26 enero 2021

La utopía «hippie» de Marcuse

 




La utopía «hippie» de Marcuse


María Teresa Glez. Cortés

Escuela Hispánica de Estudios Literarios

 

 

Heidegger dijo que el hombre moderno considera la totalidad del Ser como una materia prima para la producción y somete la totalidad del mundo al dominio y al orden de la producción (Herstellen).

Marcuse (1964), El Hombre Unidimensional[1].

                                                                                                    

 

Aquí no habrá una teoría alternativa a la de Marcuse, sino dosis de escepticismo ante los extremismos teóricos. Avanzo que los argumentos contra los imperialismos y sus guerras; que las críticas a la rigidez institucional de las democracias liberales; que el análisis del consumismo compulsivo; que las quejas por la destrucción de la naturaleza; eso constituyó en Marcuse una excelente cosecha. Ahora bien, sus llamadas a la violencia en contra de la democracia, sus reclamaciones contra toda forma de represión sexual le permitieron no solo exponer la vida privada ante la esfera pública, sino erosionar el concepto de verdad en nombre de su utopía «terapéutica», «redentora». Como veremos, en su empeño totalizante de remediar los defectos de Occidente, Marcuse golpeó hasta lo inimaginable los fundamentos de la objetividad científica y filosófica creando, aunque él no fue el único, una crisis de proporciones incalculables de la que aún no hemos salido. Ese será, pues, nuestro tema.

 

 

Un marxista en los Estados Unidos

 

¿Quién me crio? Definitivamente no la escuela, la Real Escuela Secundaria Prusiana. Solo hasta cierto punto mi familia. Mi padre era un hombre muy autoritario pero, como se suele decir, de buen corazón. Aunque eso no me afectó. Lo que realmente me crio fue la historia, tal y como la viví. Es decir, la Primera Guerra Mundial –fui reclutado en 1916– y la fallida revolución alemana de 1918-1919.

Herbert Marcuse (1978), Entrevista, por Peter-Erwin Jansen.

 

Tras alejarse en 1933 de la Alemania nazi Herbert Marcuse alcanzaría Suiza. Percibiendo un sinnúmero de peligros, este hijo de familia judía decidió buscar asilo en los Estados Unidos. Con solo 36 años era bien recibido en la ciudad de la Libertad, junto con otros muchos exiliados alemanes. Nada más pisar suelo americano, y con la fama de intelectual escoltándole, conseguía en 1934 un puesto en el Instituto de Investigación Social que amablemente había habilitado la Universidad de Columbia. Y en 1942 trabajará para la Oficina de Investigación de Inteligencia del Gobierno de los EE. UU., cuya sección europea pasará a dirigir. Acabada la II Guerra Mundial, en la década de 1950 Marcuse es profesor en la Universidad de Columbia (Nueva York), de Harvard (Massachusetts), más tarde en la de Brandeis (Massachusetts) y posteriormente, y hasta su jubilación, en la Universidad de San Diego (California). Disfrutaba de las ventajas que le otorgaba la nacionalidad norteamericana y, sin embargo, jamás escondió la opinión que tenía acerca de los EE UU. Por eso, a este emigrante de origen alemán nacido en 1898 era habitual que le preguntaran qué veía de intolerable en el estilo americano de vida. A lo que Marcuse contestaba: «A mí me resulta intolerable o, déjeme decirlo de esta manera, encuentro razones para el cambio en este país porque tenemos una sociedad que está involucrada en una destructiva y, desde mi perspectiva, agresiva guerra contra uno de los pueblos más pobres y débiles de la tierra, una sociedad que ha acumulado un terrible grado de agresividad y brutalidad, una sociedad que despilfarra increíbles recursos»[2].

Como se desprende de sus palabras, Marcuse era un duro adversario de la Guerra de Vietnam. Su oposición a la lucha armada norteamericana conllevó la no renovación de su contrato en la Universidad de Brandeis. Y por simpatizar con las protestas de los estudiantes norteamericanos el entonces Gobernador de California Ronald Reagan pediría su dimisión como profesor. En la querella de Marcuse contra el imperialismo bélico influían, de un lado, las experiencias personales que había acumulado en la cainita Europa y, de otro lado, las fuertes discrepancias contra el capitalismo, motivadas por sus querencias marxistas. Eso explicaría por qué a ojos de este filósofo el capitalismo era un lastre, en primer lugar, para sí mismo y, en segundo término, para los países de régimen anticapitalista. Y es que «por razones históricas la Revolución socialista», sostenía Marcuse, «no tuvo éxito en el país industrial más avanzado, sino en uno de los países más atrasados de Europa [Rusia]. Luego, el socialismo-totalitarismo del Este se ha encontrado en un estado de lucha permanente contra el capitalismo del Oeste cuyo poder no cesaba de aumentar. Es obvio que ese desarrollo global», concluía Marcuse, «ha tenido una influencia sobre la evolución interior del socialismo»[3].

 

 

Contra el capitalismo

 

La necesidad de libertad, que aparece espontáneamente en la revolución social como una vieja necesidad, es ahogada en el mundo capitalista.

Herbert Marcuse (1967), El fin de la Utopía.

 

Los países socialistas habían dado pruebas de nefasta gestión política al suprimir todos los derechos y libertades, y aplicar modelos industriales fallidos, impuestos desde la burocracia del partido-dictadura. No obstante, en opinión de Marcuse esas derivas se debían a la presión económica que desplegaban los países no socialistas, en especial, EE. UU. Consciente de los efectos de la competencia, Marcuse, el antiguo alumno de Edmund Husserl, señalaba: «Presionados por el poder económico del capitalismo, y forzados a la coexistencia, los países socialistas han sido condenados con el paso del tiempo a poner casi todo el énfasis en desarrollar los medios de producción, en expandir el sector productivo de la economía»[4].¿Condenados? Por supuesto. Y, añadía retóricamente Marcuse, «¿esta coexistencia pacífica no impone a las sociedades socialistas caminos y modos de producción, caminos y modos de administración que van en contra de la transición a una sociedad libre, movida por objetivos nuevos y aspiraciones nuevas?»[5]

Igual que los seguidores de Jean-Jacques Rousseau consideraban «bueno» al ser humano y, por tanto, a la sociedad la «causa» de todos los problemas, de la misma manera para Marcuse la culpa de lo que ocurría en el seno de las sociedades socialistas la tenían las naciones capitalistas. «Yo creo que muchas cosas reprensibles que se producen en los países comunistas son el resultado de la coexistencia rival, competitiva, con el capitalismo», reiteraba Marcuse.[6]. ¿También las matanzas perpetradas por Stalin, Mao, Pol Pot… eran imputables a la influencia del capitalismo?, este era un asunto que Marcuse silenció. Sin embargo, en su concepción maniqueísta de la política colaboraban la fe, intacta, en la revolución y el hecho de que él no creía que «el comunismo concebido por los grandes teóricos marxistas fuera, por su naturaleza misma, agresivo y destructivo, al contrario»[7]. De este modo, frente a las sociedades capitalistas, Marcuse veía «la sociedad socialista como sociedad cualitativamente diferente [que] sería el logro de hombres y mujeres que se han liberado de la cultura material e intelectual de la sociedad de clases y que son libres para desarrollar un lenguaje, un arte y una ciencia que responden a y proyectan una sociedad libre»[8].

Un dato a tener en cuenta. Las ideas de este antiestalinista trascendían los libros de texto. Y aunque las teorías críticas de Max Horkheimer, de Walter Benjamin, de Eric Fromm, de Theodor W. Adorno…, todos ellos miembros de la Escuela de Fráncfort, nunca recibieron el aplauso de las clases trabajadoras, Marcuse consiguió el reconocimiento de quienes estaban en la edad de la rebeldía. «El abuelo de los furiosos de hoy», como le llamaba Raymond Aron[9],  se sabía querido por los jóvenes. Su oposición a la Guerra de Vietnam, su apoyo al Movimiento de los Derechos Civiles, sus simpatías por las revueltas estudiantiles en EE. UU., Alemania, Italia, Francia…, le daban notoriedad. Y prestigio. Con la fama a sus espaldas, al inicio de julio de 1967, Marcuse se presenta al congreso internacional Dialéctica de la Liberación. Allí, en Londres, aparecía arropado por seguidores muy jóvenes (marxistas heterodoxos, anarquistas, hippies…). Días después, del 10 al 13 de julio asistiría a los actos organizados por el Comité de Estudiantes de la Universidad Libre de Berlín-Oeste[10]. A su llegada a la antigua capital de Alemania el ambiente estaba políticamente muy crispado, pues unas semanas antes, cuando los estudiantes alemanes se habían manifestado contra la visita del Sha de Persia y un policía disparó a un estudiante provocándole la muerte, se habían desatado grandes disturbios, protagonizados por los propios estudiantes que, no era casualidad, llevaban a modo de santo y seña el libro de Marcuse titulado La tolerancia represiva (1965). En estas circunstancias la presencia de este filósofo «activista» levantó enorme expectación: el Aula Magna de la Universidad Libre estaba atestada de miles estudiantes y Marcuse habló de El fin de la utopía el problema de la violencia en la oposición. Otros muchos universitarios no pudieron oír al «maestro celebrado de la Nueva Izquierda», al «filósofo de la rebelión juvenil», como así había calificado Jürgen Habermas a Marcuse[11].

Las aportaciones de Marcuse se prolongaron en los debates berlineses sobre moral y política en la sociedad en transición. Y sobre la guerra de Vietnam. La violencia del Estado capitalista justificaba a su juicio la insumisión civil. Por eso, y ante los estudiantes berlineses, Marcuse afirmó que «nosotros no combatimos una sociedad terrorista. […] Combatimos una sociedad que funciona extraordinariamente bien y, lo que es más importante, combatimos una sociedad que ha logrado exitosamente eliminar la pobreza y la miseria en una proporción que los estadios precedentes del capitalismo no habían conseguido»[12].

Marcuse rescataba la idea de luchar contra el capitalismo y hasta su derrota. Hablaba «de la liberación de la sociedad opulenta, es decir, de las sociedades industriales avanzadas»[13]. Sus tesis no aportaban ninguna novedad, pues la batalla a muerte contra las sociedades prósperas había sido desarrollada por Karl Marx cien años antes. Ahora bien, lo realmente novedoso era ver a los estudiantes apoyarse en la autoridad de Marcuse para defender un nuevo orden político y justificar la guerra contra los baluartes de Occidente. Es decir, lo novedoso era advertir lo bien que conectaba Marcuse con los jóvenes «antisistema», a pesar de que estos por sus tendencias anarquistas y consiguiente falta de organización «no constituían», en opinión de Marcuse, «una fuerza revolucionaria»[14].

Preguntado por su relación con los discentes, contestaba de esta forma: «Yo me siento solidario con el movimiento de los «estudiantes en cólera», pero no soy en absoluto su portavoz. Es la prensa y la publicidad las que me han dado ese título [...]. Yo me opongo en particular a la yuxtaposición de mi nombre y de mi fotografía con los de Che Guevara, Debray, Dutschke, etc. Porque esa gente verdaderamente ha arriesgado y arriesga siempre su vida en el combate por una sociedad más humana. Mientras que yo no participo en esa lucha más que por mis palabras y mis ideas»[15].

 

 

Un intelectual «utópico»

 

Si sus ideas son más revolucionarias que las de Fidel Castro mismo, él [Marcuse] ha conservado el aspecto reservado y estudioso de un profesor de filosofía.

Marcel Rioux (1973), Entrevista con Herbert Marcuse.

 

Como filomarxista Marcuse respaldaba las quejas de la juventud universitaria más politizada. Eso despertaba hondas antipatías entre la «Legión [Norte] Americana». Eso le valió la animadversión de los «Cristianos [Norteamericanos] Anticomunistas». Incluso, los miembros del Ku Klux Klan, que veían en Marcuse a un (Sócrates) corruptor de la juventud, le enviarían en julio de 1968 un mensaje de advertencia a su despacho de la Universidad de San Diego. En la carta, tras llamarle «cerdo perro comunista», le daban a Marcuse un plazo de 72 horas para abandonar los Estados Unidos; de lo contrario, moriría. Marcuse no creyó que la misiva fuera realmente remitida por el KKK[16]. No obstante, aceptó la protección de la policía.

A Adorno le había confesado «que estos estudiantes están influidos por nosotros (y desde luego no menos por ti) –estoy orgulloso de eso y estoy dispuesto a aceptar el parricidio, incluso aunque a veces duela–»[17]. Y no solo eso. Llegado al extremo de elegir entre libertarios y represores, entre los jóvenes que se rebelan y los representantes del orden, «entre la policía o los estudiantes izquierdistas, entonces yo [Marcuse] estoy con los estudiantes –salvo una excepción crucial, a saber, si mi vida es amenazada o si la amenaza de violencia es contra mi persona y mis amigos, y esa amenaza es seria–»[18].

¿Pero por qué apoyar a los jóvenes? En primer lugar, porque Marcuse pensaba que el socialismo marxista, tanto en la teoría como en la práctica, seguía limitado «a grupos minoritarios, particularmente a los de una élite intelectual y a los jóvenes»[19]. En segundo lugar, Marcuse, convencido «de la enorme concentración de poder que representa[ba] la totalidad capitalista»observaba cómo en todas partes estallaban revueltas contra el sistema «llevadas a cabo por grupos minoritarios»[20]. Y, en último lugar, porque para este ideólogo de origen europeo «los nuevos valores de las contraculturas anuncian en potencia valores mucho más generales que conducen a una sociedad sin explotación»[21]. Lo cual implicaba, desde su perspectiva, «un cambio radical en la relación entre las sociedades que «tienen» y «no tienen» –el ascenso de una sociedad internacional más allá del Capitalismo y del Comunismo–»[22]. De ahí sus palabras: «La alternativa clásica entre «socialismo o barbarismo» es más urgente hoy que nunca»[23].

Al concebir la revolución como etapa para llegar a la justicia, a la felicidad y, por extensión, a la auténtica liberación, Marcuse dio alas a sus deseos desmedidos. Buscaba «una total transvaloración de valores, una nueva antropología»[24]. E igual que «el concepto de belleza, comprende toda la belleza no realizada todavía, el concepto de libertad [comprende] toda la libertad no alcanzada todavía», pensaba Marcuse[25]. ¿Desconocía este intelectual que ningún sistema político —utópico o no— logra incluso desde las mejores intenciones solucionar simultáneamente todos y cada uno de los problemas de la realidad, aunque se pretenda? Esta observación no le preocupó a Marcuse, pues él mantuvo la ilusión hippie, la utopía juvenil de «construir un reino de libertad que no es el del presente: liberación también de las libertades del orden explotador –una liberación que ha de preceder a la construcción de una sociedad libre, una [liberación] que necesita una ruptura histórica con el pasado y el presente–»[26].

¿Y por qué no centrarse mejor en solucionar las situaciones «concretas» que provocan la vulneración de los derechos de las personas? Porque hay individuos que encuentran su inspiración en la infinitud. Ese fue el caso de Marcuse. Téngase en cuenta que como estudiante de filosofía había elaborado su tesis doctoral sobre Hegel y bajo la dirección de otro filósofo alemán no menos idealista, Martin Heidegger. Por tanto, no fue cosa del azar que Marcuse, un pensador muy familiarizado con Hegel y muy cercano al idealismo alemán, lanzara la premisa de un mundo utópico con cero conflictos y cero contrariedades. A estas derivas hubiera contestado un contemporáneo suyo, Ludwig Wittgenstein, diciendo que para el filósofo «siempre hay más pasto en los valles de la necedad»[27]. Sacamos a relucir esta opinión despectiva por un motivo. A juicio de Wittgenstein «las doctrinas no sirven de nada»[28]. Y no valen ya que en el espacio político, pensaba Wittgenstein, funcionan más las costumbres, más las tradiciones que el peso de las evidencias, de modo que «si tú combates, tú combates. Si tú esperas, tú esperas. Se puede combatir, esperar e incluso creer, sin creer científicamente»[29].

La sentencia pesimista de Wittgenstein parecía cumplirse a la perfección en Marcuse. Por eso, ¿este miembro de la Escuela de Fráncfort reflotaba la tesis calvinista de que «la fe es una visión de las cosas que no se ven»? Cabe esa posibilidad. De hecho, a su contemporáneo Wittgenstein le reprochó Marcuse su gusto por lo «limitado» o su incapacidad por percibir ese «algo «oculto»» que revelan las palabras[30]. Esta postura no era nueva, formaba parte del ideario de los marxistas, ¿o se olvida que Lukács en su Historia del Desarrollo del Drama Moderno (1909) ya había pedido «lo palpable y lo no definible»?[31]

 

 

La izquierda sin «Pueblo»

 

– Harold Keen: ¿Está de acuerdo con las pancartas y banderolas que portan en Europa los estudiantes revolucionarios describiendo a «Marx como el profeta, a Marcuse como su intérprete, y a Mao como la espada»?

– Dr. Marcuse: No soy responsable de estas pancartas. Creo que es un gran, grandísimo honor para mí.

Herbert Marcuse (25-II-1969), Entrevista con el Dr. Herbert Marcuse, por Harold Keen.

 

En el apartado de teóricos populistas sobresalió Frantz Fanon. Al dar protagonismo a los pueblos del Tercer Mundo este filósofo quiso acometer la verdadera revolución. En su proyecto, deseaba abrir la guerra al statu quo «capitalista» gracias a la ayuda de los países pobres y tercermundistas, que no de la mano de ese proletariado europeo que había perdido su espíritu combativo y, a juicio de Fanon, se había convertido en agente colaborador del capitalismo. En ese mismo grupo de intelectuales aguerridos también destacó Louis Althusser. Las críticas de este intelectual marxista iban dirigidas contra el desconocimiento de la teoría revolucionaria que padecía la clase trabajadora. Eso sin olvidar las invectivas que lanzó Jean-Paul Sartre no ya contra el terrible analfabetismo de los obreros, sobre el que había incidido Althusser. Sino contra el inquietante inactivismo revolucionario que maniataba al proletariado. Y es que en la paradoja de las paradojas los trabajadores no eran, aun debiendo serlo, enemigos del sistema capitalista. «El problema de nuestra época», lo dijo Marcuse, «es que la revolución, objetivamente necesaria, no constituye de ninguna manera una necesidad sentida por las capas sociales a las que tradicionalmente se considera revolucionarias»[32].

¿Se podía confiar en los trabajadores cuya experiencia, mediatizada por los modos del racionalizados del trabajo, «tiende a regresar a la de los anfibios»?[33] Sin duda es a finales de los años 1960 cuando los intelectuales europeos se encuentran con un plan profético de revolución, pero sin sujetos a quien salvar. Y es que desde que Marx anunció que las masas obreras arrostraban la titularidad revolucionaria de demoler el capitalismo habían pasado muchas cosas. Quizás la más notable fue comprobar, en palabras de Henri Lefebvre, el vacío de «el mito del proletariado»[34]. La inmovilidad de los trabajadores destruía el carácter que Marx les había asignado. Con tantas expectativas rotas, Baudrillard escribirá que «la clase obrera ya no es el patrón «oro» de las revueltas»[35], mientras que el amigo de Marcuse André Gorz –a quien Marcuse había considerado representante del marxismo «auténtico»[36] daría su Adiós al proletariado. Más allá del socialismo en 1980. Pues bien, ante la reconocida pasividad de las clases subalternas, los jóvenes de los 60 del siglo pasado se apropiarían de la fuerza tutelar de la Historia. Y creyeron ser el despertador de la justicia universal.

En estas circunstancias, y con tal de arribar a una sociedad inmaculadamente perfecta, a Marcuse no le quedó otra salida que apoyar los brotes de revolución que nacían, no de «el Pueblo», sino de los nuevos actores de la sociedad capitalista: grupúsculos estudiantiles, hippies, provos, diggers, panteras negras… Y mujeres. E igual que Sartre admitió «le champ des possibles», Marcuse aplaudiría «the chance of alternatives». Por eso, verá en los más jóvenes las semillas de la auténtica Humanidad. ¿Sorprende que este filósofo dedicara a los jóvenes militantes, a los rebeldes, su Ensayo sobre la Liberación?

 

 

Cantos a la violencia

 

Creo que estás engañándote al no poder continuar sin participar en las posturas estudiantiles, debido a lo que ocurre en Vietnam o Biafra. Si realmente esa es tu reacción, entonces deberías no solo protestar contra el horror de las bombas de napalm, sino también contra las atroces torturas estilo chino que el Vietcong lleva a cabo permanentemente. Si tampoco lo tienes en cuenta, entonces la protesta contra los estadounidenses adquiere un carácter ideológico.

Theodor W. Adorno (5-V-1969), Carta a Marcuse.

 

Marcuse no habló de la dictadura exterminadora que Mao, gran admirador de Stalin, practicaba a la perfección en China. Tampoco detallaba Marcuse los horrores asesinos que provocó Ho Chi Minh cuando lideraba el Frente Nacional de Liberación de Vietnam o Vietcong. Solo se concentró en los efectos, terribles sin duda, de la agresión estadounidense. A lo sumo subrayaba Marcuse que no hay vínculo entre él y Mao: «I do not admit any link with Mao»[37], aunque en otras ocasiones no le importó que le relacionaran con Mao puesto que, en opinión de Marcuse, este líder «whatever he may do, is one of the great world historical personalities»[38]. Incluso, si lo estimaba necesario, apelará a La Larga Marcha de Mao para justificar la estrategia trotskista del entrismo: ingresar en una asociación, grupo o empresa para destruirla. «Rudi Dutschke», explicaba Marcuse, «ha propuesto la estrategia de la larga marcha a través de las instituciones: trabajar contra las instituciones [capitalistas] establecidas mientras se trabaja dentro de ellas [...]. La larga marcha incluye el esfuerzo concertado de construir contrainstituciones»[39].

Sabido esto, en El hombre unidimensional (1964) Marcuse insistirá en que el ser humano ha perdido en Occidente su poder de negación, su capacidad de rechazo. Y no solo eso. A su juicio, en las naciones industrialmente avanzadas la libertad y la tolerancia conducían a la opresión y más cuando «en esta sociedad todo puede ser integrado, cooptado, digerido»[40]. A ojos de Marcuse las instituciones capitalistas carecían, por represoras, de todo viso de legitimidad. Y, tras desautorizarlas, Marcuse procede a diferenciar entre autoridad legítima y autoridad arbitraria. Y reclama «la primacía del derecho natural sobre el derecho establecido, el derecho inalienable de resistencia contra la tiranía y contra toda autoridad ilegítima»[41].

En la perspectiva de Marcuse «hay una violencia de la opresión y una violencia de la liberación; hay una violencia de la defensa de la vida y una violencia de la agresión»[42]Tales afirmaciones no eran aisladas. A Adorno le había propuesto que «deberíamos tener el coraje teórico de no identificar la violencia de liberación con la violencia de la represión, todo ello subsumido bajo la categoría general de dictadura. Por terrible que sea, el campesino vietnamita que dispara a su terrateniente, que le ha torturado y explotado durante décadas, no está haciendo lo mismo que el terrateniente que dispara a los esclavos rebeldes»[43]. Pero, además, Marcuse ante los estudiantes berlineses había expresado que «predicar la no violencia por principio reproduce la violencia institucionalizada existente». Y concluía su conferencia con estas palabras: «E incluso si no vemos ninguna transformación, debemos seguir luchando. Debemos resistir si todavía queremos vivir como seres humanos, trabajar y ser felices. En alianza con el sistema, ya no podemos hacerlo»[44].

Marcuse, en definitiva, invocaba el poder de la desobediencia civil por ser «uno de los elementos más antiguos y sagrados de la civilización occidental». Y añadía: «El deber de resistir es el motor del desarrollo histórico, el derecho y el deber de la desobediencia civil siendo ejercida como fuerza potencialmente legítima y liberadora. Sin ese derecho de resistencia, sin la intervención de un derecho más elevado contra el derecho existente, estaríamos hoy todavía en el nivel de la barbarie primitiva»[45]Llegados a este punto, Marcuse acusa que «el radicalismo tiene mucho que ganar a partir de la protesta «legítima» contra la guerra, la inflación, el desempleo, la defensa de los derechos civiles […]. El terreno para la construcción de un frente único es cambiante y, a veces, sucio, pero está ahí...»[46] Y se pregunta: «En cuanto a la función histórica, ¿existe diferencia entre la violencia revolucionaria y la reaccionaria, entre la violencia ejercida por los oprimidos y la de los opresores? Visto éticamente: ambas formas de violencia son inhumanas y nocivas, ¿pero desde cuándo se hace historia con criterios éticos? Comenzar a aplicarlos en el momento en que los oprimidos se alzan contra los opresores, los pobres contra los que poseen, significa servir a los intereses de la violencia efectiva, debilitando la protesta contra ella», pensaba Marcuse[47]Con la intención de dar más solidez a sus argumentos dice en francés: «Comprenez enfin ceci: si la violence a commencé ce soir, si l'exploitation ni l’opprcsion n'ont jamais existé sur terre, peut-être la non-violence affichée peut apaiser la querelle. Mais si le régime tout entier et jusqu’à vos non-violentes pensées sont conditionnées par une oppression millénaire, votre passivité ne sert qu’à vous ranger du côté des oppreseurs» (Sartre, Prólogo a Frantz Fanon: Les Damnés de la Terre, París, 1961, p. 22)[48].

Para Marcuse era «tarea y deber del intelectual recordar y preservar las posibilidades históricas que parecen haberse convertido en posibilidades utópicas»[49]. Y con el propósito de preservar su utopía no quiso confinar el radicalismo político «a los casos en que los gobernantes violan su propio derecho positivo»[50]. De este modo y para alcanzar el «summum bonum» había que cambiarlo todo y, por supuesto, transitar los caminos de la violencia. Es más, parafraseando al comunista revolucionario Babeuf (1760-1797), Marcuse comentará: «El Terror legítimo debe practicarse sin venganza y crueldad, solamente en la protección del pueblo contra sus enemigos»[51].

 

 

Las bondades de la violencia

 

La violencia revolucionaria no añade violencia a la violencia, pues es una violencia que quiere acabar con la violencia, afirma Marcuse en la más pura tradición de la sofística hegeliana. Cuando el lector de Sartre y de Fanon degüella a un hombre no es un hombre matando, es una contribución a la realización del progreso de la humanidad.

Michel Onfray (2018), El otro pensamiento del 68: Contrahistoria de la filosofía.

 

Marcuse defendió la insumisión y la violencia como vías de abrazar la revolución, una revolución cuya «tolerancia liberadora, entonces, significaría intolerancia contra los movimientos de derechas y tolerancia con los movimientos de izquierdas»[52]. Desde luego, llama la atención ver a un alemán de origen judío que había huido del terrorismo nazi caer en la apología de la violencia. «Los estudiantes no son pacifistas; no más que yo. Creo que la lucha será necesaria, más necesaria que nunca quizás si se vislumbra la posibilidad de un nuevo modo de vida. Los estudiantes ven en el Che Guevara, en Fidel Castro, en Ho Chi Minh figuras simbólicas que encarnan no solo la posibilidad de un nuevo camino hacia el socialismo, sino también un nuevo socialismo exento de los métodos estalinistas», decía Marcuse[53]. Y es que desde su punto de vista «ley y orden son siempre y en todas partes la ley y el orden de quienes protegen la jerarquía establecida; es absurdo invocar la absoluta autoridad de esta ley y de este orden frente a aquellos que sufren por ella y luchan contra ella, –no por ventajas personales y por venganza personal, sino por mantener su parte de humanidad­–. […] Si usan la violencia no inician una nueva cadena de actos violentos, sino que rompen con la establecida. Como serán golpeados, conocen el riesgo, y si están decididos a aceptarlo, ningún tercero, y menos aún el educador y el intelectual, tiene derecho a predicarles abstención»[54].

¿De las palabras de Marcuse se deduce que la violencia resulta menos violenta cuando se inviste de legitimidad? Eso parece. ¿Y quién sin error distingue la violencia liberadora de la represora?, ¿quién sin error juzga cuándo la violencia es legítima? De otro lado, ¿el ejercicio de la violencia resultaba compatible con la meta marcusiana de poner «los instintos de agresión al servicio de los instintos de vida y educar a las jóvenes generaciones para la vida y no para la muerte»?[55] El norteamericano Theodore Roszak criticaría el maniqueísmo en el que incurría Marcuse y en contra de este autor diría: «Ideas de esta clase apenas si requieren la luminosa justificación filosófica que Marcuse les ofrece. Su legitimidad suele establecerse espontáneamente siempre que hay de por medio una indignación recta y cabal y una fuerza revolucionaria. Estoy más de acuerdo con Tolstoi quien, preguntado si no veía alguna diferencia entre la represión reaccionaria y la represión revolucionaria, replicó que, por supuesto, había una diferencia: La diferencia que hay entre la mierda de un gato y la de un perro»[56].

Cuando a finales de los sesenta y en plena década de los setenta emergen con fuerza grupos terroristas (Lucha Continua: Italia, Ejército Rojo: Japón, Acción Directa: Francia, Células revolucionarias: Alemania, ETA: España), Marcuse ya había avivado, aunque no fue el único, los fuegos de la violencia juvenil. ¿No había sido él quien había dicho que la tolerancia, «bajo las condiciones predominantes de tiranía por la mayoría, solo puede ser ganada con el esfuerzo sostenido de minorías radicales que quieren romper esta tiranía y trabajar por la aparición de una libre y soberana mayoría, [de] minorías intolerantes, militantemente intolerantes y desobedientes a las reglas de conducta que toleran la destrucción y la supresión»?[57] Pues bien, con motivo de la aparición del terrorismo en la Alemania Occidental Marcuse publicaría un brevísimo artículo en el que categóricamente afirmaba que el terrorismo no podía ser considerado «legítima continuación del movimiento estudiantil». Argumentaba que «los terroristas comprometen la lucha» de la izquierda socialista, no sin dejar de reseñar que «las víctimas del terror representan el sistema», que «las víctimas del terror no son inocentes»[58]. ¿Desconocía Marcuse que la lucha armada alienta el auge de los individuos y sectores más reaccionarios de la sociedad? ¿Había él olvidado lo que fue el terrorismo en manos de estalinistas y socialistas nazis?

 

 

Fascinación por la transgresión

 

El izquierdismo era aceptado en tanto representaba una ruptura con las ideas, los comportamientos y los símbolos dominantes de una sociedad execrada.

Jean-Paul Dollé (1972), El deseo de revolución.

 

En Occidente es notoria la atracción que ha ejercido cierto discurso filosófico-político. Tanto es así que a lo largo de los años se ha producido una confusión enorme entre la teoría y las cosas. Y es que criticar la legitimidad del orden político a través de oratorias transgresoras indujo (e induce) en muchas ocasiones a caer bajo el embrujo de las palabras. Lo cual implica un alto e indeseado coste intelectual, en especial cuando las palabras (con sus consignas) «izquierdistas» o «derechistas» son más respetadas que la propia realidad y usadas como criterio único de verdad.

En ese totum revolutum que identifica lenguaje con realidad pudo arraigar un tipo de ensoñaciones que alimentaban los abusos de confianza en (la literalidad de) los textos. «El agresor no es el que se rebela, sino el que afirma», se leía en las revueltas de 1968[59]. Este tipo de eslóganes ha condicionado desde luego el gusto por frases rompedoras y epatantes. Es más, ha propiciado que muchas personas sacrifiquen su inteligencia depositando sus certezas en «las ilusiones de la logoterapia», como así las llamaba el sociólogo Pierre Bourdieu[60].

Por supuesto, en el auge de esos espejismos han colaborado tanto el desprecio a la objetividad como la creencia de que la verdad solo es tal si viene proclamada por el lenguaje antisistema de las vanguardias. Así se explicaría por qué la objetividad, pieza clave dentro de la tradición liberal, ha sido considerada durante años elemento dañino dentro de la tradición «gauchiste». ¿Acaso se olvidan aquellos grafitis de Mayo del 68, en la Universidad de la Sorbona, pidiendo: «Abajo la objetividad parlamentaria de los grupúsculos. la inteligencia está del lado de la burguesía. la creatividad, del lado de las masas. ¡no voten más!?» ¿Y no recordamos cómo Herbert Marcuse, el chamán de las protestas, apoyaba las peticiones de esos estudiantes que buscaban colocar coronas a lo imaginario situándose más allá de los hechos? Ante la prensa comentaba, eufórico, Marcuse: «Hay un grafiti que me gusta mucho, es: «sean realistas, pidan lo imposible». Es magnífico. Y también: «Desconfíen, las orejas tienen muros». ¡Esto es realista!»[61].

Con las mieles de la utopía, los lemas del 68 daban forma a los sueños. «Prenez vos désirs pour réalité» («Tome sus deseos por realidad»), «Sous les pavés, la plage» («Debajo de los adoquines, la playa»), se decía. Pero Marcuse no era el único intelectual que creía en la oniromántica. «La cuestión es pensar lo impensable para una categoría de hombres que piensan con ciertos conceptos y que tienen el poder», subrayaba el filósofo Henri Lefebvre[62]. Por otro lado, el «marxista» Roland Barthes también jugaría con los colores de las sinestesias. Y por oponerse a la objetividad «liberal», se acogió a las leyes de la vanguardia y confesaba que él escucha «el vuelo del mensaje, no el mensaje», que él ve «el despliegue victorioso del texto significante, del texto terrorista, dejando que se desprenda, como una piel ajada, el sentido establecido del discurso represivo (liberal) que quiere cubrirlo constantemente»[63]. Y es que para Barthes el discurso científico era, por definición, opresor. Por eso él, «muy modestamente», reivindicaba «un código total que comporte sus propias fuerzas de destrucción. Ello conlleva que, sola, la escritura puede romper la imagen teológica impuesta por la ciencia, rehusar el terror paternal esparcido por la «verdad» abusiva de los contenidos y de los razonamientos, abrir a la indagación el espacio completo del lenguaje, con sus subversiones lógicas, mestizaje de códigos, con sus desplazamientos semánticos, sus diálogos, sus parodias»[64].

La modernidad onírica con la que fantaseaban jóvenes e intelectuales les daba la oportunidad de viajar nómadamente. Los sueños transgresores que despertaba el uso de las palabras eran la alfombra que les transportaba por distintos lugares. En definitiva, las emociones asociadas a las utopías permitían reducir el pensamiento a fórmulas facilonas, simplistas, repletas de relatos «sin datos». Y, lo más importante, permitían repudiar la objetividad. «Nosotros no queremos ser más gobernados por las «leyes de la ciencia», que por las de la economía o los imperativos técnicos», indicaban los estudiantes franceses del «68»[65].

Es obvio que la tarea primera de quienes no toleran el sistema en el que viven consiste en deteriorar las normas y, por tanto, en degradar el lenguaje. Y en su combate contra la herencia recibida utilizan una ecuación de sensibilidades nihilistas que hace inaplazable el imperativo de escombrar el orden social. ¿Extraña que Barthes hablara de una actividad literaria «contrateológica, propiamente revolucionaria»? ¿Extraña que este pensador observara que «rehusar la detención del sentido es, en definitiva, rechazar a Dios y sus hipóstasis, la razón, la ciencia, la ley»?[66]

 

 

«Fiel» infidelidad

 

Cuanto más fuerte es un pensamiento, más dogmas genera y más necesario es criticarlos. Derrida decía que la mejor forma de ser fiel a una herencia es ser infiel con ella.

Elisabeth Roudinesco (28 juillet 2015), La pensée de 68 est-elle épuisée?, journal Le Monde.

 

Igual que Platón, San Agustín, Rousseau o Marx propusieron, desde sus parámetros, movimientos políticos fundacionales ex nihilo, la gente de letras (que mayoritariamente protagonizó en Europa los movimientos «protesta») vio en la objetividad a un enemigo que no respalda las aventuras de la teopolítica ni amadrina esas geografías utópicas cuyos caminos nadie ha visto ni pisado, salvo en los cielos de la imaginación. Así que por fiel infidelidad sintieron que la objetividad era algo en sí mismo aborrecible. O dicho de otra manera. El acto de pelear a favor de las «vanguardias» conllevaba desmantelar el conocimiento científico, filosófico y político. Al fin y al cabo, «los estudiantes saben que la sociedad absorbe las oposiciones y presenta lo irracional como racional», había explicado torticeramente Herbert Marcuse para justificar el comportamiento «rebelde» de los jóvenes[67].

Pues bien, aunque en la elaboración del conocimiento, también científico, la imaginación juega un papel destacado, quienes se apoyan en la objetividad suelen por respeto a los datos desconfiar de esa «hýbris» (o desmedida) que caracteriza al pensamiento «contrafáctico». Y al revés: quienes se mueven por la brújula de una imaginación sin límites repudian cualquier certeza empirista al tiempo que sostienen ese sortilegio fichteano que podría resumirse así: «Si la teoría entra en conflicto con los hechos, tanto peor para los hechos».

Una figura bregada en los abusos del idealismo, nos referimos a Edward Palmer Thompson, advirtió que para muchos izquierdistas el empirismo «es una manifestación nada respetable de ideología burguesa». ¿Una manifestación nada admirable de ideología burguesa? Sin duda, ya que a pesar de que a muchos burgueses, explicaba este disidente comunista, «les gustaría ser revolucionarios, ellos mismos son el producto de una coyuntura particular que ha roto los circuitos entre intelectualidad y experiencia práctica» de modo que, añadía Thompson en referencia directa a las trampas teóricas en que incurría el famoso filósofo Louis Althusser, «pueden realizar psicodramas revolucionarios imaginarios (en los que cada uno supera al otro adoptando posiciones verbales feroces)»[68].

No andaba descaminado Thompson, pues Foucault en su prólogo a la edición norteamericana de El Anti-Edipo sostenía la necesidad de hacer crecer «el pensamiento y los deseos por proliferación, yuxtaposición y disyunción, antes que por subdivisión y jerarquización piramidal», y mantenía la urgencia de liberarnos «de las viejas categorías de lo Negativo (la ley, el límite, la castración, la carencia, la laguna) que el pensamiento occidental ha tenido por sagradas durante tanto tiempo». Es más, Foucault, por esa sumisión a la insumisión, apremiaba a considerar que «lo que es productivo no es sedentario, sino nómada»[69].

En estas circunstancias, empujar los hechos más allá de sí y casi hasta el límite de la no conciencia ninguneaba los criterios de evaluación y contraste. Pero, ¿cómo explicar tales derroteros? Un argentino que vivió el París de las revueltas da con la respuesta: «La provocación, la posibilidad de ruptura, la utilización del lenguaje fuerte, el lenguaje inconciliador. La palabra desbordando las normas institucionales, la palabra mala, la mala palabra como revelación de una realidad de opresión, frente a las buenas palabras simuladoras. La lucha en el plano del lenguaje, legal y prohibido, reconocido y en falta, es también lucha cultural. El plano del discurso, en todas sus manifestaciones, va a ser parte de las contiendas de los años ’60»[70].

 

 

Karl Marx y André Breton

 

Marcuse, un nombre que no dirá nada a los menores de 40 años, pero que ha conocido alrededor de 1968 una verdadera y enorme fama. Era el gurú, el nuevo Marx, el profeta de los tiempos nuevos, lo que exasperaba a Raymond Aron: «¡un bobo, decía él, un bobo! ¿Cómo puede apasionarse por eso?»

Françoise Giroud (2001), No se puede ser feliz todo el tiempo.

 

El éxito de las contraverdades dependió, en buena parte, del resurgimiento del surrealismo. Y de esa corriente artística, que había nacido tras los fuegos de la Primera Guerra Mundial influida por el dadaísmo, los jóvenes e intelectuales del Mayo francés rescataron los desafíos del Manifiesto Surrealista (1924). Recordemos que en dicho Manifiesto, André Breton expuso querer diluir, querer resolver «las contradicciones de los sueños y la realidad en una especie de realidad absoluta, de superrealidad, si puede decirse así». De ahí procedía el reto bretoniano de considerar el imaginario como «lo que tiende a devenir real». De ahí nacía igualmente la admiración de Marcuse por esa ««jeunesse en colère» [que] ha unido a Karl Marx y a André Breton» bajo un mismo estandarte[71].

De la mano de Breton, Jacques Derrida ensalzaría también el arte de la demolición. Para este (anti) filósofo la tarea principal consistía en destruir. Es más, deconstruir oposiciones era a su juicio, «en primer lugar y en un momento dado, derrocar la jerarquía». Y añadía Derrida: «Descuidar esta fase de derrocamiento es olvidar la estructura conflictiva y subordinada de la oposición»[72]. Por lo tanto, no ceñirse al proceso del derribo implicaba mantener las jerarquías que tabulan el ordenado pensamiento burgués.

¿Y Marcuse aportó algo más en esa tormenta de descalificaciones y grandes rechazos? Este maître à penser «alternativo» había concluido que «la densidad, la opacidad sustancial de los «objetos», toda objetividad, parecen evaporarse»[73]. ¿Y por qué tanto pesimismo? Porque él había subrayado que «las dificultades que trae consigo el intento de realizar una verificación científica e inclusive de lograr una consistencia lógica son obvias y quizá invencibles»[74]. Porque «no queda[ba] naturaleza ni realidad humana para representar un cosmos sustancial. [… Porque] es a través de la propia práctica del hombre que el mundo técnico ha cristalizado en una «segunda naturaleza», schlechte Unmittelbarkeit (inmediatez perniciosa), más hostil quizás y más destructiva que la naturaleza inicial, la naturaleza pretécnica. […] De ahí que aparezca desprovisto de su logos o, más bien, su logos aparece despojado de toda realidad», argumentaba[75].

Marcuse minimizaba las ventajas racionales de la civilización e incidía en el carácter engañosamente científico de la objetividad para, al final, concluir que en «la construcción de la realidad tecnológica no hay orden científico puramente racional; el proceso de la racionalidad tecnológica es un proceso político»[76]. Tal enfoque suponía equiparar, siempre de modo negativo, «objetividad» con dominación política, «racionalidad» con autoritarismo económico-científico. Tal enfoque implicaba integrar las ciencias humanas, lo advertía un antiguo sesentayochista, «en una óptica diferente de la del conocimiento: la de una radicalidad destructiva que fascina a una parte de la intelligentsia y a espíritus con talento»[77].

 

 

Inteligencia en erección

 

La razón es la inteligencia en ejercicio; la imaginación es la inteligencia en erección.

Victor Hugo (1845-1850), Océan: «Faits et croyances».

 

Judith N. Shklar pudo escapar del horror nazi logrando, como Marcuse, la nacionalidad norteamericana. De origen judío también, esta filósofa nacida en Riga (Latvia) no compartió la visión «totalizante» de los integrantes de la Escuela de Fráncfort. Ella observaba cómo ciertos pensadores creen construir teoría usando la «utopía de la pura condena»[78]. Teniendo en cuenta esos afanes totalizantes Marcuse desaprobó toda la sociedad de su tiempo. En sus condenas colocó la racionalidad bajo los fundamentos eróticos del Ser. Al hacerlo, este filósofo heideggeriano-marxista reivindicó el componente existencial de la gratificación sexual. Es más, se asignó la tarea filosófica y política de desplazar el Logos ante el pujante Eros, y no por capricho, sino desde el imperativo de remodelar al ser humano y en su conjunto. Como él mismo dijo: «No se trata solamente de cambiar las instituciones, sino más bien, y es lo más importante, de cambiar totalmente a los hombres en sus actitudes, en sus instintos, en sus metas, en sus valores, etc. Yo creo que es por eso por lo que coinciden mis libros y el movimiento mundial de los estudiantes»[79].

Marcuse al exigir, como buen jacobino, el rechazo del viejo orden demandaba la fuerza libertadora de Eros. Su objetivo era «la erotización de todo el organismo» o, de otra manera, su plan consistía en hacer del cuerpo «una cosa para gozarla: un instrumento de placer»[80]. Y como no creía que la liberación de la libido pudiera abocar «a una sociedad de maníacos sexuales»[81], Marcuse planteaba rescatar las fuerzas libidinales de los grilletes de las pautas sociales para, de paso, abolir todas las normas tradicionales, así como los valores éticos que las justificaban.

Antes que él, el norteamericano Max Eastman, durante 2 años testigo en Rusia de la Revolución bolchevique, había ratificado que en los bolcheviques «la vida es impulsiva», que el pensamiento es «la definición del impulso y los medios para su satisfacción»[82]. Marcuse de la misma manera entendió que el «Eros» por ser refractario a la coherencia y a las reglas burguesas constituía la antítesis del Logos y, por tanto, era la pieza «clave» para la mutación política. Y para la transformación y erotización de la inteligencia humana. Pero había algo más. Él soñaba con un Logos sumiso a los deseos de Eros. Él reclamaba «un cambio en el patrón imperante, es decir, una liberación del pensamiento libre, crítico, radical y de las nuevas necesidades intelectuales e instintivas exigiría una ruptura con la neutralidad [… y con] una tolerancia y una objetividad que, de todos modos, solo operan en el ámbito de la ideología»[83].

En otras palabras: en las enseñanzas marcusianas cada persona se convertía en Eros, es decir, en alguien que rehúye el conocimiento aprendido, que en sus protestas políticas contra el mundo rompe con los tabúes establecidos y se concentra en la apertura instintiva de sus acciones sexuales para liberarse de esa tolerancia «represiva» que define a las sociedades capitalistas. Vistas así las cosas, «la libido no solo reactivaría simplemente estados precivilizados e infantiles, sino que también transformaría el contenido perverso de estos estados», sentenciaba Marcuse[84]. Y es que, según este filósofo, «con la transformación de la sexualidad en Eros, los instintos de la vida despliegan su orden sensual, mientras la razón llega a ser sensual hasta el grado en que abarca y organiza la necesidad en términos que protegen y enriquecen los instintos de la vida»[85].

Está claro que en Marcuse lo primario (deseos, instintos, diversiones…) prevalecía sobre lo intelectual, igual que en Nietzsche la realización del Superhombre se aliaba a la satisfacción de sus deseos. La utopía marcusiana ansiaba emancipar a «Eros» de los odiosos y represores artefactos de la lógica aristotélica. ¿Deseo versus razón? Sí, pero también «deseo» como medio de abatir la represión de ese «gran orden objetivo de las cosas que […] reproduce más o menos adecuadamente la sociedad en su conjunto», manifestaba Marcuse[86].

 

 

Ars erotica

 

Solo la liberación de los impulsos reprimidos y sublimados puede hacer añicos el sistema establecido de deseos y necesidades del individuo, y crear un lugar para el deseo de libertad.

Marcuse, Herbert (1975), ¿El fracaso de la Nueva Izquierda?

 

La vida en su total autenticidad solo hablaba a juicio de Marcuse a través de Eros. ¿Y eso adónde conducía? A que el Logos no era la Vida, sino el instrumento que da órdenes a la Vida, por ser el Logos, por ser «la razón» la llave que «posee positivamente el mundo como mundo»[87]. En consecuencia, la búsqueda de la objetividad que encarnaba el Logos empañaba la felicidad del ser humano. Por este motivo, este miembro de la Escuela de Fráncfort denunciaría que «la realidad actúa de acuerdo con las leyes de la razón que ya no están relacionadas con el lenguaje de los sueños»[88]; es más, que «cuando la filosofía concibe la esencia del ser como Logos es ya el Logos de la dominación —mandando, dominando, dirigiendo a la razón, a la que el hombre y la naturaleza deben sujetarse—»[89].

Frente al «Logos dominador» Marcuse ensalzaba la infinita libertad de la (auto) satisfacción… En su empeño por dejar atrás al ser unidimensional; en su lucha por romper moldes y abrazar al hombre nuevo «multidimensional»; los deseos emancipados de la sociedad flotaban en el espacio lubricado de la sexualidad. Su ars erotica era tremendamente transgresora. Y fuente de muchas polémicas, hasta el extremo de tener que defenderse Marcuse de las acusaciones que decían que su Eros era «destructor». «Yo no he hablado jamás ni implícitamente ni explícitamente de una política fundada sobre el placer de destruir»[90], dirá; yo he celebrado la presencia de un «Eros libre» cuyo impulso «no impide la existencia de relaciones sociales civilizadas duraderas; […] solo repele la organización sobre-represiva de relaciones sociales bajo un principio que es la negación del principio del placer»[91]. Sin embargo, ¿este pensador freudo-marxista no había enfatizado en «que era absolutamente necesario liberar la consciencia y, de otra parte, detectar toda posibilidad de falla en la estructura de la sociedad establecida»? ¿Y no había dicho Marcuse que «las fallas de la sociedad establecida están aún abiertas y es un deber capital utilizarlas»?[92] Y, por otra parte, ¿no había subrayado él que la «acción política […] insiste en una nueva moralidad y nueva sensibilidad»?[93]

Marcuse privilegió el juego, la alegría y el hedonismo, después de haber sentado a Marx en el diván del psicoanálisis. Por cierto, Marcuse no se psicoanalizó según se desprende de la entrevista que concedió al diario francés L’Express. En cambio, trató de rescatar las fuerzas primigenias de la sensualidad. ¿Con qué propósito? No solo como punto de partida de un renacido individuo, sino como arma política «revolucionaria». Al formular este proyecto político consiguió invertir los parámetros de la teoría psicoanalítica de Sigmund Freud. Es decir, para Marcuse los impulsos primarios del «Ello» (que mueven a las personas) debían desbaratar esos mecanismos (del «Superyo») que controlan la personalidad y amarran la sociedad. De ahí el valor extraordinario que concedía Marcuse a la lucha por el placer. Al fin y al cabo, Logos y Eros, siendo términos claves, «designan dos modos de negación; el conocimiento erótico, como el lógico, rompe el sostén de la realidad contingente establecida y lucha por una verdad incompatible con ella», señalaba Marcuse[94].

«La imaginación», había sentenciado Victor Hugo, «es la inteligencia en erección»Y en el caso de Marcuse fue la imaginación lo que llevó a este intelectual a tomar a Eros como aquel Ser redentor que podía salvarnos de los peligros de la sociedad capitalista. «Liberada de la esclavitud de la explotación, la imaginación, apoyada en los logros de la ciencia, podría dirigir su poder productivo hacia una reconstrucción radical de la experiencia y del universo de la experiencia», pensaba Marcuse[95]. Pero, ¿no incurría él en una enorme contradicción? Si «Eros» encarnaba la libertad «desatada», ¿qué hacía este filósofo «atando» a Eros a la regulación de su teoría?

 

 

Las llamadas de la Naturaleza

 

El sueño de Marcuse, una variante de Rousseau perfeccionada por Fourier, la bondad del hombre y el juego del trabajo.

Adrien Dansette (1971), Mayo del 68.

 

Wilhelm Reich había considerado la familia como fuente de la represión sexual y como origen del fascismo. Herbert Marcuse no se contentó, como Reich, con favorecer la primacía subversiva de Eros. También buscó destruir la sexualidad de la sociedad «capitalista», razón por la que asignó a Orfeo y a Narciso, esos alter egos de Eros, un importante papel político. En su perspectiva, Orfeo y Narciso abrían la puerta al «Nuevo Mundo». Y desde su estatus de héroes personificaban la «rebelión» contra la renuncia de la energía sexual, la «transgresión» de la cultura basada en el esfuerzo, en el orden. Y en el trabajo. Es una obviedad, pero el «revolucionario» Marcuse modificó el pensamiento de Freud desde su teoría «crítica» social. Y con el ánimo de crear correligionarios a su paso.

En una primera fase, Marcuse criticó el Logos. En una segunda, lo guillotina como rey despótico para, a continuación, tomar las pasiones, los instintos… como arma anticivilizatoria.

«En las exigencias de pensamiento y en la locura del amor se encuentra la negación destructiva de las formas de vida establecida», exponía Marcuse[96]. Sin duda, él estaba empleando la psicología como arma política al tiempo que usaba la estrategia «destructiva» como eslabón para ese resplandeciente futuro que él anunciaba.

Un detalle importante. En su profecía se palpaba la huella de Nietzsche. Recordemos que este intelectual trató de destruir al «filosófico» Apolo. ¿La razón? Apolo, según Nietzsche, se oponía al desenfrenado y vitalista Dioniso. Siguiendo el ejemplo de su compatriota, Marcuse también socavaría los valores occidentales. ¿El motivo? «Prometeo es el héroe cultural del esfuerzo y la fatiga, la productividad y el progreso a través de la represión»[97], mientras que la luz y la esperanza están encarnadas, a ojos de Marcuse, en Orfeo y Narciso. A fin de cuentas, y en contraposición a Prometeo, Orfeo y Narciso, «(como Dionisos, el antagonista del dios que sanciona la lógica de la dominación y el campo de la razón, con el que están emparentados) defienden una realidad muy diferente. Ellos no han llegado a ser los héroes culturales del mundo occidental: su imagen es la del gozo y la realización; la voz que no ordena, sino que canta; […] la liberación del tiempo que une al hombre con dios, al hombre con la naturaleza»[98].

La vida se entendía «como un «jardín» que puede crecer mientras hace crecer a los seres humanos» unidos a la naturaleza «en un orden no represivo»[99]. Y agregaba Marcuse: «Liberada de los requerimientos de la dominación, la reducción cuantitativa del tiempo de trabajo y de la energía empleada en él lleva a un cambio cualitativo en la existencia humana: el tiempo libre antes que el de trabajo determina su contenido»[100]. Y para dar más énfasis a sus reivindicaciones reclamaba en francés aquellos versos hedonistas de Charles Baudelaire que apuntaban a que «Là, tout n'est qu’ordre et beauté, / Luxe, calme, et volupté»[101].

 

El retorno del mito

 

Nosotros les persuadiremos de que no serán verdaderamente libres más que abdicando de su libertad a nuestro favor.

Fiódor Mijáilovich Dostoievski (1873-1874), Diario de un escritor.

 

Marcuse, el hombre que daba de comer a las palomas del Zoológico de San Diego, fue uno de los intelectuales que inició el desplazamiento de la justicia hacia la primacía de las luchas sexuales. Y no solo eso. En su utopía hizo regresar el mýthos. Y apelando a las ensoñaciones mi(s)tificadas de la imaginación no le importó actuar como un «ingeniero de almas». Pues bien, de esas distorsiones voluntarias de la verdad que son propias de todos los «neohegelianos» se quejaría Edward P. Thompson. Opuesto a la falsificación de los relatos políticos, este filósofo aseveraría: «La eliminación de criterios morales desde juicios políticos está mal; el miedo al pensamiento independiente, la incitación deliberada de tendencias antiintelectuales entre la gente está mal; la personificación de fuerzas de clase inconscientes…; todo esto está mal», exponía Thomson[102]. Al fin y a la postre, propiciar la defenestración de la objetividad no solo lleva al Babelismo; no solo azuza la política subversiva de la desviación por la desviación; no solo conduce al irracionalismo y al pesimismo moral; sino que justifica la actuación de una élite que se coloca, como aquellos defensores de la tiranía, por encima de gobernados y gobernantes para llevar a cabo su profecía. Y en el caso de Marcuse la profecía no era otra que someterse a la norma de ser sumiso a su profecía.

Ante tamaños despotismos, Thompson contraataca afirmando que los marxismos occidentales emanan «premisas profundamente antidemocráticas. Tanto si se trata de la Escuela de Frankfurt como de Althusser, ellos están marcados por ese mismo fuerte énfasis suyo en el peso ineludible de los modos ideológicos de dominación: una dominación que destruye cada espacio para la iniciativa o creatividad de la masa del pueblo, una dominación de la que solamente la minoría ilustrada de los intelectuales puede liberarse. [...] Es una triste premisa con la cual debería arrancar la teoría socialista (todos los hombres y mujeres, a excepción de nosotros, son originalmente estúpidos) y que conduce naturalmente a conclusiones pesimistas o autoritarias»[103].

 

 

¿Cuál es tu misión? La insumisión

 

Yo me inclino ante el hecho de que la Historia es más fuerte que nosotros y de que quizá este mensaje no sea entendido. Pero pienso que llegará su hora. A condición de tomar la insumisión por elección.

Jean-Luc Mélenchon (2016), Le choix de l'insoumission.

 

Ante la Historia, lo ha dicho este político y antiguo trotskista francés, únicamente cabe la obediencia anticipada, es decir, aceptar la fuerza irruptora de la rebeldía y tomar partido por la desobediencia sin esperar ni a hechos, ni a reflexiones ni a evidencias. ¡La Historia manda! Esto significa que el acto de aferrarse maquinalmente a la disciplina de la indisciplina condiciona la base del «ethos» revolucionario. En el mismo sentido de Mélenchon se ha posicionado Vincent Cespedes. Este filósofo señaló que los grafitis del 68 «constituyen un verdadero sistema filosófico. Inspirados en el surrealismo y en el dadaísmo, todos ellos dicen en el fondo la misma cosa: «¡Abrid los ojos! ¡Sed lúcidos! Si no desobedecéis, no sabréis adónde os conduce la obediencia»»[104]Ahora bien, ¿por qué no expresar, por la misma regla de tres, «¡Sed lúcidos! Si no desobedecéis las reglas de la insubordinación no sabréis adónde os conduce la sumisión a la insumisión»? Jamás oiremos este tipo de propuestas, pues el culto subversivo a la rebeldía es el abracadabra que sirve para criticarlo todo salvo, claro está, el propio dogma de la insumisión.

Dicho esto, y conocido el afán de transgresión, la apuesta revolucionaria de la década de los 60 se centró en la deculturización. ¿Pero cómo luchar contra hechos política, ecológica y laboralmente censurables si abrazamos la ignorancia «voluntaria»? En la crisis y declive de las verdades occidentales había contribuido el auge de los socialfascismos nacidos en la primera mitad del siglo pasado. Pero también habían contribuido los ataques organizados contra la inteligencia, que ponían en jaque la totalidad cultural de la realidad. Estas ofensivas llevadas a cabo por la «insumisa» clase intelectual entrañaron daños terribles ya que The Great Refusal, dicho en palabras de Marcuse, conllevó la vulneración de los mecanismos de control (supervisión, corrección y refutación) de las teorías. Y al primar el partidismo ideológico desaparecieron los mecanismos de evaluación. Y, peor, no solo surgieron la estupidez y la irresponsabilidad, sino que se asignó rango de heroísmo revolucionario a la ausencia de cultura y de inteligencia.

En esta degradación del sentido común cooperaban los credos revolucionarios, alabados por (alentar a) pensar fuera y al margen de cualquier marco occidental «burgués». ¿Se comprende ahora la atracción que sentían los jóvenes por esas distopías antiintelectuales que representaban Mao, Che Guevara, Ho Chi Min o Fidel Castro? ¿Y se comprende asimismo que esos jóvenes (y no pocos intelectuales) eligieran matar, por disciplinada indisciplina, los resortes de su inteligencia e incluso optaran por dar vida a sueños dictatoriales? falta de controles empíricos y lógicos el nihilismo fortaleció la necedad. Le Dantec notó las secuelas de rehusar la racionalidad. Depositadas todas las ilusiones en las palabras de políticos totalitaristas, él habló de cómo la pasión, que no la comprensión, «bloqueó nuestros cerebros»[105]. Otro antiguo sesentayochista incidiría también en la misma cuestión«Vosotros teníais, sin duda, el sentimiento confuso de sacrificar vuestra inteligencia. Eso estaba bien, dado que vuestra pretendida inteligencia hacía de vosotros unos intelectuales burgueses», relata Olivier Rolin. Y añadeexistía «un encanto por la fealdad, una seducción por el no-pensamiento». Incluso, «una voluntad de ser débil e idiota»[106].

Llegados hasta aquí, ¿hay que mantener el culto a una creatividad que genera idiotas? El ingeniero soviético Trofim Lysenko desconfiaba por fanatismo de la ciencia «burguesa» y durante décadas rechazó las evidencias genéticas de los cromosomas, todo ello con el fin de imponer una biología y una agricultura «marxistas». Su delirio ideológico adquirió tales desproporciones que llegó a «sembrar» la muerte» entre millones y millones de proletarios porque él, Lysenko, defendía «Sous la neige, le blé» («Bajo la nieve, se planta el trigo»).

Queda claro que cuando aceptamos acéfalamente la transgresión por la transgresión, entonces la norma de la «sumisión a la insumisión» nos conduce a una razón que prescinde de la razón. Pues bien, por esa fe arrogante en las utopías ha resultado que las teorías en el ámbito de las humanidades han venido aliándose a una ciencia «imaginaria», a una política «imaginaria» y a una filosofía «imaginaria». La escritura rebeldemente canónica o canónicamente rebelde ha acabado por instaurar literaturas «imaginarias», políticas «imaginarias» y... filosofías no menos «imaginarias». Con lo cual, la ciencia, la política y la filosofía (como relatos irreales) se enfrentan en este momento a la muerte, a su desaparición inmediata, puesto que, si todo es ficción, ¿qué espacio queda no ya para la novela, sino para la filosofía, para la política o para el conocimiento mismo de los hechos? Y en caso de reducir el acto de pensar a un acto de obligada rebeldía, ¿qué posibilidades hay de salir de ese bucle?, ¿y de qué medios disponemos para solucionar los problemas de las personas de carne y hueso? En política, en filosofía, en ciencia… nunca hay confianza extrema, sino confianza con necesaria desconfianza. Solo así podemos contrarrestar esos movimientos antiilustrados que alimentan la servidumbre ideológica.

 

 

La depravación del conocimiento

 

En un Estado es necesaria la depravación de las costumbres.

Marqués de Sade (1796), Historia de Juliette o Las bondades del vicio.

 

Esos intelectuales que aplaudieron a los jóvenes «underground» quisieron, por insumisión, tocar la bóveda de lo imposible. Y de la mano de una extraordinaria creatividad viajaron por los caminos de la transgresión con el fin de subvertir los límites ordinarios de la vida, de la sociedad. Y de la ciencia. De ahí esa fijación por exigir la realización de sus sueños. De ahí el origen de esa (pos) Modernidad belicistamente antiintelectual, uno de cuyos efectos «fue convulsionar la «cosmología racional» que subyace en la perspectiva burguesa del mundo como relación ordenada espacio y tiempo», lo indicó Daniel Bell. Y agregaba este sociólogo norteamericano: «El movimiento moderno se ha unido por rabia contra el orden social, como la primera causa, y por una creencia en el apocalipsis, como la causa final»[107].

Lejos de abandonar estas posturas, en los últimos 20 años primeras espadas de la filosofía han seguido alimentando la anemia de la anomia. ¡Viva el imaginario!, gritan estos vendedores de humos. Con sus querencias nietzscheanas impiden la democratización de la izquierda. Con sus querencias nietzscheanas alientan también la depravación de que los individuos más vulnerables, de que los colectivos socialmente más débiles se queden sin protección legal, social y política ante sujetos tendenciosamente arbitrarios, populistas y despóticos. Y es que, concebida la ciencia como conocimiento que no merece ser transmitido, el gesto de insubordinarse ante el conocimiento sigue siendo una apuesta de primer orden. De hecho, proliferan burgueses de paladar revolucionario (filósofos, periodistas, historiadores, pedagogos, políticos…) que aspiran a gobernar sobre los cerebros ajenos y convertir a un número elevado de ciudadanos en ciudadasnos. Y mientras esos burgueses «enragés» llevan a sus hijos a centros exquisitos que no repudian la transmisión de la buena cultura, curiosamente defienden al mismo tiempo proyectos infraeducativos para la gente sin recursos. Y ello con el fin de formar sujetos dóciles y analfabetos, vasallos muy aptos para sus luchas ideológicas. Nunca el ideal antiilustrado ha vivido horas tan amargas y de tantísima miseria intelectual. Nunca ha sido democráticamente tan dañino la noción rousseauniana de pluralismo. «Al fin, he comprendido qué es el pluralismocuando varias personas comparten mi opinión», explicaba con ironía el comunista italiano Pajetta[108].

Y acabo. De algunas de estas derivas ha dado cuenta el filósofo Jean-Pierre Le Goff. Este antiguo sesentayochista descubrió la paradoja de «que la izquierda en el poder ha institucionalizado de alguna manera el izquierdismo cultural, de modo que en el dominio de las artes, de la cultura, de la educación se ha convertido en una nueva ideología que vehicula una concepción problemática del ser humano y de la colectividad en nombre de la lucha contra las desigualdades y las discriminaciones […, ] que erosiona los principios estructuradores de las sociedades democráticas y que arremete contra el pedestal antropológico que especifica lo humano. El izquierdismo cultural reduce el arte y la cultura a una postura provocadora y nihilista»[109]. Y es que el izquierdismo cultural (que rara vez somete a escrutinio su propia herencia cultural) busca anular el legado que no forma parte de su legado. ¿Pero de verdad debemos tirar por la borda el trabajo de siglos, de hombres y mujeres por el hecho de que una minoría académica «despótica» lo considere oportuno? No hay duda, había acertado Tocqueville al señalar que con la Revolución francesa «vimos aparecer a revolucionarios de una clase desconocida que llevaron la osadía hasta la locura, que ninguna novedad pudo sorprender, ningún reparo frenar. […] Desde entonces han constituido una raza que se ha perpetuado y extendido por todos los lugares civilizados de la tierra, que en todas partes conserva la misma fisionomía, los mismos apasionamientos, el mismo carácter»[110].

Así que frente a la idea posmoderna (que Nietzsche selló en 1886 en uno de sus fragmentos inéditos) de que «no hay hechos, no hay más que interpretaciones», resulta que hay personas que reivindicamos el conocimiento basado en los hechos, no en la transmisión quimérica de los datos. Lo contrario supondría instaurar mafias intelectuales. Y patrocinar estafas. La crítica que nace del escepticismo ocupa un puesto relevante y necesario en muchos aspectos y momentos de la vida humana, pero no hasta el límite de ser utilizada como virus letal en manos de una élite «resentida», que propaga el desconocimiento por intolerancia a todo lo establecido y, peor, por amor a políticas dictatoriales.

 

 

Bibliografía

 

Así, patrimonio de charlatanes y tontainas, la filosofía cae en la marginalidad: oscila entre el humanismo hipócrita, el eclecticismo elaborado con conocimientos de segunda mano, el truco de magia etimológico a la manera de Heidegger, la banalidad pedante y la teología vergonzosa. Entonces, ¿para qué sirven realmente los filósofos? O al menos estos filósofos, si su filosofía ha resultado ser lo contrario de la filosofía, si la disciplina de liberación por excelencia ha degenerado poco a poco en esta letanía beata de fórmulas venidas de todos los estratos del tiempo y de todos los rincones del espacio, y si la supuesta escuela del rigor no es más que el refugio de la pereza intelectual y de la vileza moral. 

Jean-François Revel (1957), ¿Para qué los filósofos?

 

 

  • Baudelaire, Charles (1854), Invitation au Voyage, en línea.
  • Dansette, Adrien (1971), Mai 1968, Paris, Plon.
  • Dollé, Jean-Paul (1972), Le désir de révolution, Paris, Bernard Grasset.
  • Dostoievski, Fiódor Mijáilovich (1873-1874), Diario de un escritorCrónicas, artículos, crítica y apuntes, Madrid, Páginas de Espuma, 2010. Traducen Eugenia Bulatova, Elisa de Beaumont, & Liudmila Rabdanó.
  • Giroud, Françoise (2001), On ne peut pas être heureux tout le temps, Paris, Fayard.
  • Langellier, Jean-Pierre, Dictionnaire Victor Hugo, Paris, Perrin, 2014.
  • Marcuse, Herbert (Dezember 1978), Interview von Peter-Erwin Jansen, en Jansen, Peter-Erwin (ed., 1989), Befreiung Denken: ein politischer Imperativ: Materialien zu Herbert Marcuse. Offenbach del Meno, Verlag, 2000. Aquí hemos empleado la edición española del artículo de Peter-Erwin Jansen, titulado Marcuse y Heidegger: notas biográficas a partir del epistolario, Enrahonar, an International Journal of Theoretical and Practical Reason, nº 62, 2019. Traduce Andrés Gatica Gattamelati.
  • Mélenchon, Jean-Luc (2016), Le choix de l'insoumission. Entretien biographique avec Marc Endeweld, Paris, Éditions du Seuil.
  • Onfray, Michel (2018), L'autre pensée 68: Contre-histoire de la philosophie, tome XI, Paris, Bernard Grasset.
  • Revel, Jean-François (1957), Pourquoi des philosophes? Paris, René Julliard.
  • Roudinesco, Elisabeth (28 juillet 2015), La pensée de 68 est-elle épuisée?, journal Le Monde, en línea.
  • Sade, Donatien Alphonse François de (1797), Histoire de Juliette ou Les prospérités du vice, Hollande, première partie, en línea.

 

 

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NOTAS

[1] Las obras de Marcuse citadas en este trabajo pueden consultarse en línea en este enlace.

[2] Marcuse, Herbert (February 25, 1969), Interview with Dr. Herbert Marcuse, by Harold Keen. La entrevista fue emitida por el canal televisivo KFMB de la ciudad de San Diego (California). Puede leerse en Marcuse, Herbert, The New Left and the 1960s, vol. III, London-New York, Routledge, 2005, edited by Douglas Kellner, p. 131.

[3] Marcuse, Herbert (Das Ende der Utopie, 1967), La fin de l’Utopie, Neuchâtel-Paris, Delachaux et Niestlé Éditeurs-Éditions du Seuil, p. 62. Traduction Pierre-Henri Gonthier.

[4] Marcuse, Herbert (Scheitern der Neuen Linken?, 1979), Failure of the New Left?New German Critique, 18 (Fall 1979), p. 3. Translated by Biddy Martin. Este libro era fruto de la conferencia que, con el mismo título, Marcuse impartió en abril de 1975 en la Universidad de California, en Irvine.

[5] Marcuse, Herbert (1969), «The Realm of Freedom and the Realm of Necessity: A Reconsideration” and «Revolutionary Subject and Self-Government”, with a discussion by Ernst Bloch, en Praxis: a Philosophical Journal (Zagreb) 5 (1969), p. 25, en línea.

[6] Marcuse, Herbert (23 septembre 1968), 1968: L'Express va plus loin avec Herbert Marcuse, entretien par Françoise Giroud, Jacques Boetsch et Jean-Louis Ferrier, journal L'ExpressPuede leerse en https://www.lexpress.fr/actualite/politique/1968-l-express-va-plus-loin-avec-herbert-marcuse_2013310.html (23-VI-2021). Marcuse ha sido uno de los filósofos más entrevistados del s. XX. Una relación de sus entrevistas aparece en Douglas Kellner (1984), Herbert Marcuse and the Crisis of Marxism, Berkeley-Los Angeles, University of California Press, pp. 492-493.

[7] Marcuse, Herbert (23 septembre 1968), 1968: L'Express va plus loin avec Herbert Marcuseop. cit.

[8] Marcuse, Herbert (1969), «The Realm of Freedom and the Realm of Necessity: A Reconsideration”op. cit., p. 24.

[9] El título de«grand-père des enragés d’aujourd’hui» que recibe Marcuse aparece en Aron, Raymond (15 mai 1968), Réflexions d’un universitaire, journal Le Figaro.

[10] Grupos de estudiantes berlineses buscaban poner en marcha una Universidad «libre” como respuesta a la censura y al control ideológico que ejercía la Universidad de Berlín, bajo dominio comunista ruso desde el final de la Segunda Guerra Mundial.

[11] Habermas, Jürgen, et alii (Antworten auf Herbert Marcuse, 1968), Respuestas a Marcuse, Barcelona, Anagrama, 1969, pp. 11 y 15. Traduce José Sacristán.

[12] Marcuse, Herbert (Das Ende der Utopie, 1967), La fin de l’Utopieop. cit., p. 87. A partir de los debates y respuestas que dio a los alumnos berlineses germinó su libro El fin de la Utopía.

[13] Herbert Marcuse (1967), Liberation from the Affluent Society, en David Cooper (ed.), The Dialectics of Liberation, Harmondsworth-Baltimore, Penguin, 1968, p. 176. «Liberation from the Affluent Society” era la conferencia que Marcuse impartió en Londres en 1967.

[14] Marcuse, Herbert (1969), «The Realm of Freedom and the Realm of Necessity…”op. cit., p. 21.

[15] Marcuse, Herbert (23 septembre 1968), 1968: L'Express va plus loin avec Herbert Marcuseop. cit.

[16] Marcuse, Herbert, The New Left and the 1960s, vol. III, op. cit., p. 113.

[17] Marcuse, Herbert (5 April 1969), Letter to Theodor Adorno, en Theodor W. Adorno and Herbert Marcuse, Correspondence on the German Student Movement, New Left Review, no. 233 (January / February 1999), p. 125. Translated by Esther Leslie.

[18] Ibidem.

[19] Rioux, Marcel (1973), Entretien avec Herbert Marcuse, Forces, nº 22, §56, en línea.

[20] Marcuse, Herbert (Scheitern der Neuen Linken?, 1979), Failure of the New Left?op. cit., p. 5.

[21] Rioux, Marcel (1973), Entretien avec Herbert Marcuse, op. cit., §28.

[22] Marcuse, Herbert (1966), The Individual in the Great Society, Alternatives 1, magazine, 1966, issue 2, p. 35.

[23] Marcuse, Herbert (Scheitern der Neuen Linken?, 1979), Failure of the New Left?, op. cit., p. 11.

[24] Herbert Marcuse (1967), Liberation from the Affluent Societyop. cit., p. 184.

[25] Marcuse, Herbert, (1964), One-Dimensional Man, London-New York, Routledge, reprinted in 2007, p. 218.

[26] Marcuse, Herbert (1969), An Essay on Liberation, Boston, Beacon Press, preface, p. 7.

[27] Wittgenstein, Ludwig (1914-1951), Remarques mêlées, Paris, Flammarion, 2002, p. 154.

[28] Ibidem, p. 70.

[29] Ibid., p. 78.

[30] Marcuse, Herbert (1964), One-Dimensional Manop. cit., p. 186.

[31] La cursiva es mía. Lukacs, Georg (1909), Zur Soziologie des modernen Dramas, in Schriften zur Literatur-soziologie, Neuwied, Luchterhand, 1961, pp. 271-288, citado por Löwy, Michael (1976), Pour une sociologie des intellectuels révolutionnaires. L'évolution politique de Lukacs 1908-1929, édition digitale de Pierre Patenaude, Université du Québec à Chicoutimi, 2020, pp. 126-127.

[32] Marcuse, Herbert (Das Ende der Utopie, 1967), La fin de l’Utopieop. cit., p. 62.

[33] Horkheimer, Max, & Adorno, Theodor W., (Gesammelte Schriften: Dialektik der Aufklärung und Schriften 1940–1950), Dialectic of Enlightenment. Philosophical Fragments. Cultural Memory in the Present, Stanford, Stanford University Press, 2002, edited by Gunzelin Schmid Noerr, p. 28. Translated by Edmund Jephcott.

[34] Lefebvre­­, Henri (1968), Mai 68, L’Irruption, Paris, Éditions Syllepse, 1998, p. 91, passim.

[35] Baudrillard, Jean (1973), Le Miroir de la production ou l’illusion critique du matérialisme historique, Tournai, Casterman (poche), p. 120.

[36] Stille, Ugo (5 marzo 1968), Marcuse, il teorico della protesta, intervista a Herbert Marcuse, giornale Corriere della Sera.

[37] Marcuse, Herbert (March 1979), A conversation with Herbert Marcuse. On pluralism, future and Philosophy, by a Hungarian scholar. Puede leerse en Marcuse, Herbert, Marxism, Revolution and Utopia: Collected Papers of Herbert Marcuse, vol. VI, London-New York, Routledge, 2014, edited by Douglas Kellner, & Clayton Pierce, p. 416.

[38] Marcuse, Herbert, Marxism, Revolution and Utopia, vol. VI, op. cit., p. 269.

[39] Marcuse, Herbert (1972), Counterrevolution and Revolt, Boston, Beacon Press, second printing, p. 55. Rudi Dutschke era el líder del movimiento estudiantil alemán.

[40] Marcuse, Herbert (1969), Varieties of Humanism, en Center Magazine, Center for the Study of Democratic Institutions, Santa Barbara, June 1969, en línea.

[41] Marcuse, Herbert (23 septembre 1968), 1968: L'Express va plus loin avec Herbert Marcuseop. cit.

[42] Marcuse, Herbert (Das Ende der Utopie, 1967), La fin de l’Utopieop. cit., p. 49.

[43] Marcuse, Herbert (21 July 1969), Letter to Theodor Adorno, en Theodor W. Adorno and Herbert Marcuse, Correspondenceop. cit., pp. 134-135.

[44] Marcuse, Herbert (July 1967), The Problem of Violence and the Radical Oppositionlecture in the Free University of West Berlin, en línea.

[45] Marcuse, Herbert (Das Ende der Utopie, 1967), La fin de l’Utopieop. cit., p. 49.

[46] Marcuse, Herbert (1972), Counterrevolution and Revoltop. cit., p. 56.

[47] Marcuse, Herbert (1965), Repressive Tolerance, en Wolf, Robert P., Moore, Barrington Jr., & Marcuse, Herbert (1965), A critique of Pure Tolerance, Boston, Beacon Press, 1970, fifth printing, p. 103. Marcuse dedicó esta obra a sus estudiantes de la Universidad de Brandeis.

[48] Ibid, pp. 103-4. «Compréndase esto de una vez: si la violencia hubiera comenzado esta tarde, si jamás hubiese habido en la tierra explotación ni opresión, entonces tal vez esa preconizada no-violencia habría podido resolver el conflicto. Pero si todo el régimen y hasta vuestras ideas de no-violencia vienen condicionadas por una opresión milenaria, en tal caso vuestra pasividad no sirve más que para integraros en las filas de los opresores».

[49] Marcuse, Herbert (1965), Repressive Toleranceop. cit., p. 81.

[50] Marcuse, Herbert (Das Ende der Utopie, 1967), La fin de l’Utopieop. cit., p. 107

[51] Herbert, Marcuse (1967), Thoughts on the Defense of Gracchus Babeuf, in The Defense of Gracchus Babeuf Before the High Court of Vendôme, by François Noël Babeuf, Amherst, University of Massachusetts Press, 1967, edited by John Anthony Scott, p. 105.

[52] Marcuse, Herbert (1965), Repressive Toleranceop. cit., p. 109. Vuelve a repetirlo en las pp. 110-111.

[53] Marcuse, Herbert (c. 5-9 de mayo de 1968), Entrevista, en Cohn-Bendit, Sartre, & Marcuse (1968), La imaginación al poder, Barcelona, Argonauta, 1982, edición de Mario Pellegrini, p. 52.

[54] Marcuse, Herbert (1965), Repressive Toleranceop. cit., pp. 116-117.

[55] Marcuse, Herbert (c. 5-9 de mayo de 1968), Entrevista, en Cohn-Bendit, Sartre, & Marcuse (1968), La imaginación al poderop. cit., pp. 51-52.

[56] Roszak, Theodore (The Making of a Counter Culture. Reflections on the Technocratic Society and Its Youthful Opposition, 1968), El nacimiento de una contracultura. Reflexiones sobre la sociedad tecnocrática y su oposición juvenil, Barcelona, Kairós, 1981, p. 313. Traduce Ángel Abad.

[57] Marcuse, Herbert (1969), Postscript 1968, en Wolf, Robert P., Moore, Barrington Jr., & Marcuse, Herbert (1965), A critique of Pure Toleranceop. cit., p. 123.

[58] Marcuse, Herbert (Mord darf keine Waffe der Politik sein, September 1977), Murder is Not a Political Weapon, pp. 7-8. Translated by Jeffrey Herf, en línea.

[59] Eslogan aparecido en Nanterre (1968), recopilado por Legois, Jean-Philippe (2018), Les Slogans de 68, Paris, Éditions First, passim.

[60] Bourdieu, Pierre (1997), Méditations pascaliennes, Paris, Éditions du Seuil, p. 10.

[61] Marcuse, Herbert (23 septembre 1968), 1968: L'Express va plus loin avec Herbert Marcuseop. cit.

[62] Lefebvre­­, Henri (1968), Mai 68, L’Irruptionop. cit., p. 103.

[63] Barthes, Roland (1971), Sade, Fourier, Loyola, Madrid, Cátedra, 1977, prefacio, p. 17.

[64] Barthes, Roland (27 September 1967), Science vs Literature, Times Literary Supplement, en línea. Y en Barthes, Roland (1967), Le Bruissement de la langue. Essais critiques IV, Paris, Éditions du Seuil, 1984, p. 17.

[65] Anonyme (?? Mai 1968), Nous sommes en Marche, en Schnapp, Alain, & Vidal-Naquet, Pierre (1969), Journal de la Commune étudiante. Textes et documents Novembre 1967-Juin 1968, Paris, Éditions du Seuil, document nº 286, thèse 23, p. 630.

[66] Barthes, Roland (1967), The Death of the Author, Aspen Magazine, nº. 5/6, en Barthes, RolandLe Bruissement de la langueop. cit., p. 68.

[67] Marcuse, Herbert (1968), Declaraciones, en Cohn-Bendit, Sartre, & Marcuse (1968), La imaginación al poderop. cit., pp. 54-55.

[68] Thompson, Edward Palmer (1978), Poverty of theory, or An orrery of errors, en línea.

[69] Foucault, Michel (Preface to L'Anti-Oedipe: Capitalism and Schizophrenia by Gilles Deleuze et Felix Guattari, 1977), Préface à la traduction américaine du livre de Gilles Deleuze et Félix Guattari, L'Anti-Oedipe: capitalisme et schizophrénie, en Michel Foucault (1976-1988), Dits et Ecrits II, Paris, Gallimard, 2001, texte nº 189.

[70] Casullo, Nicolás (1999), Rebelión cultural y política de los ’60, en Casullo, Nicolás, et alii (1999), Itinerarios de la Modernidad. Corrientes del pensamiento y tradiciones intelectuales desde la Ilustración hasta la posmodernidad, Buenos Aires, Eudeba, 2009 reimpr., p. 175.

[71] Marcuse, Herbert (1969), An Essay on Liberationop. cit., p. 21.

[72] Derrida, Jacques (17 juin 1971), Entretien avec Jean-Louis Houdebine et Guy Scarpetta, en DerridaJacques (1972)Positions. Entretiens avec Henri Ronse, Julia Kristeva, Jean-Louis Houdebine, Guy Scarpetta, Paris, Éditions de Minuit, p. 56.

[73] Marcuse, Herbert (1964), World Without a Logos, Bulletin of the Atomic Scientists, 20: 1 (1964), p. 25.

[74] Marcuse, Herbert (Eros and Civilization, a philosophical inquiry into Freud, 1955), Eros y Civilizaciónuna investigación filosófica sobre Freud, Madrid, Sarpe, 1983, p. 68. Traduce Juan García Ponce.

[75] Marcuse, Herbert (1964), World Without a Logosop. cit., p. 25.

[76] Marcuse, Herbert (1964), One-Dimensional Manop. cit., p. 172.

[77] Le Goff, Jean-Pierre (2017), La gauche à l’agonie? 1968-2017, Paris, Perrin, coll. Tempus, p. 190.

[78] Shklar, Judith N. (1998), Political Thought and Political Thinkers, Chicago, University of Chicago Press, edited by Stanley Hoffmann, p. 166.

[79] Marcuse, Herbert (23 septembre 1968), 1968: L'Express va plus loin avec Herbert Marcuseop. cit.

[80] Marcuse, Herbert (Eros and Civilization, 1955), Eros y Civilizaciónop. cit., pp. 191 y 186.

[81] Ibidem, p. 186.

[82] Eastman, Max F. (1927), Marx and Lenin; the science of revolution, New York, A. and C. Boni, p. 79.

[83] Marcuse, Herbert (1966), The Individual in the Great Societyop. cit., p. 34.

[84] Marcuse, Herbert (Eros and Civilization, 1955), Eros y Civilizaciónop. cit., p. 187.

[85] Ibidem, p. 204

[86] Ibid., p. 57.

[87] Marcuse, Herbert (Hegels Ontologie und die Grundlegung einer Theorie der Geschichtlichkeit, 1932), L’ontologie de Hegel et la théorie de l’historicité, Paris, Gallimard, 1991, p. 275. Traduction G. Raulet et H.A. Baatsch.

[88] Marcuse, Herbert (Eros and Civilization, 1955), Eros y Civilizaciónop. cit., p. 137.

[89] Ibidemp. 120.

[90] Marcuse, Herbert (Das Ende der Utopie, 1967), La fin de l’Utopieop. cit., p. 87.

[91] Marcuse, Herbert (Eros and Civilization, 1955), Eros y Civilizaciónop. cit., pp. 54-55.

[92] Marcuse, Herbert (Das Ende der Utopie, 1967), La fin de l’Utopieop. cit., pp. 25 y 29.

[93] Marcuse, Herbert (1969), An Essay on Liberationop. cit., p. 26.

[94] Marcuse, Herbert (1964), One-Dimensional Manop. cit., p. 131.

[95] Ibidem, p. 35. Videtur p. 30.

[96] Marcuse, Herbert (1964), One-Dimensional Manop. cit., p. 131.

[97] Marcuse, Herbert (Eros and Civilization, 1955), Eros y Civilización, op. cit.p. 153.

[98] Ibidem.

[99] Ibid., p. 198.

[100] Ibid., p. 203.

[101] Ibid, p. 155. «Allí, no hay más que orden y belleza, / Lujo, calma y voluptuosidad». Marcuse dominaba perfectamente el francés, el español, el italiano. Y además del inglés y su lengua materna, el alemán, sabía ruso.

[102] Thompson, Edward Palmer (1957), Socialist Humanism, an epistole to the Philistins, journal The New Reasoner, nº. 1, Summer 1957. Puede leerse en E. P. Thompson and the Making of the New Left: Essays and Polemics, New York, Monthly Review Presse, edited by Cal Winslow, 2014, p. 44.

[103] Thompson, Edward Palmer (1978), Poverty of theory, or An orrery of errorsop. cit.

[104] Vincent Cespedes, Déclarations, en Vidalie, Anne (30 avril 2008), Sous les pavés, les slogans, journal L’Express. Vincent Cespedes es autor de Mai 68: La philosophie est dans la rue! (Paris, Larousse, 2008).

[105] Le Dantec, Jean-Pierre (1978), Les dangers du soleil, Paris, Presses d’Aujourd’hui, p. 112.

[106] Rolin, Olivier (2002), Tigre en papier, Paris, Éditions du Seuil, p. 163.

[107] Bell, Daniel (1976), The Cultural Contradictions of Capitalism, New York, Basic Books, 1978, pp. XXII y 51.

[108] Pajetta, Giancarlo (1982), Il ragazzo rosso, Milano, Mondadori, p. 33.

[109] Le Goff, Jean-Pierre (29 janvier 2017), Gauchisme culturel, le règne de la barbarie douce, interview avec Anne-Laure Debaecker, journal Valeurs, en línea.

[110] Tocqueville, Alexis de (1856), L’ancien régime et la révolution, livre III, chapitre II, édition digitale de Jean-Marie Tremblay, Université du Québec à Chicoutimi, 2018, p. 153.