31 diciembre 2021

El erotismo de Dios. Una lectura del Cántico espiritual (1584), de Juan de la Cruz, desde la Crítica de la razón literaria

 




El erotismo de Dios

Una lectura del Cántico espiritual (1584), de Juan de la Cruz, 
desde la Crítica de la razón literaria

 

 

Jesús G. Maestro

Universidad de Vigo
Cátedra Hispánica de Estudios Literarios

 

 

El Cántico espiritual de Juan de Yepes, autodenominado Juan de la Cruz en la orden carmelitana, es la obra pseudorreligiosa mejor embellecida por el cinismo materialista de un hombre santificado por sus extemporáneos.

Es curioso que los místicos religiosos, que jamás conocieron ni vivieron ―hemos de suponerlo― el amor humano entre un hombre y una mujer, tomen precisamente este erotismo antropológico como referencia inexcusable desde la que explicar a los demás, incluidos los que conocen en sus propias carnes el valor del erotismo vivido, lo que es el amor de Dios. La mística es, en este sentido, una de las expresiones más irónicas de la vida religiosa.

La mística, que atesora tantas metáforas para explicarnos cómo es el amor de Dios, siempre reconoce que la riqueza de ese amor divino está, paradójicamente, en el cuerpo humano. Necesita la razón antropológica para fundamentar y explicar la razón teológica. Dios no es nada sin el hombre. Sorprendente paradoja. Resulta así que la mística religiosa carece de riqueza propia, si ha de prescindir de la riqueza erótica que le ofrece el cuerpo del hombre y de la mujer. La riqueza de la mística religiosa es una riqueza importada del más humano y terrenal erotismo.

No por casualidad la hermenéutica se inventó, y prevaleció, para salvar la vida de muchos autores, cuyos escritos, en un sentido genuino, y literal, resultaba completamente intolerable y proscrito. De ahí que fuera necesaria la hermenéutica, es decir, las falsas razones que justifican un transporte del sentido literal hacia un presunto sentido intencional, cuya lógica estaría en una teología, un fideísmo, una metafísica, un simbolismo... Había que negar, fuera como fuera, la realidad que teníamos delante. Ésta es la razón de ser de la hermenéutica: el primitivo psicoanálisis de la literatura.

Los comentarios en prosa del propio Juan de la Cruz a los versos de su Cántico espiritual cumplen con esa labor hermenéutica de confundirlo todo para desviar toda inquietud sospechosa o administrar cualquier inquisición programática posterior. Nótese, además, que los comentarios, nada prosaicos, por cierto, dirigidos a título particular a dos monjas del Carmelo, no explican tanto el sentido de los versos ―más bien incrementan toda posibilidad de comprenderlos rectamente―, sino que de forma específica recrean las circunstancias de su composición y las presuntas experiencias de su redacción. Los comentarios del poeta son muy sabios, pues amplían de tal modo las posibilidades de comprensión que, finalmente, uno puede entender lo que estime oportuno, siempre dentro de las libertades de la teología católica, valga el oxímoron.

Juan de la Cruz se cuidó siempre en salud, y advirtió en el pórtico de sus comentarios que las metáforas y semejanzas del Cántico espiritual, «no leídas con la sencillez del espíritu de amor e inteligencia que ellas llevan, antes parecen dislates que dichos puestos en razón», pues el Espíritu Santo «habla misterios en extrañas figuras y semejanzas». Y prosigue con unas palabras que apuntan a la defensa de la potencia semántica de un texto, en términos incluso parejos a los de la semiología de la segunda mitad del siglo XX y a las teorías posestructuralistas de la recepción literaria, si bien con mucha mayor elegancia y discreción que cualquier teórico de la literatura: «Los dichos de amor es mejor dejarlos en su anchura [...] que abreviarlos a un sentido a que no se acomode todo paladar [...], porque es a modo de la fe, en la cual amamos a Dios sin entenderle»[1]. La verdad es que esta forma de profesar la fe tiene más que ver con el luteranismo, y la libre interpretación de los textos, en una línea que no por casualidad heredará la protestantizada estética de la recepción alemana, desarrollada por Hans-Robert Jauss, que con el catolicismo. La teología escolástica, de la mano de Tomás de Aquino, pretende la fundamentación y justificación de la fe mediante las facultades racionales humanas. Aquino escribe constantemente una crítica de la razón teológica. Frente a él, Agustín de Hipona, despliega toda su teología dogmática, bajo la cual la fe del hombre jamás puede ni debe osar verificaciones ni pruebas racionales, porque la fe misma ha de desbordar e incluso menospreciar la razón humana. No en vano Lutero es monje agustino. La supremacía del sentimiento frente a la razón, tan cara a la anglosfera y a la posmodernidad contemporánea, posee una genealogía sembrada por Agustín de Hipona, que germina con Lutero, y crece a través de todos los patriarcas de la Reforma, refinándose en el pietismo, y pariendo la filosofía más contraria a la realidad y más incompatible con ella que la Historia de la Filosofía ha conocido: el Idealismo alemán. He aquí el escenario de Kant, Fichte, Schopenhauer, Hegel, Marx (acaso el mayor de todos los idealistas...), Nietzsche, Freud, Heidegger, Benjamin, Adorno, Habermas... Y los que vendrán, disfrazados de lo que sofísticamente proceda en cada momento y lugar. Para san Juan, en sus consejos a las destinatarias de los comentarios en prosa al Cántico, el código no es la razón, ni la escolástica, sino la mística, esto es, el idealismo fideísta católico. El idealismo es siempre embellecedor de cualquier forma de ignorancia, «pues, aunque a Vuestra Reverencia ―escribe el santo Juan― le falta el ejercicio de teología escolástica, con que se entienden las verdades divinas, no la falta el de la mística».

Su «Reverencia» Ana de Jesús, destinataria del Cántico, y de estas palabras que acabamos de citar, termina por huir a Flandes, como consecuencia de las imposiciones de Nicolás Doria, prepósito general de la Orden de los Carmelitas Descalzos, frente al fracaso de los ideales mucho más moderados de Jerónimo Gracián y más humanistas de Teresa de Jesús.

Juan de la Cruz había conocido personalmente a Ana de Jesús en 1570, en Mancera, cuando esta monja era priora de la fundación de Beas de Segura. Entre ellos se estableció una singular amistad y relación que no ha pasado inadvertida para la crítica más observadora y atenta. Juan de la Cruz fue uno de los hombres de Iglesia que más «relaciones amistosas» ha mantenido con mujeres de Iglesia en el Siglo de Oro español, acaso con la excepción de Lope de Vega, incluida su etapa sacerdotal. Es, en todo caso, un dato inocentemente curioso y revelador.

Frente a esta realidad, la de la relación humana y material entre un hombre y una mujer, mucho se ha hablado, en términos míticos y hermenéuticos, de la filosofía neoplatónica del amor y del humanismo renacentista, a fin de refinar toda implicación corpórea y operatoria dada entre seres humanos. La verdad es que todo el esfuerzo retórico de la filosofía neoplatónica por depurar la implicación erótica y el referente carnal en la belleza humana nos parece una labor tan ingenua como cínica. Admiramos el idealismo de algunos filólogos, como Erasmo, por preservar la retórica y la poética del humanismo renacentista, idealismo que tantos de sus heredemos siguen cultivando de modo tan extemporáneo como jactancioso. Y ridículo. Pero no lo compartimos, obviamente, pues consideramos que el racionalismo humano de cualquier época es incompatible con semejante cursilería filosófica, por muy aderezada y sofisticada que se nos presente incluso en nuestros días, tan escasamente avezados a tales idealismos. El lugar de esos tesoros poéticos es la literatura, en las formas de la poesía trovadoresca, del dolce stil novo, del simbolismo de la lírica dantina, pero no es materia para la filosofía, y aún menos para la religión, la cual no deja de ser una filosofía confesional de signo teísta. La literatura, a diferencia de la religión y de la filosofía, jamás se ha tomado en serio ni uno sólo de sus idealismos.

Es cierto que varios versos del Cántico espiritual carecen, literalmente, de sentido aparente. Pero no es menos cierto que muchísimos versos de la obra poética de García Lorca carecen, igualmente en apariencia, de todo sentido literal, y eso no los convierte en versos de poesía mística. Y aún menos en versos incomprensibles. La mística no puede ser el monopolio de lo incomprensible, para imponerse, de este modo, sobre la literatura, sus significados seculares y su interpretación científica. No se trata de poesía irracional, ni de poesía inexplicable o inefable, sino de una poesía cuyo racionalismo está dado a una escala diferente del racionalismo preexistente a su concepción y composición, es decir, a su redacción, y, también, a toda la literatura de su tiempo. Se trata de un racionalismo inédito. Explicable en términos de un surrealismo español, en el caso de Lorca, o en las dimensiones de un materialismo español, en el caso de Juan de la Cruz, del que ningún humanista ni hombre de Iglesia ―públicamente― querrán oír hablar jamás. La teología, en el Siglo de Oro, como Bretón, en las vanguardias del siglo XX, son respectivamente un manual para hacer asequible ―y digestivo―, en primer lugar, el Cántico espiritual a los creyentes, y, en segundo lugar, la poesía de Lorca a quienes no sepan leer literatura emancipados del surrealismo francés.

¿Qué necesidad tenemos de explicar religiosamente y espiritualmente un poema que, como el Cántico espiritual, habla con claridad literal y materialismo tangible de amor humano y erotismo sexual? Una lectura religiosa del Cántico nos habla de religión, no de literatura. Nos habla de teología, no de ficción. La literatura pierde eficacia cuando se la desnaturaliza. Dicho de otro modo: la literatura se desvanece cuando se la toma en serio. La literatura no tiene sentidos ocultos. La literatura no es un jeroglífico. La literatura no es una religión. La literatura se divorció de la religión desde su misma génesis, al optar por la ficción en lugar de la metafísica. La tierra, que no los cielos metafísicos, es el lugar de la literatura. Las trampas literarias no son metafísicas, ni religiosas, ni teológicas, sino lisa y llanamente literarias. Quien busca sentidos ocultos en la literatura, en nombre de una hermenéutica, una religión o una jurisprudencia propia o de ajena invención, es alguien que pretende encontrar el quinto pie de un gato que sólo tiene las habituales cuatro patas y el rabo común y corriente sobre sus cuartos traseros. Nada más.

Con frecuencia se nos advierte, en términos incluso monitorios, que toda interpretación exclusivamente profana del Cántico espiritual, y de toda la literatura mística, impide la comprensión del sentido de numerosos versos, pasajes y episodios. Habría que advertir a quien así nos conmina que, lejos de imposibilitar tal comprensión, la interpretación profana de esos pasajes sitúa el sentido de todos y cada uno de ellos en un nivel superior de racionalismo, desde el cual se explica más amplia y globalmente la inquisición religiosa y el imperativo teológico, que tratan de reducir la literatura a un programa fideísta, o de fosilizarla en un catecismo. Desde la literatura se puede explicar un programa religioso y una preceptiva teológica, pero desde la religión no se pueden explicar, ni comprender, las libertades y las ficciones literarias. La crítica de una razón literaria es superior e irreductible a una interpretación religiosa, teológica y fideísta de cualquier hecho literario. La ficción no es soluble en agua bendita. La literatura, tampoco. El racionalismo literario está dado a un nivel muy diferente del racionalismo religioso. Este último circula por las preceptivas de una razón teológica; el racionalismo literario, sin embargo, exige una razón antropológica. Explicamos a Dios desde el Hombre, y no al Hombre desde Dios. Hablamos de literatura para interpretarla críticamente, no de religión para asumirla dogmáticamente.

Exigen los creyentes que, cuando la religión entra en la literatura, la literatura preserve en su interior los valores, e incluso los dogmas, de la religión. Ignoran, cegados por sus imperativos fideístas y teológicos, que cuando algo entra en la literatura deja de ser lo que era. Si en una novela una tormenta no tiene una explicación meteorológica, sino literaria, lo mismo ocurre con los hechos religiosos. Cuando la religión entra en la literatura, los hechos de la fe y de la teología no tienen una explicación fideísta ni teológica, sino literaria. Exigir a la literatura la preservación de lo religioso en la inmanencia de la ficción no sólo es una pretensión vana: es ante todo un error. Con todo, no faltará una hermenéutica, esa suerte de pseudociencia que concibe la literatura como un material radioactivo del que es posible extraer absolutamente cualquier interpretación y sentido, capaz de ver en la literatura de contenido religioso lo que cualquier creyente esté dispuesto a ver, según los dictados del hermeneuta teológico de turno.

La labor del crítico consiste en desmitificar este ilusionismo teológico. Toda teología, como toda ideología, es una hermenéutica de sí misma.

Con todo, hay un hecho fundamental en la denominada mística del Cántico espiritual de Juan de la Cruz. En el poema de este clérigo está la génesis de la poesía simbolista de la Edad Moderna. No es Verlaine, sino Juan de la Cruz, el creador del simbolismo en la poesía moderna. La cuna de la poesía simbolista universal es la mística española que brota de la literatura de Juan de la Cruz.

El simbolismo, como la mitología, está destinado a poblar un mundo visible, y con frecuencia en absoluto simbólico ni mitológico. Porque no es ni el símbolo ni la mitología lo que nos permite explicar la realidad, sino, antes al contrario, es la realidad del mundo material en que vivimos la que nos suministra las razones y los recursos para explicar el porqué de la invención de los símbolos y el para qué de la ingeniería de toda obra mitológica.

Es curioso que para hacer inteligible lo presuntamente espiritual haya que acudir constantemente a la materia y a referentes materiales. La exaltación del espíritu resulta ser siempre una exaltación corporal. Una exaltación del cuerpo humano vivo. Y necesariamente en relación conjugada con otros cuerpos:

 

                                        ¡Oh, bosques y espesuras,
                                        plantadas por la mano del Amado!
                                        ¡Oh, prado de verduras,
                                        de flores esmaltado!,
                                        decid si por vosotros ha pasado[2].

 

En la interpretación dogmática del Cántico, a la interpretación literaria se contrapone, una y otra vez, explicativamente, la imaginación teológica, como si la literatura fuera una materialización embellecedora de los ideales teológicos. Los preceptistas de la teología ignoran, y fingen ignorar, algo para ellos completamente intolerable: que la literatura es una ficción. Hay algo que los teólogos, como sus primos hermanos, los filósofos, jamás comprenderán: la idea de ficción literaria. No en vano religión y filosofía son dos formas recurrentemente fracasadas de intervenir en la literatura con pretensiones de superioridad, disolución y desautorización. Si filósofos y teólogos comprendieran la idea de ficción literaria ―y comprenderla exige indudablemente asumirla desde postulados racionales―, se verían obligados a renunciar al ejercicio de la teología, que quedaría reducida a una mentira ―desde el momento en que sus referentes supremos, los dioses, carecen de toda operatoriedad―, y a desertar de la retórica de las filosofías idealistas, que resultan igualmente desvanecidas en el embeleso de una palabrería por completo incompatible con la realidad. El idealismo teológico, como el idealismo filosófico, sirve para vivir cómodamente en un tercer mundo semántico, impotente y cavernícola. Y completamente vulnerable.

En este sentido, las ocurrencias de la teología para salvaguardar la espiritualidad del Cántico, al igual que hacen las filosofías idealistas para preservar las parafernalias y sensiblerías del Humanismo, resultan fascinantes.

 

                                        ¡Oh, cristalina fuente[3],
                                        si en esos tus semblantes plateados
                                        formases de repente
                                        los ojos deseados,
                                        que tengo en mis entrañas dibujados!

 

                                        Apártalos, Amado,
                                        que voy de vuelo.
                                                       Vuélvete, paloma,
                                        que el ciervo vulnerado
                                        por el otero asoma
                                        al aire de tu vuelo y fresco toma[4].

 

Y ante la fascinación humanoide, de teólogos y filósofos idealistas, la naturaleza, mitificada desde el más temprano panteísmo, es por completo indiferente a cualesquiera entusiasmos antropomorfos.

 

                                        ¡Mi Amado las montañas,
                                        los valles solitarios nemorosos,
                                        las ínsulas extrañas,
                                        los ríos sonorosos,
                                        el silbo de los aires amorosos...!

 

Entre tanto, inadvertido para la teología dogmática y para el idealismo filosófico, se objetiva poéticamente el primer nocturno de la literatura europea y universal:

 

                                        la noche sosegada,
                                        en par de los levantes de la aurora,
                                        la música callada,
                                        la soledad sonora,
                                        la cena que recrea y enamora.

 

En la semantización poética de elementos meteorológicos, la hermenéutica teológica ha visto nada menos que la presencia del Espíritu Santo. Hegel podría advertir la fragancia del Espíritu Absoluto, sin duda. Platón, la mano del Demiurgo. Leibniz, la presencia de las mónadas. Heidegger, la huella del Dasein. Desde la imaginación filosófica, la lista resulta infinitesimal.

 

                                        Detente, cierzo muerto;
                                        ven, austro, que recuerdas los amores,
                                        aspira por mi huerto,
                                        y corran sus olores,
                                        y pacerá el amado entre las flores[5].

 

En estos términos se expresa la crítica que recoge, con la mayor objetividad posible, la interpretación religiosa de esta estrofa:

 

El alma, decidida a evitar la sequedad, que extermina el jugo espiritual, suplica la presencia del Espíritu Santo, aire divino que inflama el alma de amor de Dios, y le infunde gracia, dones y virtudes, renovándolas y haciéndoles dar olor de suavidad y especies aromáticas de perfecciones, de suerte que la deje bañada en gloria inestimable, convertida en oreado jardín lleno de riquezas de Dios, en que venga su Esposo a solazarse entre la fragancia de las flores[6].

 

Se observará que no hay nada más nihilista para la literatura que la hermenéutica. Porque la razón de ser de la hermenéutica es siempre la negación del sentido literal. Y, en consecuencia, del sentido literario.

La religión monopolizó la fe para disimular la mentira, mientras que la literatura ideó la ficción para no tener que suscribir esa mentira. Desde entonces, es decir, desde el origen mismo de lo literario, los referentes de la literatura son ficticios. Los de la religión son falsos. Ésa es la diferencia entre el arte y la mentira. Entre la literatura y la religión.

El Cántico espiritual es el canon ejemplar de la poesía erótica que comparten los hombres y mujeres de Iglesia en el Quinientos. La hermenéutica teológica sirve, como siempre, para salvaguardar la literatura de la censura eclesiástica. La libertad no se amplía con el paso del tiempo, ni tampoco disminuye en la medida en que retrocedemos históricamente. La libertad no crece ni mengua, sino que simplemente se transforma. La libertad es mutante, no creciente ni menguante. En el futuro no seremos más libres de lo que somos hoy. Seremos libres, pero de forma diferente. Nada más. Las creencias, como siempre, dirán lo que estimen oportuno. La libertad de facto es indiferente a las creencias de la libertad de iure. La libertad se atiene a las exigencias operatorias y necesidades corporales de la inteligencia humana. Son sus principales motores. Vivir es sobrevivir a las mutaciones históricas de la idea de libertad. La fe es la inteligencia de los ignorantes.

  

 

Bibliografía

 

 



NOTAS

[1] Juan de la Cruz, «Declaración de las canciones que tratan del ejercicio de amor» (1584/2002: 4).

[2] Juan de la Cruz (1584/2002: 10).

[3] En este verso, los teólogos ven a Cristo; los intérpretes de literatura, una metáfora de la pureza y del idealismo de las aguas renacentistas.

[4] Juan de la Cruz (1584/2002: 18).

[5] Para una lectura completa del Cántico espiritual, véase la versión de E. L. Rivers (ed.) (1994), Poesía lírica del Siglo de Oro, Madrid, Cátedra, págs. 164-170, en línea.

[6] La cita procede de la edición del Cántico de Paola Elia y María Jesús Mancho, vid. Juan de la Cruz (1584/2002: 32).



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El Cántico espiritual de Juan de la Cruz
entre las 30 obras más importantes de la literatura universal





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