Jesús G. MAESTRO
El origen de la Literatura.
¿Cómo y por qué nació la Literatura?
Barcelona, Anthropos & Siglo XXI, 2017, 254 págs.
ISBN 978-84-16421-50-3
Reseña de Jesús Maire Bobes
Cuando acudía a clase, mi profesor de Teoría de la
Literatura se acomodaba pacientemente ante el reducido auditorio de alumnos y
abría un manual clásico, que todos conocíamos por el nombre del autor –el
Aguiar e Silva– e iba recitando pausadamente con el fin de que tomásemos
provechosos apuntes. Hablaba de la creación poética y de los géneros literarios
como un sacerdote lee el Evangelio a los feligreses. Ningún pensamiento
crítico. Por ejemplo, ¿qué relaciones han existido entre Literatura y Religión?
¿Se había liberado la primera de la segunda? ¿Cómo y cuándo? Nada de eso.
Aquella aula era un lugar tan cerrado como la España de los años setenta. Por
eso, cuando oímos mencionar el formalismo ruso y escuchamos los nombres de
Jakobson, Eichenbaum y Shklovskij, pensamos que el profesor se había vuelto
loco. Hoy en día ha desaparecido aquella forma de impartir clase, aunque el
autor del presente libro, Jesús G. Maestro, opine de forma distinta –seguramente
con el conocimiento de causa que le proporciona su labor docente–, pero su
ensayo da pruebas fehacientes de que hay profesionales que se esfuerzan por
suplir las carencias de un Estado que debiera ocuparse seriamente de la Educación
de este país en vez de cambiar continuamente los planes de estudio y no
establecer un modelo general, exigente e idóneo; un patrón que se alejase de la
mezquindad y se fundamentara más en la calidad de los docentes que en la endogamia
crónica que padecen las Facultades españolas. Alejado de la apatía, el autor de
este libro, profesor de la Universidad de Vigo, no se dedica a leer manuales en
clase, sino que investiga, enseña con las nuevas tecnologías y trata de
infundir en sus alumnos una pasión determinada. Para probarlo, solo citaremos
algunos de sus textos más destacados: La
Academia contra Babel, Genealogía de
la Literatura, Crítica de los géneros literarios en el Quijote, Contra las
musas de la ira, etc.
En este ensayo, Jesús G. Maestro analiza, tras unos
prolegómenos críticos, el origen de la Literatura, la evolución del conocimiento
literario, sus tipos y géneros, los modos de la genealogía literaria y el
comportamiento de los intelectuales en estas y otras cuestiones. En las
premisas, el autor toma partido sobre una serie de cuestiones, ofreciendo una
visión apasionada y a veces mordaz. Nos centraremos en algunas de ellas. En
primer lugar, se queja de la decadencia de las Universidades («camposantos de
nuestra posmodernidad») y del escaso interés que muestran sus alumnos por las
clases, los cursos y los distintos materiales docentes que les ofrece. En
efecto. Cualquier profesor de Literatura ha pasado por la experiencia de ver
que sus alumnos no entienden un poema, porque les parece extraño, y no se
esfuerzan en comprenderlo. Con desgana manifiesta, leen palabras que juzgan
incomprensibles; encuentran nombres raros,
cuya trascendencia ignoran, y observan boquiabiertos periodos sintácticos
ilógicos. La causa radica, según afirma el ensayista, en un hecho
incuestionable: la Literatura no consiste simplemente en un texto escrito que
pueda leer cualquier alfabeto (como quien lee el Marca), sino en un texto complejo que, disfrazado en una ficción
más o menos dulce, expone ideas; intenta abrir las entendederas de los
receptores; descubre experiencias, pasiones y sentimientos humanos: «La Literatura
no proporciona conocimientos: los exige» (p. 19). Una obra puede aburrirnos a
los veinte años y abrirnos los ojos a los cincuenta. Para entender el Quijote, es necesario haber estudiado,
saber a qué encantadores se refería Cervantes (no tan diferentes de los
actuales, pues al menos se parecen en su intento de alienarnos), conocer el
pensamiento y la historia del Renacimiento, etc.
En la comunicación literaria, existe un factor que
no siempre los estudiosos han tenido en cuenta: el mediador; es decir el
organismo o el sujeto que, entre otros poderes, tiene la facultad de reglamentar
un plan de estudios o marcar las directrices a cualquier lector. Tales
intermediarios son capaces de prohibir la lectura de un escritor clásico por
cometer el delito de no haber nacido en su comunidad autónoma, censurar a
Quevedo por escatológico o rechazar a Balzac por misógino. En esta categoría de
mediadores, podemos incluir una caterva de moralistas, críticos y posmodernos
que «pretenden elaborar para este lector común, sin voz pública, por supuesto […]
un mundo previamente valorado y definitivamente interpretado» (p. 27).
Evidentemente, estos ideólogos se interponen entre el texto y el lector;
devalúan a conciencia la obra que no les interesa; manipulan y pueden condenar
al olvido libros que hieren la susceptibilidad de un grupo determinado, atacan
el orden social establecido o proponen movimientos originales e interesantes.
Entre los aspectos críticos que aborda el autor en
los preliminares del ensayo, mencionemos el papel de la cultura y el de los
intelectuales. Hoy en día, la cultura se ha convertido en un instrumento del
poder, el cual tiene en su mano la capacidad para regular los comportamientos
de la masa en cualquier ámbito: «En nombre de la cultura se puede reprimir todo
aquello que vaya en contra de la voluntad de un grupo humano políticamente
correcto. La idea posmoderna de cultura es el motor de los nacionalismos y el
combustible de masas sociales empeñadas en negar un conocimiento científico de
la realidad […]. Somos víctimas de la cultura, un monstruo engendrado y
preservado por el irracionalismo posmoderno. La lengua, la mujer, el
científico… lejos de encontrar en la cultura un camino hacia la libertad,
encuentran un tribunal de inquisidores, porque lo que contradice o contraría
los imperativos de la idea posmoderna de cultura está condenado a la censura y
al silencio, cuando no a la represión pública y explícita» (p. 30). Los
intelectuales, que debieran denunciar esta situación postrada de la cultura,
actúan de forma parecida a los escritores de siglos pasados. De la misma forma
que aquellos servían a la Iglesia, los actuales cortejan al Estado, el cual
agradece los servicios prestados con premios, festivales, ferias, actos varios
y cargos públicos. Han dejado de ser la conciencia crítica, el aguijón que
ponía al descubierto las miserias del poder, y se han convertido en un dócil
aliado, una voz domesticada y agradecida. En realidad, continúan desempeñando
la misma labor que en su tiempo llevaron a cabo los paniaguados de la nobleza
–Encina, Lope de Vega y otros muchos. Tales «curas laicos», según expresión
afortunada del ensayista, son estómagos agradecidos.
Antes de entrar en materia y analizar el origen,
expansión y crisis de la Literatura, el ensayista recuerda las bases de las que
parte: los postulados fijados por Gustavo Bueno, quien estableció el denominado
espacio antropológico; es decir, el
sitio donde se sitúan, organizan y codifican los materiales literarios, que
resumimos a continuación. Dicho espacio está constituido por tres ejes: el humano o circular (relaciones entre los hombres
dentro del Estado, un gremio, una organización…), el natural o radial (relaciones
del hombre con la naturaleza) y el religioso
o angular (relaciones del hombre con
dioses y mitos). Desde el primer punto de vista, se aprecia que la Literatura
existe en las sociedades estatales, aquellas que permiten relacionarse a
escritores, lectores, intérpretes, etc. Partiendo del segundo eje, observamos
que la Literatura ha sufrido una gran evolución: desde la oralidad y el papiro,
pasando por la imprenta y llegando a los soportes informáticos y virtuales.
Desde el tercer punto de vista, parece evidente que la Literatura ha permitido
contestar y replicar a los textos dogmáticos. Este fue su origen, pues estuvo
al principio estuvo en contacto con ficciones y mitos, se desarrolló mediante
distintos soportes y alcanzó la máxima dimensión en el espacio donde actúan
autores, lectores, intérpretes y agentes comerciales. Se originó en contacto
con las culturas bárbaras y primitivas, se desarrolló mediante la técnica y se
constituyó plenamente dentro de un Estado.
A continuación, el autor detalla aspectos de los
tres ejes mencionados. Comienza con el religioso.
La Literatura nace en el mundo de los mitos, repleto de númenes y otros
elementos irracionales, aunque fue superando dicho espacio e invadiendo el
campo de la razón: se abrió al conocimiento racional y crítico. Verdaderamente,
los elementos mágicos no desaparecen de su contenido, pero son recreados de
forma lúdica, estética y crítica: «Cuando el orante se transforma en rapsoda,
los dioses dejan de existir operatoriamente y pasan a poblar un mundo de
ficciones» (p. 55). Las primeras formas literarias, las más arcaicas, están
constituidas por extractos orales, fragmentos y escritos que conforman una Literatura
primitiva. Entre tales ejemplos, cabe citar las plegarias, las tablillas
sumerias (El poema de Gilgamesh),
etc. Las obras de Homero y Hesíodo suponen ya una ruptura de dicha «arquea
literaria» y constituyen el embrión de la Literatura, según la entendemos hoy en
día. Su etapa oral finaliza cuando la sociedad comprende que es imprescindible
conservar sus contenidos (historias, leyendas, relatos, leyes) y se hace
legible porque sólo de ese modo preserva sus logros y conocimientos. La memoria
es traicionera; la letra escrita, no.
Los valores sagrados están contenidos en el
espacio antropológico, pero no afectan a su totalidad, ya que están limitados
por los valores profanos. Tal religación se establece de cuatro maneras: cultural, personal, cósmica y religiosa. El primer tipo «designa las
relaciones inmanentes entre términos humanos pero impersonales (fetiches, reliquias) del espacio
antropológico (eje radial)… Se trata
de realidades físicas humanas que son objeto de sacralización» (p. 84). El
segundo género de ligazón radica en la conversión de hombres y mujeres en
santos y santas (la canonización de los zagales de Fátima, por ejemplo). La
vinculación cósmica reside en la veneración de elementos naturales; así el
Árbol de Guernica, que simboliza las prerrogativas y libertades vascas. La
religiosa consiste en las relaciones trascendentes de términos no humanos
(ángeles, diablos…).
Explicados los cuatro géneros de religación, el ensayista ubica la Literatura en cada uno de ellos. En tanto que reliquia, el material literario se convierte en un dispositivo institucional; de este modo, se explica en los ámbitos académicos, se almacena en bibliotecas, se somete a normas jurídicas y sociales. Como santificación, remite a premios (Nobel, Planeta…), manuales, guías de lectura. En esta categoría, también incluye el autor a «profesores universitarios que se promocionan, con frecuencia también entre sí, endogámicamente, etc., generando un cuerpo gremial [...], que se arrogan las licencias y facultades para codificar (la Literatura), interpretarla, difundirla, manipularla, o editarla, así como para premiar, silencia, criticar, condenar o enaltecer a determinados autores, lectores o intérpretes de obras literarias» (p. 87). En tanto que religación cósmica, el material literario afecta a la bibliomanía (tablillas, papiros, códices, manuscritos). Se convierte así en objeto de lujo y en preciado adorno de museos y colecciones privadas. Finalmente, el texto literario sirve de elemento trascendente para la fundación de una religión (por ejemplo, Yahvéh entregando las Tablas de la Ley a Moisés).
Existe, además, una perspectiva histórica; esto es, la sacralidad puede aparecer en las religiones misteriosas (númenes), en las mitológicas y en las teológicas. En las religiones primarias o numinosas, la sacralidad se manifiesta en sociedades tribales, donde no hay escritura todavía o donde sólo un grupo de dirigentes controla tal invención. Los materiales literarios consisten en tablillas (los Diez Mandamientos), en escritos jeroglíficos, pergaminos, papiros, etc. En las religiones mitológicas, el animal pierde valor y su fuerza pasa al ser humano. Comienza la concepción antropomorfa de los dioses, que caracteriza a las religiones mitológicas (Zeus, Afrodita…). Se sacralizan zarzas, cabellos y vasos (el Santo Grial). En el altar de los materiales literarios, los autores se convierten en los nuevos dioses olímpicos, «las divinidades del canon literario» (p. 92). En las religiones teológicas, «lo sagrado está intervenido por la crítica, la ciencia, el racionalismo, y se manifiesta en connivencia con formas acríticas de conocimiento, como son la ideología, la tecnología [...], las pseudociencias y la teología, como filosofía idealista y confesional» (p. 92). La sacralización de los materiales literarios se manifiesta en personajes, figuras, geografías (la catedral de Oviedo en La Regenta, el Madrid de Galdós…).
Llegados a este punto, Jesús G. Maestro analiza el desarrollo que ha experimentado la Literatura en la sociedad y la situación actual de la misma. Con la aparición de la escritura, se superó el carácter oral; los nuevos soportes –papiro, códice, papel, imprenta– fueron contribuyendo a la expansión. Además, tal desarrollo confluyó con el eje circular: la implantación oficial, política y tecnológica de la Literatura, la cual abandonó la génesis religiosa para desarrollarse a través de las nuevas técnicas que iban apareciendo. De este modo, fue manifestando distintos usos, proporcionando servicio al humanismo, al feminismo, al nacionalismo, etc. Aclara el autor, sin embargo, que «los materiales literarios son superiores e irreductibles a cada uno de estos lobbies o parcelas que tratan de potenciarse y dignificarse a costa del arte verbal, manipulando la figura de autores, obras, lectores o intérpretes y transductores» (p. 97). En cuanto al contexto actual, el ensayista se pregunta por lo que han hecho las Universidades y las instituciones oficiales para legitimar la Literatura. Tras haber señalado que la endogamia domina la actividad académica, lo cual supone un lastre evidente para la actividad investigadora, expone los dos tumores que dañan y consumen la investigación: la biocenosis literaria (la crítica literaria está dominada por el idealismo y el irracionalismo) y la necrosis académica (la decadencia de los sistemas universitarios).
En el tercer bloque de su libro, el autor expone la «genealogía evolucionista del conocimiento literario», determinado por la expansión tecnológica (papiro, pergamino, papel) y por la unión que siempre ha tenido la Literatura con la Razón. Expone seguidamente los fundamentos gnoseológicos del conocimiento crítico de la Literatura. Distingue entre cultura, modernidad y civilización. Finalmente, delimita los conceptos de Ciencia y de Filosofía. Los conocimientos pueden ser culturales (el sistema educativo) y naturales (reír, llorar…). En cuanto al primer punto, Maestro señala con lucidez un error que ha afectado al Estado de las autonomías. Se pueden transferir las competencias del Estado, pero algunas, como la educación, no deben dispersarse: «La descentralización estatal de un sistema educativo supone la disolución cultural de una sociedad política y su disgregación científica como grupo» (p. 124).
La cultura puede ser bárbara y civilizada; aquélla no procede racionalmente, sino que se basa en el mundo de los fenómenos; ésta desarrolla comportamientos científicos. Cuatro son los tipos que caracterizan a las culturas bárbaras: el mito (explicación ideal de la realidad), la magia (exhibición de poderes falsos), la religión (subordinación del hombre a un ente sobrenatural) y la técnica (saberes artesanales que permiten la adaptación del hombre a su entorno). En las culturas civilizadas, el conocimiento se organiza de modo crítico y de modo acrítico. El primero se basa en criterios filosóficos y en pensamientos racionales; el segundo, en argumentos sofísticos e idealistas. Se distingue también un conocimiento dóxico (subjetivo, basado en la opinión, en la fe o en la información parcial de los hechos; remite a creencias y a visiones) y uno epistémico (objetivo, científico; identifica los saberes sistemáticos y selectivos). Finalmente, define Ciencia (construcción de una interpretación causal y objetiva de la materia) y Filosofía (organización lógica de Ideas).
El siguiente capítulo está dedicado a los tipos, modos y géneros del saber literario. Sostiene el autor que los conocimientos literarios se organizan según el tipo y el modo. Llama «pre-racionales» a los que se han constituido antes del pensamiento racionalista o a los que son ajenos al mismo, y «racionales» a los se conciben desde criterios filosóficos. Por el modo de conocimiento, pueden ser críticos (construidos sobre postulados analíticos y dialécticos) y acríticos (si no lo hacen). De esta relación proceden los cuatro géneros de conocimiento literario: primitivos, críticos, programáticos y sofisticados. De ellos derivan cuatro familias literarias: primitiva, crítica, programática y sofisticada. La primera es dogmática. Sus modos de conocimiento están faltos de crítica. Dominada por la magia, el mito, la religión y la técnica. Lo cual no quiere decir que no se haya manifestado sutilmente en grandes obras de todo tiempo y lugar: la Divina Comedia, La Celestina… Los modos de conocimiento de la segunda familia –crítica o indicativa– son racionales y se basan en la desmitificación, en la Ciencia y en la Filosofía. Así ocurre en las Novelas ejemplares, de Cervantes, donde triunfa el discurso humano sobre el divino, la libertad sobre el determinismo, la razón sobre la superstición.
La tercera –programática o imperativa– se construye sobre un «racionalismo acrítico»; por tanto, se aprovecha de modo espurio del avance racional; convence con postulados falsos. Sus temas, característicos de sociedades avanzadas, están regulados por idearios y proclamas: Celaya y la poesía social, Calderón y el catolicismo, Marinetti y Breton con sus conocidos manifiestos vanguardistas, etc. Se incluyen aquí todas las adulteraciones del conocimiento: retóricas sexuales, poesía indigenista, discursos clasistas, credos nacionalistas, dogmas religiosos. Esta Literatura imperativa emana siempre de un grupo de poder (el Estado, un gremio, una doctrina…). Partiendo de la teoría del conocimiento, el ensayista examina los tres ejes de dicho espacio gnoseológico: el sintáctico, el semántico y el pragmático. Dentro de ellos analiza el papel que desempeña la Literatura en el Estado. El eje sintáctico se ordena en tres partes: términos (autores, obras, lectores, intérpretes…), relaciones (ideológicas, religiosas, gremiales, corporativas, étnicas) y operaciones (censura, programas educativos, legislación). Obviamente, son fundamentales los autores, las obras y los lectores; las relaciones suelen ser desiguales y cambiantes (hoy en día, la Literatura marxista casi ha desaparecido de las librerías), y las operaciones implican el ejercicio de un poder evidente: el hecho de que la Inquisición quemara libros determinaba la creación literaria. El eje semántico se compone de tres segmentos: referentes (autores, obras, lectores, intérpretes), fenómenos (creencias, apariencias, artificios propios de los sofistas) y esencias (hechos, estructuras no sofisticadas ni retocadas). El eje pragmático se distribuye en tres secciones: autologismos (poetas que escriben al dictado y servicio de un poderoso o de un modelo determinado: Virgilio, Lope de Vega), dialogismos (gremios o movimientos generacionales que sirven para unir los intereses de los autores: teatro cortesano del siglo XVI, Grupo del 98) y normas (programas y modelos: la Poética, de Aristóteles; el Arte nuevo de Lope).
Desde sus orígenes, el teatro ha estado vinculado con otros intereses (nacionalistas, imperialistas, católicos, etc.). Basándose en este hecho, Maestro relaciona la Literatura con los tres ejes que Gustavo Bueno estableció en la sociedad política. Ahora bien, ¿cómo se organiza la Literatura dentro de esas tres capas de la sociedad? Ordenándose en tres ejes: basales, conjuntivos y corticales. Los componentes basales constituyen la base de las Literaturas nacionales; los conjuntivos actúan mediante la tarea de autores, editores, lectores, críticos e intérpretes; los corticales establecen relaciones entre varias Literaturas: traducciones, intertextualidad, influencias… Y ¿cómo se ordenan los contenidos de la Literatura programática? En el esquema siguiente, aparecen varios ejemplos:
Materiales programáticos |
Autores |
Tendencia
o gremio |
Patrón
o norma |
Teológicos |
Calderón
de la Barca |
Mester
de Clerecía |
Iglesia
Católica |
Políticos |
Bertolt
Brecht |
«Literatura
feminista» |
Unión
Soviética |
Estéticos |
Lope
de Vega |
Surrealismo |
Preceptiva
de Aristóteles |
La Literatura sofisticada armoniza los contenidos
mágicos y los críticos; predomina en ella la forma y la estética, aunque no
está exenta la censura de la condición humana. Procesa formas de conocimiento
remotas o imaginarias; se recrea en materiales religiosos, primitivos y míticos.
He aquí un rasgo típico: «La percepción, construcción y diseño de sus
materiales pre-racionales solo es posible desde la interpretación racional,
científica, crítica y dialéctica del saber histórico dado contemporáneamente a
la altura de la época de su elaboración estética y literaria» (p. 204). Alberti
no cree en los númenes, pero aplica su lógica y estética para reconstruirlos en
Sobre los ángeles. Kafka sabe que un
hombre no puede convertirse en insecto, pero utiliza esa metamorfosis para
simbolizar sus problemas, contrariedades y angustias. Goethe, Blake, Aleixandre
y otros muchos han sido capaces de recuperar mitos apoyándose en la psicología
de la gente, reproducir elementos mágicos mediante distintas relaciones
literarias, volver a la religión arcaica a través del animismo natural y
entretener a generaciones de lectores con la reelaboración de cualquier
componente literario.
Finalmente, el ensayista explica el modo en que surgió la Literatura y los artificios que la han engendrado. Señala dos mecanismos principales: los que están sometidos a un canon y los que no están sujetos a normas. Los primeros están codificados; caracterizan a la Literatura primitiva y a la programática; son disciplinados y doctrinales; viven sujetos a una regla, están clausurados en principios dogmáticos, ideológicos o estéticos. Así son los libros de caballerías, la comedia lopesca, la poesía creacionista, el teatro épico. En cambio, los segundos se han negado a someterse a la preceptiva o al imperativo religioso; caracterizan a la Literatura crítica y a la sofisticada; han construido nuevos materiales; difunden obras abiertas, críticas, elaboradas; construyen sistemas superiores a los anteriores; abren y amplían horizontes. Así son obras como la Divina Comedia, el Lazarillo de Tormes, Don Quijote de la Mancha, Madame Bovary. Según sea el núcleo de sus componentes, se habla de esencias porfirianas (toman como referencia la especie, pueden concebirse de modo distributivo y se organizan en taxonomías) y de esencias plotinianas (identifican un orden genético entre las especies y toman como referencia el género, a través del cual se engendran las descendencias subsiguientes). Las Literaturas primitivas y las imperativas, que conservan sus rasgos inmutables, corresponden a cánones porfirianos; las críticas y las sofisticadas, que evolucionan y crean nuevas ideas, responden a modelos plotinianos. La Literatura primitiva crea materiales únicos, se fosiliza y se desvanece en el tiempo; la programática origina preceptivas; la crítica fructifica, siembra, inspira y crea nuevas formas; la sofisticada reelabora los materiales literarios.
En definitiva, Jesús G. Maestro nos ofrece un ensayo razonado y certero no sólo sobre el origen de la Literatura y el desarrollo de la misma a través del concurso de cuatro modalidades o familias (primitiva, crítica, programática y sofisticada), sino que también analiza el estado en que se encuentra la Universidad y el papel que en la sociedad española desempeñan los intelectuales. Estos actúan como si fueran moralistas, teólogos, predicadores o fabuladores. Traficantes y funcionarios del pensamiento dominante. Burócratas de la cultura. Son los que conservan la base ideológica del sistema. La Universidad, como el resto de la sociedad, se ha vulgarizado hasta límites inconcebibles y vive como un sonámbulo, porque la razón ha sido sustituida por la sinrazón, la seriedad por la insensatez. A nuestro modo de ver, la función de los intelectuales y los docentes ha sido desbancada por el verdadero foco cultural de este país –televisión y otros medios–, donde conspicuos oradores ilustran a la audiencia de modo tan vulgar como eficaz. Oye el pueblo disertar a los políticos y a los sofistas, escuchar mensajes tan profundos como «un vaso es un vaso» o «no es no»… y se educa. Esta es la instrucción que interesa al Estado, cuyos portavoces no sólo dirigen nuestras lecturas, sino también nuestras opiniones políticas, religiosas… y deportivas. El guía señala el camino, maneja la disertación, opina. Si habla de Lingüística, se escucha su sentencia con más confianza que la de Chomsky; si de Jurisprudencia, con más certeza que la del juez Garzón; si de Economía, con más admiración que la de Krugman. El intérprete más necio se aventura en los caminos más oscuros, pero siempre sale triunfante. Por si fuera poco, los sofistas son capaces de sostener que legalidad y legitimidad son términos contrapuestos, convencernos de que tirar una piedra y disparar un cartucho son actos idénticos y de que la filosofía más profunda es «digo lo que digo» o «pienso lo que pienso». De este modo, vivimos confusos y alienados, sin saber dónde está la verdad y la mentira, el acierto y el error, el filósofo y el vendedor de humo. Indudablemente, cualquier profesional que conozca el estado de la Educación en España debe sentirse abatido, pero no debe claudicar, porque el ensayo de Jesús G. Maestro ofrece muchas luces optimistas. Como él, existen francotiradores; esto es, profesores que se afanan por ampliar y mejorar sus conocimientos, publicando valiosos artículos y libros, dando conferencias, impartiendo cursos; en una palabra, consagrándose enteramente a su vocación. El ensayo reseñado es buena prueba de ello: rompe con el academicismo; aporta aire fresco a un ambiente caduco y valentía para acabar con la mediocridad. Todo esto era corriente en los años setenta, según atestigua mi recuerdo de aquel profesor de cuyo nombre no quisiera acordarme. Por otro lado, es de agradecer que alguien se atreva a decir lo que piensa y se enfrente a la cultura oficial, mostrando los fallos del sistema para cambiar su rumbo y mejorarlo. Además, este libro respalda el valor de la Literatura y aporta múltiples ejemplos para proteger un bien cultural que corre peligro de esfumarse de los planes de estudios o ser sustituido por banales textos que hacen las delicias de los analfabetos funcionales. Apelando a Virginia Woolf, podríamos afirmar que la Literatura es «esposa y compañera de lecho de la verdad». En efecto, ninguna otra disciplina humana atesora más utilidades: nos mantiene vivos, reconforta nuestras carencias, nos traslada a lugares y espacios remotos, descubre los recovecos del corazón humano y conserva en el tiempo lo que el paso del tiempo destruye: hombres, espacios, costumbres, lenguas, ilusiones. En definitiva, nos permite, como decía Quevedo, vivir en conversación con los difuntos y escuchar con los ojos a los muertos. ¡Viva la Literatura!
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