestro, 2017: 123).
[14] Véase Miranda de Larra
(2014).
[15] Vamos a seguir en este
apartado las indicaciones acerca de la poética costumbrista que Ana Peñas Ruiz
señaló en su tesis doctoral de 2013: Hacia una poética del artículo de
costumbres (1830-1850), publicada un año después en Editorial Academia del
Hispanismo.
[16] De esta cuestión —la habitual injerencia del autor en el curso de la novela, que
aquí estimamos como uno de los principales elementos de la poética costumbrista
en Les misérables— ya dieron cuenta los críticos
contemporáneos a Hugo, quienes lo consideraron un recurso inoperante. Véase
Rodríguez (2017).
[17] Al igual que cuando nos
hemos ocupado de los componentes de la poética costumbrista, seguimos en este
punto la obra de Ana Peñas Ruiz.
[18] Véase Varela (1983).
[19] Para profundizar en este
aspecto véase Maréchal (1905).
[20] Véase Gaudon (1963).
[21] No puede obviarse la
similitud de este párrafo con el proceder idealista de Friedrich Nietzsche en Die
Geburt der Tragödie aus dem Geiste der Musik (1872).
[22] Nos
referimos al capítulo 3 del tomo 1 de la Crítica de la razón literaria.
[23] Véase la introducción de
Alain Verjat en la edición española de Les misérables de 1994.
[24] Véase Vargas Llosa
(2004).
[25] Véase Rodríguez (2017).