La utopía «hippie» de Marcuse
María Teresa Glez. Cortés
Escuela Hispánica de Estudios Literarios
Heidegger dijo que el hombre moderno considera la totalidad del Ser como una materia prima para la producción y somete la totalidad del mundo al dominio y al orden de la producción (Herstellen).
Marcuse (1964), El Hombre Unidimensional[1].
Aquí no habrá una teoría
alternativa a la de Marcuse, sino dosis de escepticismo ante los extremismos
teóricos. Avanzo que los argumentos contra los imperialismos y sus guerras; que
las críticas a la rigidez institucional de las democracias liberales; que el
análisis del consumismo compulsivo; que las quejas por la destrucción de la
naturaleza; eso constituyó en Marcuse una excelente cosecha. Ahora bien, sus
llamadas a la violencia en contra de la democracia, sus reclamaciones contra
toda forma de represión sexual le permitieron no solo exponer la vida privada
ante la esfera pública, sino erosionar el concepto de verdad en nombre de su
utopía «terapéutica», «redentora». Como veremos, en su empeño totalizante de
remediar los defectos de Occidente, Marcuse
golpeó hasta lo inimaginable los fundamentos de la objetividad científica y
filosófica creando, aunque él no fue el único, una crisis de proporciones
incalculables de la que aún no hemos salido. Ese será, pues, nuestro tema.
Un marxista en los Estados
Unidos
¿Quién me crio? Definitivamente no la escuela, la Real Escuela Secundaria Prusiana. Solo hasta cierto punto mi familia. Mi padre era un hombre muy autoritario pero, como se suele decir, de buen corazón. Aunque eso no me afectó. Lo que realmente me crio fue la historia, tal y como la viví. Es decir, la Primera Guerra Mundial –fui reclutado en 1916– y la fallida revolución alemana de 1918-1919.
Herbert Marcuse (1978), Entrevista, por Peter-Erwin Jansen.
Tras alejarse en 1933 de la Alemania
nazi Herbert Marcuse alcanzaría Suiza. Percibiendo un sinnúmero de peligros,
este hijo de familia judía decidió buscar asilo en los Estados Unidos. Con solo
36 años era bien recibido en la ciudad de la Libertad, junto con otros muchos
exiliados alemanes. Nada más pisar suelo americano, y con la fama de
intelectual escoltándole, conseguía en 1934 un puesto en el Instituto
de Investigación Social que amablemente había habilitado la
Universidad de Columbia. Y en 1942 trabajará para la Oficina de Investigación
de Inteligencia del Gobierno de los EE. UU., cuya sección europea pasará a
dirigir. Acabada la II Guerra Mundial, en la década de 1950 Marcuse es profesor
en la Universidad de Columbia (Nueva York), de Harvard (Massachusetts), más tarde en la de Brandeis (Massachusetts) y posteriormente, y hasta
su jubilación, en la Universidad de San Diego (California). Disfrutaba de las
ventajas que le otorgaba la nacionalidad norteamericana y, sin embargo, jamás
escondió la opinión que tenía acerca de los EE UU. Por eso, a este emigrante de
origen alemán nacido en 1898 era habitual que le preguntaran qué veía de
intolerable en el estilo americano de vida. A lo que Marcuse contestaba: «A mí me resulta intolerable o, déjeme decirlo de esta manera,
encuentro razones para el cambio en este país porque tenemos una sociedad que
está involucrada en una destructiva y, desde mi perspectiva, agresiva guerra
contra uno de los pueblos más pobres y débiles de la tierra, una sociedad que
ha acumulado un terrible grado de agresividad y brutalidad, una sociedad que
despilfarra increíbles recursos»[2].
Como se desprende de sus palabras,
Marcuse era un duro adversario de la Guerra de Vietnam. Su oposición a la lucha
armada norteamericana conllevó la no renovación de su contrato en la
Universidad de Brandeis. Y por simpatizar
con las protestas de los estudiantes norteamericanos el entonces Gobernador de
California Ronald Reagan pediría su dimisión como profesor. En la querella de Marcuse contra el imperialismo
bélico influían, de un lado, las experiencias personales que había
acumulado en la cainita Europa y, de otro lado, las fuertes discrepancias
contra el capitalismo, motivadas por sus querencias marxistas. Eso explicaría
por qué a ojos de este filósofo el capitalismo era un lastre, en primer lugar,
para sí mismo y, en segundo término, para los países de régimen
anticapitalista. Y es que «por razones históricas la
Revolución socialista», sostenía Marcuse, «no tuvo éxito en el país industrial
más avanzado, sino en uno de los países más atrasados de Europa [Rusia]. Luego,
el socialismo-totalitarismo del Este se ha encontrado en un estado de lucha
permanente contra el capitalismo del Oeste cuyo poder no cesaba de aumentar. Es
obvio que ese desarrollo global», concluía Marcuse, «ha tenido una influencia
sobre la evolución interior del socialismo»[3].
Contra el capitalismo
La necesidad de libertad, que aparece espontáneamente en la revolución social como una vieja necesidad, es ahogada en el mundo capitalista.
Herbert Marcuse (1967), El fin de la Utopía.
Los países socialistas habían dado
pruebas de nefasta gestión política al suprimir todos los derechos y
libertades, y aplicar modelos industriales fallidos, impuestos desde la
burocracia del partido-dictadura. No obstante, en opinión de Marcuse esas
derivas se debían a la presión económica que desplegaban los países no socialistas,
en especial, EE. UU. Consciente de los efectos de la competencia, Marcuse, el
antiguo alumno de Edmund Husserl, señalaba: «Presionados por el
poder económico del capitalismo, y forzados a la coexistencia, los países
socialistas han sido condenados con el paso del tiempo a poner casi todo el
énfasis en desarrollar los medios de producción, en expandir el sector
productivo de la economía»[4].¿Condenados?
Por supuesto. Y, añadía retóricamente Marcuse, «¿esta coexistencia
pacífica no impone a las sociedades socialistas caminos y modos de producción,
caminos y modos de administración que van en contra de la transición a una
sociedad libre, movida por objetivos nuevos y aspiraciones nuevas?»[5]
Igual que los seguidores de
Jean-Jacques Rousseau consideraban «bueno» al ser humano y, por tanto, a la
sociedad la «causa» de todos los problemas, de la misma manera para Marcuse la
culpa de lo que ocurría en el seno de las sociedades socialistas la tenían las
naciones capitalistas. «Yo creo que muchas cosas
reprensibles que se producen en los países comunistas son el resultado de la
coexistencia rival, competitiva, con el capitalismo», reiteraba Marcuse.[6]. ¿También
las matanzas perpetradas por Stalin, Mao, Pol Pot… eran imputables a la
influencia del capitalismo?, este era un asunto que Marcuse silenció. Sin
embargo, en su concepción maniqueísta de la política colaboraban la fe,
intacta, en la revolución y el hecho de que él no creía que «el comunismo concebido por los grandes teóricos marxistas fuera,
por su naturaleza misma, agresivo y destructivo, al contrario»[7]. De
este modo, frente a las sociedades capitalistas, Marcuse veía «la sociedad socialista como sociedad cualitativamente
diferente [que] sería el logro de hombres y mujeres que se han liberado de la
cultura material e intelectual de la sociedad de clases y que son libres para
desarrollar un lenguaje, un arte y una ciencia que responden a y proyectan una
sociedad libre»[8].
Un dato a tener en cuenta. Las ideas
de este antiestalinista trascendían los libros de texto. Y aunque las teorías críticas de Max Horkheimer, de Walter Benjamin, de Eric Fromm, de Theodor W. Adorno…, todos ellos miembros de la Escuela de
Fráncfort, nunca recibieron el aplauso de las clases trabajadoras, Marcuse
consiguió el reconocimiento de quienes estaban en la edad de la rebeldía.
«El abuelo de los furiosos de hoy», como le llamaba Raymond
Aron[9], se sabía querido por los jóvenes. Su oposición a la Guerra
de Vietnam, su apoyo al Movimiento de los Derechos Civiles, sus simpatías por
las revueltas estudiantiles en EE. UU., Alemania, Italia, Francia…, le
daban notoriedad. Y prestigio. Con la fama a sus espaldas, al inicio de
julio de 1967, Marcuse se presenta al congreso internacional Dialéctica
de la Liberación. Allí, en Londres, aparecía arropado por seguidores muy
jóvenes (marxistas heterodoxos, anarquistas, hippies…). Días después, del
10 al 13 de julio asistiría a los actos organizados por el Comité de
Estudiantes de la Universidad Libre de
Berlín-Oeste[10]. A
su llegada a la antigua capital de Alemania el ambiente estaba políticamente muy crispado, pues unas semanas
antes, cuando los estudiantes alemanes se habían manifestado contra la visita del Sha de Persia y
un policía disparó a un estudiante provocándole la muerte, se habían desatado
grandes disturbios, protagonizados por los propios estudiantes
que, no era casualidad, llevaban a modo de santo y seña el libro de Marcuse
titulado La tolerancia represiva (1965). En estas
circunstancias la presencia de este filósofo «activista» levantó enorme
expectación: el Aula Magna de la Universidad
Libre estaba atestada de miles estudiantes y Marcuse habló de El
fin de la utopía y el problema de la violencia en la oposición.
Otros muchos universitarios no pudieron oír al «maestro celebrado de la
Nueva Izquierda», al «filósofo de la rebelión
juvenil», como así había calificado Jürgen Habermas a Marcuse[11].
Las aportaciones de Marcuse se
prolongaron en los debates berlineses sobre moral y política en la sociedad en
transición. Y sobre la guerra de Vietnam. La violencia del Estado
capitalista justificaba a su juicio la insumisión civil. Por eso, y ante
los estudiantes berlineses, Marcuse afirmó que «nosotros no combatimos una
sociedad terrorista. […] Combatimos una sociedad que funciona
extraordinariamente bien y, lo que es más importante, combatimos una sociedad
que ha logrado exitosamente eliminar la pobreza y la miseria en una proporción
que los estadios precedentes del capitalismo no habían conseguido»[12].
Marcuse rescataba la idea de luchar contra el capitalismo y hasta su derrota.
Hablaba «de la liberación de la sociedad opulenta, es decir, de las sociedades
industriales avanzadas»[13]. Sus tesis no aportaban ninguna novedad, pues la batalla a muerte
contra las sociedades prósperas había sido desarrollada por Karl Marx cien años
antes. Ahora bien, lo realmente novedoso era ver a los estudiantes apoyarse en
la autoridad de Marcuse para defender un nuevo orden político y justificar la
guerra contra los baluartes de Occidente. Es decir, lo novedoso era advertir lo
bien que conectaba Marcuse con los jóvenes «antisistema», a pesar de que estos por sus tendencias anarquistas
y consiguiente falta de organización «no
constituían», en opinión de Marcuse, «una fuerza revolucionaria»[14].
Preguntado por su
relación con los discentes, contestaba de esta forma: «Yo me siento solidario con el movimiento de los
«estudiantes en cólera», pero no soy en absoluto su portavoz. Es la prensa y la
publicidad las que me han dado ese título [...]. Yo me opongo en particular a
la yuxtaposición de mi nombre y de mi fotografía con los de Che Guevara,
Debray, Dutschke, etc. Porque esa gente verdaderamente ha
arriesgado y arriesga siempre su vida en el combate por una sociedad más
humana. Mientras que yo no participo en esa lucha más que por mis palabras y
mis ideas»[15].
Un intelectual «utópico»
Si sus ideas son más revolucionarias que las de Fidel Castro mismo, él [Marcuse] ha conservado el aspecto reservado y estudioso de un profesor de filosofía.
Marcel Rioux (1973), Entrevista con Herbert Marcuse.
Como filomarxista Marcuse
respaldaba las quejas de la juventud universitaria más politizada. Eso
despertaba hondas antipatías entre la «Legión [Norte] Americana». Eso le valió
la animadversión de los «Cristianos [Norteamericanos] Anticomunistas». Incluso,
los miembros del Ku Klux Klan, que veían en Marcuse a un (Sócrates) corruptor
de la juventud, le enviarían en julio de 1968 un mensaje de advertencia a su
despacho de la Universidad de San Diego. En la carta, tras
llamarle «cerdo perro comunista», le daban a Marcuse un plazo de 72 horas para abandonar los
Estados Unidos; de lo contrario, moriría. Marcuse no creyó que la misiva fuera
realmente remitida por el KKK[16]. No obstante, aceptó la
protección de la policía.
A Adorno le había confesado «que
estos estudiantes están influidos por nosotros (y desde luego no menos por ti)
–estoy orgulloso de eso y estoy dispuesto a aceptar el parricidio, incluso
aunque a veces duela–»[17]. Y no solo eso. Llegado al extremo de elegir entre
libertarios y represores, entre los jóvenes que se rebelan y los representantes
del orden, «entre la policía o los estudiantes izquierdistas, entonces yo
[Marcuse] estoy con los estudiantes –salvo una excepción crucial, a
saber, si mi vida es amenazada o si la amenaza de violencia es contra mi
persona y mis amigos, y esa amenaza es seria–»[18].
¿Pero por qué apoyar a los
jóvenes? En primer lugar, porque Marcuse
pensaba que el socialismo marxista, tanto en la teoría como en la práctica,
seguía limitado «a grupos minoritarios, particularmente a los de una élite
intelectual y a los jóvenes»[19]. En
segundo lugar, Marcuse, convencido «de
la enorme concentración de poder que representa[ba] la totalidad capitalista», observaba cómo en todas partes estallaban revueltas
contra el sistema «llevadas a cabo por grupos
minoritarios»[20]. Y,
en último lugar, porque para este ideólogo de origen europeo «los nuevos valores de las contraculturas anuncian en potencia
valores mucho más generales que conducen a una sociedad sin explotación»[21]. Lo cual implicaba, desde su perspectiva, «un cambio
radical en la relación entre las sociedades que «tienen» y «no tienen» –el
ascenso de una sociedad internacional más allá del Capitalismo y del Comunismo–»[22]. De
ahí sus palabras: «La alternativa clásica entre «socialismo o
barbarismo» es más urgente hoy que nunca»[23].
Al concebir la revolución como etapa
para llegar a la justicia, a la felicidad y, por extensión, a la auténtica
liberación, Marcuse dio alas a sus deseos desmedidos. Buscaba «una total transvaloración de valores, una nueva
antropología»[24]. E
igual que «el concepto de belleza, comprende toda la belleza no
realizada todavía, el concepto de libertad [comprende] toda la libertad no
alcanzada todavía», pensaba Marcuse[25]. ¿Desconocía
este intelectual que ningún sistema político —utópico o no— logra incluso desde
las mejores intenciones solucionar simultáneamente todos y cada uno de los
problemas de la realidad, aunque se pretenda? Esta observación no le preocupó a
Marcuse, pues él mantuvo la ilusión hippie, la utopía juvenil de «construir un reino de libertad que no es el del presente:
liberación también de las libertades del orden explotador –una liberación que
ha de preceder a la construcción de una sociedad libre, una [liberación] que
necesita una ruptura histórica con el pasado y el presente–»[26].
¿Y por qué no centrarse mejor en
solucionar las situaciones «concretas» que provocan la vulneración de los
derechos de las personas? Porque hay individuos que encuentran su inspiración
en la infinitud. Ese fue el caso de Marcuse. Téngase en cuenta que como
estudiante de filosofía había elaborado su tesis doctoral sobre Hegel y bajo la
dirección de otro filósofo alemán no menos idealista, Martin Heidegger. Por
tanto, no fue cosa del azar que Marcuse, un pensador muy familiarizado con
Hegel y muy cercano al idealismo alemán, lanzara la premisa de un mundo utópico
con cero conflictos y cero contrariedades. A estas derivas hubiera
contestado un contemporáneo suyo, Ludwig Wittgenstein, diciendo que para
el filósofo «siempre hay más pasto en los valles de la necedad»[27]. Sacamos
a relucir esta opinión despectiva por un motivo. A juicio de Wittgenstein «las doctrinas no sirven de nada»[28]. Y no valen ya que en el espacio político, pensaba
Wittgenstein, funcionan más las costumbres, más las tradiciones que el peso de
las evidencias, de modo que «si tú combates, tú
combates. Si tú esperas, tú esperas. Se puede combatir, esperar e incluso
creer, sin creer científicamente»[29].
La sentencia pesimista de Wittgenstein
parecía cumplirse a la perfección en Marcuse. Por eso, ¿este miembro de la
Escuela de Fráncfort reflotaba la tesis calvinista de que «la fe es una visión de las cosas que no se ven»? Cabe esa posibilidad. De hecho, a su contemporáneo
Wittgenstein le reprochó Marcuse su gusto por lo «limitado» o su incapacidad
por percibir ese «algo «oculto»» que revelan las
palabras[30]. Esta postura no era
nueva, formaba parte del ideario de los marxistas, ¿o se olvida que Lukács en
su Historia del Desarrollo del Drama Moderno (1909) ya había
pedido «lo palpable y lo no definible»?[31]
La izquierda sin «Pueblo»
– Harold Keen: ¿Está de acuerdo con las pancartas y banderolas que portan en Europa los estudiantes revolucionarios describiendo a «Marx como el profeta, a Marcuse como su intérprete, y a Mao como la espada»?
– Dr. Marcuse: No soy responsable de estas pancartas. Creo que es un gran, grandísimo honor para mí.
Herbert Marcuse (25-II-1969), Entrevista con el Dr. Herbert Marcuse, por Harold Keen.
En el apartado de
teóricos populistas sobresalió Frantz Fanon. Al dar protagonismo a los pueblos
del Tercer Mundo este filósofo quiso acometer la verdadera revolución. En su
proyecto, deseaba abrir la guerra al statu quo «capitalista» gracias a la ayuda
de los países pobres y tercermundistas, que no de la mano de ese proletariado
europeo que había perdido su espíritu combativo y, a juicio de Fanon, se había
convertido en agente colaborador del capitalismo. En ese mismo grupo de
intelectuales aguerridos también destacó Louis Althusser. Las críticas de este
intelectual marxista iban dirigidas contra el desconocimiento de la teoría
revolucionaria que padecía la clase trabajadora. Eso sin olvidar las invectivas
que lanzó Jean-Paul Sartre no ya contra el terrible analfabetismo de
los obreros, sobre el que había incidido Althusser. Sino contra el
inquietante inactivismo revolucionario que maniataba al
proletariado. Y es que en la paradoja de las paradojas los trabajadores no
eran, aun debiendo serlo, enemigos del
sistema capitalista. «El problema de nuestra época»,
lo dijo Marcuse, «es que la revolución, objetivamente necesaria, no constituye
de ninguna manera una necesidad sentida por las capas sociales a las que
tradicionalmente se considera revolucionarias»[32].
¿Se
podía confiar en los trabajadores cuya experiencia, mediatizada por los modos
del racionalizados del trabajo, «tiende
a regresar a la de los anfibios»?[33] Sin duda es a finales de los años 1960
cuando los intelectuales europeos se encuentran con un plan profético de
revolución, pero sin sujetos a quien salvar. Y es que desde que Marx anunció
que las masas obreras arrostraban la titularidad revolucionaria de demoler el
capitalismo habían pasado muchas cosas. Quizás la más notable fue comprobar, en
palabras de Henri Lefebvre, el vacío de «el mito del
proletariado»[34]. La inmovilidad de los
trabajadores destruía el carácter que Marx les había asignado. Con tantas
expectativas rotas, Baudrillard escribirá que «la clase obrera ya no es el
patrón «oro» de las revueltas»[35], mientras
que el amigo de Marcuse André Gorz –a quien
Marcuse había considerado representante del marxismo «auténtico»[36]– daría su Adiós al proletariado. Más allá del
socialismo en 1980. Pues bien, ante la reconocida pasividad de
las clases subalternas, los jóvenes de los
60 del siglo pasado se apropiarían de la fuerza tutelar de la
Historia. Y creyeron ser el despertador de
la justicia universal.
En estas
circunstancias, y con tal de arribar a una sociedad inmaculadamente perfecta, a Marcuse no le quedó otra salida que apoyar los brotes
de revolución que nacían, no de «el Pueblo», sino de los nuevos actores de la
sociedad capitalista: grupúsculos estudiantiles, hippies, provos, diggers,
panteras negras… Y mujeres. E igual que Sartre admitió «le champ des possibles», Marcuse
aplaudiría «the chance of alternatives». Por eso, verá en los
más jóvenes las semillas de la auténtica Humanidad. ¿Sorprende que este filósofo dedicara a los jóvenes militantes, a los
rebeldes, su Ensayo sobre la Liberación?
Cantos a la violencia
Creo que estás engañándote al no poder continuar sin participar en las posturas estudiantiles, debido a lo que ocurre en Vietnam o Biafra. Si realmente esa es tu reacción, entonces deberías no solo protestar contra el horror de las bombas de napalm, sino también contra las atroces torturas estilo chino que el Vietcong lleva a cabo permanentemente. Si tampoco lo tienes en cuenta, entonces la protesta contra los estadounidenses adquiere un carácter ideológico.
Theodor W. Adorno (5-V-1969), Carta a Marcuse.
Marcuse no habló de
la dictadura exterminadora que Mao, gran admirador de Stalin, practicaba a la
perfección en China. Tampoco detallaba Marcuse los horrores asesinos que
provocó Ho Chi Minh cuando lideraba el Frente Nacional de Liberación de
Vietnam o Vietcong. Solo se concentró en los efectos, terribles sin duda,
de la agresión estadounidense. A
lo sumo subrayaba Marcuse que
no hay vínculo entre él y Mao: «I do not admit any link
with Mao»[37], aunque
en otras ocasiones no le importó que
le relacionaran con Mao puesto que, en opinión de Marcuse, este líder «whatever he may do, is one of the great world historical
personalities»[38]. Incluso, si lo estimaba necesario, apelará
a La Larga Marcha de Mao para justificar la estrategia trotskista del
entrismo: ingresar en una asociación, grupo o empresa para destruirla. «Rudi Dutschke», explicaba Marcuse, «ha propuesto la
estrategia de la larga marcha a través de las instituciones:
trabajar contra las instituciones [capitalistas] establecidas mientras se
trabaja dentro de ellas [...]. La larga marcha incluye el esfuerzo concertado
de construir contrainstituciones»[39].
Sabido esto, en El
hombre unidimensional (1964) Marcuse insistirá en que el ser humano ha
perdido en Occidente su poder de negación, su capacidad de rechazo. Y no
solo eso. A su juicio, en las naciones industrialmente avanzadas la libertad y
la tolerancia conducían a la opresión y más cuando «en
esta sociedad todo puede ser integrado, cooptado, digerido»[40]. A ojos de Marcuse las
instituciones capitalistas carecían, por represoras, de todo viso de
legitimidad. Y, tras desautorizarlas, Marcuse procede a diferenciar entre
autoridad legítima y autoridad arbitraria. Y reclama «la primacía del derecho natural sobre el derecho
establecido, el derecho inalienable de resistencia contra la tiranía y contra
toda autoridad ilegítima»[41].
En la perspectiva de Marcuse
«hay una violencia de la opresión y una violencia de la liberación; hay una
violencia de la defensa de la vida y una violencia de la agresión»[42]. Tales
afirmaciones no eran aisladas. A Adorno le había propuesto que «deberíamos tener el coraje teórico de no identificar
la violencia de liberación con la violencia de la represión, todo ello
subsumido bajo la categoría general de dictadura. Por terrible que sea, el
campesino vietnamita que dispara a su terrateniente, que le ha torturado y
explotado durante décadas, no está haciendo lo mismo que el terrateniente que
dispara a los esclavos rebeldes»[43]. Pero,
además, Marcuse ante los estudiantes berlineses había expresado que «predicar la no violencia por principio reproduce la
violencia institucionalizada existente». Y concluía su
conferencia con estas palabras: «E incluso si no vemos
ninguna transformación, debemos seguir luchando. Debemos resistir si todavía
queremos vivir como seres humanos, trabajar y ser felices. En alianza con el
sistema, ya no podemos hacerlo»[44].
Marcuse, en definitiva, invocaba el
poder de la desobediencia civil por ser «uno de los elementos
más antiguos y sagrados de la civilización occidental». Y añadía: «El deber de resistir es el motor del desarrollo histórico,
el derecho y el deber de la desobediencia civil siendo ejercida como fuerza
potencialmente legítima y liberadora. Sin ese derecho de resistencia, sin la
intervención de un derecho más elevado contra el derecho existente, estaríamos
hoy todavía en el nivel de la barbarie primitiva»[45]. Llegados
a este punto, Marcuse acusa que «el radicalismo tiene
mucho que ganar a partir de la protesta «legítima» contra la guerra, la
inflación, el desempleo, la defensa de los derechos civiles […]. El terreno
para la construcción de un frente único es cambiante y, a veces, sucio, pero
está ahí...»[46] Y se pregunta: «En cuanto a la función histórica, ¿existe diferencia
entre la violencia revolucionaria y la reaccionaria, entre la violencia
ejercida por los oprimidos y la de los opresores? Visto éticamente: ambas
formas de violencia son inhumanas y nocivas, ¿pero desde cuándo se hace
historia con criterios éticos? Comenzar a aplicarlos en el momento en que los
oprimidos se alzan contra los opresores, los pobres contra los que poseen,
significa servir a los intereses de la violencia efectiva, debilitando la
protesta contra ella», pensaba Marcuse[47]. Con la intención de dar más solidez a sus
argumentos dice en francés: «Comprenez enfin ceci:
si la violence a commencé ce soir, si l'exploitation ni l’opprcsion n'ont
jamais existé sur terre, peut-être la non-violence affichée peut apaiser la
querelle. Mais si le régime tout entier et jusqu’à vos non-violentes pensées
sont conditionnées par une oppression millénaire, votre passivité ne sert qu’à
vous ranger du côté des oppreseurs» (Sartre, Prólogo a Frantz Fanon: Les
Damnés de la Terre, París, 1961, p. 22)[48].
Para Marcuse era «tarea y deber del intelectual recordar y preservar las
posibilidades históricas que parecen haberse convertido en posibilidades
utópicas»[49]. Y
con el propósito de preservar su utopía no quiso confinar el radicalismo
político «a los casos en que los gobernantes violan su propio
derecho positivo»[50]. De este modo y para alcanzar el
«summum bonum» había que cambiarlo todo y, por supuesto, transitar los caminos
de la violencia. Es más, parafraseando al comunista revolucionario Babeuf
(1760-1797), Marcuse comentará: «El Terror legítimo debe practicarse sin venganza y crueldad, solamente
en la protección del pueblo contra sus enemigos»[51].
Las bondades de la violencia
La violencia revolucionaria no añade violencia a la violencia, pues es una violencia que quiere acabar con la violencia, afirma Marcuse en la más pura tradición de la sofística hegeliana. Cuando el lector de Sartre y de Fanon degüella a un hombre no es un hombre matando, es una contribución a la realización del progreso de la humanidad.
Michel Onfray (2018), El otro pensamiento del 68: Contrahistoria de la filosofía.
Marcuse defendió la insumisión y la
violencia como vías de abrazar la revolución, una revolución cuya «tolerancia liberadora, entonces, significaría intolerancia
contra los movimientos de derechas y tolerancia con los movimientos de
izquierdas»[52]. Desde luego, llama la atención
ver a un alemán de origen judío que había huido del terrorismo nazi caer en la
apología de la violencia. «Los estudiantes no son
pacifistas; no más que yo. Creo que la lucha será necesaria, más necesaria que
nunca quizás si se vislumbra la posibilidad de un nuevo modo de vida. Los
estudiantes ven en el Che Guevara, en Fidel Castro, en Ho Chi Minh figuras
simbólicas que encarnan no solo la posibilidad de un nuevo camino hacia el
socialismo, sino también un nuevo socialismo exento de los métodos estalinistas», decía Marcuse[53]. Y
es que desde su punto de vista «ley y orden son siempre
y en todas partes la ley y el orden de quienes protegen la jerarquía
establecida; es absurdo invocar la absoluta autoridad de esta ley y de este orden
frente a aquellos que sufren por ella y luchan contra ella, –no por ventajas
personales y por venganza personal, sino por mantener su parte de humanidad–.
[…] Si usan la violencia no inician una nueva cadena de actos violentos, sino
que rompen con la establecida. Como serán golpeados, conocen el riesgo, y si
están decididos a aceptarlo, ningún tercero, y menos aún el educador y el
intelectual, tiene derecho a predicarles abstención»[54].
¿De las palabras de Marcuse se deduce
que la violencia resulta menos violenta cuando se inviste de legitimidad? Eso
parece. ¿Y quién sin error distingue la violencia liberadora de la represora?,
¿quién sin error juzga cuándo la violencia es legítima? De otro lado, ¿el
ejercicio de la violencia resultaba compatible con la meta marcusiana de
poner «los instintos de agresión al servicio de los instintos de
vida y educar a las jóvenes generaciones para la vida y no para la muerte»?[55] El norteamericano Theodore
Roszak criticaría el maniqueísmo en el que incurría Marcuse y en contra de este
autor diría: «Ideas de esta clase apenas si
requieren la luminosa justificación filosófica que Marcuse les ofrece. Su
legitimidad suele establecerse espontáneamente siempre que hay de por medio una
indignación recta y cabal y una fuerza revolucionaria. Estoy más de acuerdo con
Tolstoi quien, preguntado si no veía alguna diferencia entre la represión
reaccionaria y la represión revolucionaria, replicó que, por supuesto, había una
diferencia: La diferencia que hay entre la mierda de un gato y la de un perro»[56].
Cuando a finales de
los sesenta y en plena década de los setenta emergen con fuerza grupos
terroristas (Lucha Continua: Italia, Ejército Rojo: Japón, Acción Directa: Francia,
Células revolucionarias: Alemania, ETA: España), Marcuse ya había avivado,
aunque no fue el único, los fuegos de la violencia juvenil. ¿No había sido él
quien había dicho que la tolerancia, «bajo las condiciones predominantes de tiranía por la
mayoría, solo puede ser ganada con el esfuerzo sostenido de minorías radicales
que quieren romper esta tiranía y trabajar por la aparición de una libre y
soberana mayoría, [de] minorías intolerantes, militantemente intolerantes y
desobedientes a las reglas de conducta que toleran la destrucción y la
supresión»?[57] Pues
bien, con motivo de la aparición del terrorismo en la Alemania
Occidental Marcuse publicaría un brevísimo artículo en el que categóricamente
afirmaba que el terrorismo no podía ser considerado «legítima continuación del movimiento estudiantil». Argumentaba que «los terroristas
comprometen la lucha» de
la izquierda socialista, no sin dejar de reseñar que «las víctimas del terror representan el sistema», que «las víctimas del terror
no son inocentes»[58]. ¿Desconocía Marcuse que la
lucha armada alienta el auge de los individuos y sectores más reaccionarios de
la sociedad? ¿Había él olvidado lo que fue el terrorismo en manos de
estalinistas y socialistas nazis?
Fascinación por la transgresión
El izquierdismo era aceptado en tanto representaba una ruptura con las ideas, los comportamientos y los símbolos dominantes de una sociedad execrada.
Jean-Paul Dollé (1972), El deseo de revolución.
En Occidente es notoria la atracción
que ha ejercido cierto discurso filosófico-político. Tanto es así que a lo largo de los años se ha producido una confusión enorme
entre la teoría y las cosas. Y es que criticar la legitimidad del orden
político a través de oratorias transgresoras indujo (e induce) en muchas ocasiones
a caer bajo el embrujo de las palabras. Lo cual implica un alto e indeseado
coste intelectual, en especial cuando las palabras (con sus consignas)
«izquierdistas» o «derechistas» son más respetadas que la propia realidad y
usadas como criterio único de verdad.
En ese totum revolutum que
identifica lenguaje con realidad pudo arraigar un tipo de ensoñaciones que
alimentaban los abusos de confianza en (la literalidad de) los
textos. «El agresor no es el que se rebela, sino el que afirma», se leía
en las revueltas de 1968[59]. Este tipo de eslóganes
ha condicionado desde luego el gusto por frases rompedoras y epatantes. Es más,
ha propiciado que muchas personas sacrifiquen su inteligencia depositando sus
certezas en «las ilusiones de la logoterapia», como así las llamaba el sociólogo
Pierre Bourdieu[60].
Por supuesto, en el
auge de esos espejismos han colaborado tanto el desprecio a la
objetividad como la creencia de que la verdad solo es tal si viene
proclamada por el lenguaje antisistema de las vanguardias. Así se explicaría
por qué la objetividad, pieza clave dentro de la tradición liberal,
ha sido considerada durante años elemento dañino dentro de la tradición
«gauchiste». ¿Acaso se olvidan aquellos grafitis de Mayo del 68, en la
Universidad de la Sorbona, pidiendo: «Abajo la objetividad
parlamentaria de los grupúsculos. la inteligencia está del lado de la
burguesía. la creatividad, del lado de las masas. ¡no voten más!?» ¿Y no recordamos cómo Herbert Marcuse, el chamán de
las protestas, apoyaba las peticiones de esos estudiantes que buscaban colocar
coronas a lo imaginario situándose más allá de los hechos? Ante la prensa comentaba, eufórico, Marcuse: «Hay un
grafiti que me gusta mucho, es: «sean realistas, pidan lo imposible». Es magnífico. Y también: «Desconfíen, las orejas
tienen muros». ¡Esto es realista!»[61].
Con las
mieles de la utopía, los lemas del 68 daban forma a los sueños. «Prenez vos désirs pour réalité» («Tome sus deseos por
realidad»), «Sous les pavés, la
plage» («Debajo de los adoquines, la playa»), se decía. Pero Marcuse no era el único intelectual
que creía en la oniromántica. «La cuestión es
pensar lo impensable para una categoría de hombres que piensan con
ciertos conceptos y que tienen el poder», subrayaba el filósofo Henri
Lefebvre[62]. Por otro lado, el «marxista» Roland Barthes
también jugaría con los colores de las sinestesias. Y por oponerse a la
objetividad «liberal», se acogió a las leyes de la vanguardia y confesaba que
él escucha «el vuelo del mensaje, no el mensaje», que él ve «el
despliegue victorioso del texto significante, del texto terrorista, dejando que
se desprenda, como una piel ajada, el sentido establecido del discurso
represivo (liberal) que quiere cubrirlo constantemente»[63]. Y
es que para Barthes el discurso científico era, por
definición, opresor. Por eso él, «muy modestamente», reivindicaba «un código total que comporte sus propias fuerzas de destrucción.
Ello conlleva que, sola, la escritura puede romper la imagen teológica impuesta
por la ciencia, rehusar el terror paternal esparcido por la «verdad» abusiva de
los contenidos y de los razonamientos, abrir a la indagación el espacio
completo del lenguaje, con sus subversiones lógicas, mestizaje de códigos, con
sus desplazamientos semánticos, sus diálogos, sus parodias»[64].
La modernidad onírica con la que
fantaseaban jóvenes e intelectuales les daba la oportunidad de viajar
nómadamente. Los sueños transgresores que despertaba el uso de las palabras
eran la alfombra que les transportaba por distintos lugares. En definitiva, las emociones asociadas a las utopías
permitían reducir el pensamiento a fórmulas facilonas, simplistas, repletas de
relatos «sin datos». Y, lo más importante, permitían repudiar la objetividad. «Nosotros no queremos ser más gobernados por las «leyes de la
ciencia», que por las de la economía o los imperativos técnicos», indicaban los
estudiantes franceses del «68»[65].
Es obvio que la tarea primera
de quienes no toleran el sistema en el que viven consiste en deteriorar las
normas y, por tanto, en degradar el lenguaje. Y en su combate contra la
herencia recibida utilizan una ecuación de sensibilidades nihilistas que hace
inaplazable el imperativo de escombrar el orden social. ¿Extraña
que Barthes hablara de una actividad literaria «contrateológica,
propiamente revolucionaria»? ¿Extraña que este pensador observara
que «rehusar la detención del sentido es, en definitiva,
rechazar a Dios y sus hipóstasis, la razón, la ciencia, la ley»?[66]
«Fiel» infidelidad
Cuanto más fuerte es un pensamiento, más dogmas genera y más necesario es criticarlos. Derrida decía que la mejor forma de ser fiel a una herencia es ser infiel con ella.
Elisabeth Roudinesco (28 juillet 2015), La pensée de 68 est-elle épuisée?, journal Le Monde.
Igual que Platón, San Agustín,
Rousseau o Marx propusieron, desde sus parámetros, movimientos políticos
fundacionales ex nihilo, la gente de letras (que mayoritariamente
protagonizó en Europa los movimientos «protesta») vio en la objetividad a un
enemigo que no respalda las aventuras de la teopolítica ni amadrina esas
geografías utópicas cuyos caminos nadie ha visto ni pisado, salvo en los cielos
de la imaginación. Así que por fiel infidelidad sintieron que la objetividad
era algo en sí mismo aborrecible. O
dicho de otra manera. El acto de pelear a favor de
las «vanguardias» conllevaba desmantelar el conocimiento científico, filosófico
y político. Al fin y al cabo, «los estudiantes saben que la
sociedad absorbe las oposiciones y presenta lo irracional como racional», había explicado torticeramente Herbert Marcuse para justificar
el comportamiento «rebelde» de los jóvenes[67].
Pues bien, aunque en la elaboración
del conocimiento, también científico, la imaginación juega un papel destacado,
quienes se apoyan en la objetividad suelen por respeto a los datos desconfiar de esa «hýbris» (o desmedida) que
caracteriza al pensamiento «contrafáctico». Y al revés: quienes se mueven por la brújula de una
imaginación sin límites repudian cualquier certeza empirista
al tiempo que sostienen ese sortilegio fichteano que podría
resumirse así: «Si la teoría entra en conflicto con los hechos, tanto peor para
los hechos».
Una figura bregada en
los abusos del idealismo, nos referimos a Edward Palmer Thompson, advirtió que para muchos izquierdistas
el empirismo «es una manifestación nada respetable de ideología burguesa». ¿Una
manifestación nada admirable de ideología burguesa? Sin duda, ya
que a pesar de que a muchos burgueses, explicaba este disidente
comunista, «les gustaría ser revolucionarios, ellos mismos son el producto
de una coyuntura particular que ha roto los circuitos entre intelectualidad y
experiencia práctica» de modo que, añadía Thompson en referencia
directa a las trampas teóricas en que incurría el famoso filósofo Louis
Althusser, «pueden realizar psicodramas revolucionarios imaginarios (en
los que cada uno supera al otro adoptando posiciones verbales feroces)»[68].
No andaba descaminado Thompson,
pues Foucault en su prólogo a la edición norteamericana de El
Anti-Edipo sostenía la necesidad de hacer crecer «el pensamiento y los deseos por proliferación,
yuxtaposición y disyunción, antes que por subdivisión y jerarquización
piramidal», y mantenía la urgencia de liberarnos «de las viejas categorías de lo
Negativo (la ley, el límite, la castración, la carencia, la laguna) que el
pensamiento occidental ha tenido por sagradas durante tanto tiempo». Es más,
Foucault, por esa sumisión a la insumisión, apremiaba a considerar que «lo que es productivo no es sedentario, sino nómada»[69].
En estas circunstancias, empujar los
hechos más allá de sí y casi hasta el límite de la no conciencia ninguneaba los
criterios de evaluación y contraste. Pero, ¿cómo explicar tales
derroteros? Un argentino que vivió el París de las revueltas da con la
respuesta: «La provocación,
la posibilidad de ruptura, la utilización del lenguaje fuerte, el lenguaje
inconciliador. La palabra desbordando las normas institucionales, la palabra
mala, la mala palabra como revelación de una realidad de opresión, frente a las
buenas palabras simuladoras. La lucha en el plano del lenguaje, legal y
prohibido, reconocido y en falta, es también lucha cultural. El plano del
discurso, en todas sus manifestaciones, va a ser parte de las contiendas de los
años ’60»[70].
Karl Marx y André Breton
Marcuse, un nombre que no dirá nada a los menores de 40 años, pero que ha conocido alrededor de 1968 una verdadera y enorme fama. Era el gurú, el nuevo Marx, el profeta de los tiempos nuevos, lo que exasperaba a Raymond Aron: «¡un bobo, decía él, un bobo! ¿Cómo puede apasionarse por eso?»
Françoise Giroud (2001), No se puede ser feliz todo el tiempo.
El éxito de las contraverdades
dependió, en buena parte, del resurgimiento del surrealismo. Y de esa corriente
artística, que había nacido tras los fuegos de la Primera Guerra Mundial
influida por el dadaísmo, los jóvenes e intelectuales del Mayo francés
rescataron los desafíos del Manifiesto Surrealista (1924).
Recordemos que en dicho Manifiesto, André Breton expuso querer
diluir, querer resolver «las contradicciones
de los sueños y la realidad en una especie de realidad absoluta, de superrealidad,
si puede decirse así». De ahí procedía el reto
bretoniano de considerar el
imaginario como «lo que tiende a devenir real». De ahí nacía
igualmente la admiración de Marcuse por esa ««jeunesse
en colère» [que] ha unido a Karl Marx y a André Breton» bajo un mismo estandarte[71].
De la mano de Breton, Jacques Derrida
ensalzaría también el arte de la demolición. Para este (anti) filósofo la tarea
principal consistía en destruir. Es más, deconstruir oposiciones era a su
juicio, «en primer lugar y en un
momento dado, derrocar la jerarquía». Y añadía Derrida: «Descuidar esta fase de derrocamiento es
olvidar la estructura conflictiva y subordinada de la oposición»[72]. Por
lo tanto, no ceñirse al proceso del derribo implicaba mantener las jerarquías
que tabulan el ordenado pensamiento burgués.
¿Y Marcuse aportó
algo más en esa tormenta de descalificaciones y grandes rechazos? Este maître à penser «alternativo» había
concluido que «la densidad, la opacidad sustancial de los «objetos», toda
objetividad, parecen evaporarse»[73]. ¿Y
por qué tanto pesimismo? Porque él había
subrayado que «las dificultades que trae consigo el
intento de realizar una verificación científica e inclusive de lograr una
consistencia lógica son obvias y quizá invencibles»[74]. Porque «no
queda[ba] naturaleza ni realidad humana para representar un cosmos sustancial.
[… Porque] es a través de la propia práctica del hombre que el mundo técnico ha
cristalizado en una «segunda naturaleza», schlechte Unmittelbarkeit (inmediatez
perniciosa), más hostil quizás y más destructiva que la naturaleza inicial, la
naturaleza pretécnica. […] De ahí que aparezca desprovisto de su logos o, más
bien, su logos aparece despojado de toda realidad», argumentaba[75].
Marcuse minimizaba las ventajas
racionales de la civilización e incidía en el carácter engañosamente científico
de la objetividad para, al final, concluir que en «la construcción de la
realidad tecnológica no hay orden científico puramente racional; el proceso de
la racionalidad tecnológica es un proceso político»[76]. Tal
enfoque suponía equiparar, siempre de modo negativo, «objetividad» con
dominación política, «racionalidad» con autoritarismo económico-científico. Tal
enfoque implicaba integrar las ciencias humanas, lo advertía un antiguo
sesentayochista, «en una óptica diferente de la del conocimiento: la de una
radicalidad destructiva que fascina a una parte de la intelligentsia y a
espíritus con talento»[77].
Inteligencia en erección
La razón es la inteligencia en ejercicio; la imaginación es la inteligencia en erección.
Victor Hugo (1845-1850), Océan: «Faits et croyances».
Judith N. Shklar pudo escapar del
horror nazi logrando, como Marcuse, la nacionalidad norteamericana. De origen
judío también, esta filósofa nacida en Riga (Latvia) no compartió la visión
«totalizante» de los integrantes de la Escuela de Fráncfort. Ella observaba
cómo ciertos pensadores creen construir teoría usando la «utopía de
la pura condena»[78]. Teniendo en cuenta esos afanes totalizantes
Marcuse desaprobó toda la sociedad de su tiempo. En sus condenas colocó la
racionalidad bajo los fundamentos eróticos del Ser. Al hacerlo, este filósofo
heideggeriano-marxista reivindicó el componente existencial de la gratificación
sexual. Es más, se asignó la tarea filosófica y política de desplazar el Logos
ante el pujante Eros, y no por capricho, sino desde el imperativo de remodelar
al ser humano y en su conjunto. Como él mismo dijo: «No se trata solamente de cambiar las instituciones, sino más
bien, y es lo más importante, de cambiar totalmente a los hombres en sus
actitudes, en sus instintos, en sus metas, en sus valores, etc. Yo creo que es
por eso por lo que coinciden mis libros y el movimiento mundial de los
estudiantes»[79].
Marcuse al exigir, como buen
jacobino, el rechazo del viejo orden demandaba la fuerza libertadora
de Eros. Su objetivo era «la erotización de todo el organismo» o, de otra
manera, su plan consistía en hacer del cuerpo «una cosa para gozarla:
un instrumento de placer»[80]. Y
como no creía que la liberación de la libido pudiera abocar «a una
sociedad de maníacos sexuales»[81], Marcuse planteaba
rescatar las fuerzas libidinales de los grilletes de las pautas sociales para,
de paso, abolir todas las normas tradicionales, así como los valores éticos que
las justificaban.
Antes que él, el norteamericano Max
Eastman, durante 2 años testigo en Rusia de la Revolución bolchevique, había
ratificado que en los bolcheviques «la vida es impulsiva», que el
pensamiento es «la definición del impulso y los medios para su satisfacción»[82]. Marcuse
de la misma manera entendió que el «Eros» por ser refractario a
la coherencia y a las reglas burguesas constituía la antítesis del Logos y, por
tanto, era la pieza «clave» para la mutación política. Y para la transformación
y erotización de la inteligencia humana. Pero había algo más. Él soñaba con un
Logos sumiso a los deseos de Eros. Él reclamaba «un cambio en el
patrón imperante, es decir, una liberación del pensamiento libre, crítico,
radical y de las nuevas necesidades intelectuales e instintivas exigiría una
ruptura con la neutralidad [… y con] una tolerancia y una objetividad que, de
todos modos, solo operan en el ámbito de la ideología»[83].
En otras palabras: en las enseñanzas
marcusianas cada persona se convertía en Eros, es decir, en alguien que rehúye
el conocimiento aprendido, que en sus protestas políticas contra el mundo rompe
con los tabúes establecidos y se concentra en la apertura instintiva de sus
acciones sexuales para liberarse de esa tolerancia «represiva» que define a las
sociedades capitalistas. Vistas así las cosas, «la libido no solo reactivaría
simplemente estados precivilizados e infantiles, sino que también transformaría
el contenido perverso de estos estados», sentenciaba Marcuse[84]. Y
es que, según este filósofo, «con la transformación
de la sexualidad en Eros, los instintos de la vida despliegan su orden sensual,
mientras la razón llega a ser sensual hasta el grado en que abarca y organiza
la necesidad en términos que protegen y enriquecen los instintos de la vida»[85].
Está claro que en Marcuse lo primario
(deseos, instintos, diversiones…) prevalecía sobre lo intelectual, igual que en
Nietzsche la realización del Superhombre se aliaba a la satisfacción de sus
deseos. La utopía marcusiana ansiaba emancipar a «Eros» de los odiosos y
represores artefactos de la lógica aristotélica. ¿Deseo versus razón? Sí, pero
también «deseo» como medio de abatir la represión de ese «gran orden objetivo de las cosas que […] reproduce más o
menos adecuadamente la sociedad en su conjunto», manifestaba Marcuse[86].
Ars erotica
Solo la liberación de los impulsos reprimidos y sublimados puede hacer añicos el sistema establecido de deseos y necesidades del individuo, y crear un lugar para el deseo de libertad.
Marcuse, Herbert (1975), ¿El fracaso de la Nueva Izquierda?
La vida en su total autenticidad solo hablaba a juicio de Marcuse a través de Eros. ¿Y eso adónde conducía? A que el Logos no era la Vida, sino el instrumento que da órdenes a la Vida, por ser el Logos, por ser «la razón» la llave que «posee positivamente el mundo como mundo»[87]. En consecuencia, la búsqueda de la objetividad que encarnaba el Logos empañaba la felicidad del ser humano. Por este motivo, este miembro de la Escuela de Fráncfort denunciaría que «la realidad actúa de acuerdo con las leyes de la razón que ya no están relacionadas con el lenguaje de los sueños»[88]; es más, que «cuando la filosofía concibe la esencia del ser como Logos es ya el Logos de la dominación —mandando, dominando, dirigiendo a la razón, a la que el hombre y la naturaleza deben sujetarse—»[89].
Frente al «Logos dominador» Marcuse ensalzaba la infinita libertad de la (auto) satisfacción… En su empeño por dejar atrás al ser unidimensional; en su lucha por romper moldes y abrazar al hombre nuevo «multidimensional»; los deseos emancipados de la sociedad flotaban en el espacio lubricado de la sexualidad. Su ars erotica era tremendamente transgresora. Y fuente de muchas polémicas, hasta el extremo de tener que defenderse Marcuse de las acusaciones que decían que su Eros era «destructor». «Yo no he hablado jamás ni implícitamente ni explícitamente de una política fundada sobre el placer de destruir»[90], dirá; yo he celebrado la presencia de un «Eros libre» cuyo impulso «no impide la existencia de relaciones sociales civilizadas duraderas; […] solo repele la organización sobre-represiva de relaciones sociales bajo un principio que es la negación del principio del placer»[91]. Sin embargo, ¿este pensador freudo-marxista no había enfatizado en «que era absolutamente necesario liberar la consciencia y, de otra parte, detectar toda posibilidad de falla en la estructura de la sociedad establecida»? ¿Y no había dicho Marcuse que «las fallas de la sociedad establecida están aún abiertas y es un deber capital utilizarlas»?[92] Y, por otra parte, ¿no había subrayado él que la «acción política […] insiste en una nueva moralidad y nueva sensibilidad»?[93]
Marcuse privilegió el juego, la alegría y el hedonismo, después de haber sentado a Marx en el diván del psicoanálisis. Por cierto, Marcuse no se psicoanalizó según se desprende de la entrevista que concedió al diario francés L’Express. En cambio, trató de rescatar las fuerzas primigenias de la sensualidad. ¿Con qué propósito? No solo como punto de partida de un renacido individuo, sino como arma política «revolucionaria». Al formular este proyecto político consiguió invertir los parámetros de la teoría psicoanalítica de Sigmund Freud. Es decir, para Marcuse los impulsos primarios del «Ello» (que mueven a las personas) debían desbaratar esos mecanismos (del «Superyo») que controlan la personalidad y amarran la sociedad. De ahí el valor extraordinario que concedía Marcuse a la lucha por el placer. Al fin y al cabo, Logos y Eros, siendo términos claves, «designan dos modos de negación; el conocimiento erótico, como el lógico, rompe el sostén de la realidad contingente establecida y lucha por una verdad incompatible con ella», señalaba Marcuse[94].
«La imaginación», había sentenciado Victor Hugo, «es la inteligencia en erección». Y en el caso de Marcuse fue la imaginación lo que llevó a este intelectual a tomar a Eros como aquel Ser redentor que podía salvarnos de los peligros de la sociedad capitalista. «Liberada de la esclavitud de la explotación, la imaginación, apoyada en los logros de la ciencia, podría dirigir su poder productivo hacia una reconstrucción radical de la experiencia y del universo de la experiencia», pensaba Marcuse[95]. Pero, ¿no incurría él en una enorme contradicción? Si «Eros» encarnaba la libertad «desatada», ¿qué hacía este filósofo «atando» a Eros a la regulación de su teoría?
Las llamadas de la Naturaleza
El sueño de Marcuse, una variante de Rousseau perfeccionada por Fourier, la bondad del hombre y el juego del trabajo.
Adrien Dansette (1971), Mayo del 68.
Wilhelm Reich había considerado la
familia como fuente de la represión sexual y como origen del fascismo. Herbert Marcuse no se contentó, como Reich, con
favorecer la primacía subversiva de Eros. También buscó destruir la sexualidad
de la sociedad «capitalista», razón por la que asignó a Orfeo y a Narciso, esos
alter egos de Eros, un importante papel político. En su perspectiva, Orfeo y
Narciso abrían la puerta al «Nuevo Mundo». Y desde su estatus de héroes
personificaban la «rebelión» contra la renuncia de la energía sexual, la
«transgresión» de la cultura basada en el esfuerzo, en el orden. Y en el
trabajo. Es una obviedad, pero el «revolucionario» Marcuse modificó
el pensamiento de Freud desde su teoría «crítica» social. Y con el ánimo de
crear correligionarios a su paso.
En una primera fase, Marcuse criticó
el Logos. En una segunda, lo guillotina como rey despótico para, a continuación,
tomar las pasiones, los instintos… como arma anticivilizatoria.
«En las exigencias de pensamiento y en la locura del amor se encuentra la negación destructiva de las formas de vida establecida», exponía Marcuse[96]. Sin duda, él estaba empleando la psicología como arma política al tiempo que usaba la estrategia «destructiva» como eslabón para ese resplandeciente futuro que él anunciaba.
Un detalle importante. En su profecía se palpaba la huella de Nietzsche. Recordemos que este intelectual trató de destruir al «filosófico» Apolo. ¿La razón? Apolo, según Nietzsche, se oponía al desenfrenado y vitalista Dioniso. Siguiendo el ejemplo de su compatriota, Marcuse también socavaría los valores occidentales. ¿El motivo? «Prometeo es el héroe cultural del esfuerzo y la fatiga, la productividad y el progreso a través de la represión»[97], mientras que la luz y la esperanza están encarnadas, a ojos de Marcuse, en Orfeo y Narciso. A fin de cuentas, y en contraposición a Prometeo, Orfeo y Narciso, «(como Dionisos, el antagonista del dios que sanciona la lógica de la dominación y el campo de la razón, con el que están emparentados) defienden una realidad muy diferente. Ellos no han llegado a ser los héroes culturales del mundo occidental: su imagen es la del gozo y la realización; la voz que no ordena, sino que canta; […] la liberación del tiempo que une al hombre con dios, al hombre con la naturaleza»[98].
La vida se entendía «como un «jardín» que puede crecer mientras hace crecer a los seres humanos» unidos a la naturaleza «en un orden no represivo»[99]. Y agregaba Marcuse: «Liberada de los requerimientos de la dominación, la reducción cuantitativa del tiempo de trabajo y de la energía empleada en él lleva a un cambio cualitativo en la existencia humana: el tiempo libre antes que el de trabajo determina su contenido»[100]. Y para dar más énfasis a sus reivindicaciones reclamaba en francés aquellos versos hedonistas de Charles Baudelaire que apuntaban a que «Là, tout n'est qu’ordre et beauté, / Luxe, calme, et volupté»[101].
El retorno del mito
Nosotros les persuadiremos de que no serán verdaderamente libres más que abdicando de su libertad a nuestro favor.
Fiódor Mijáilovich Dostoievski (1873-1874), Diario de un escritor.
Marcuse, el hombre que daba de comer a las palomas del Zoológico de San Diego, fue uno de los intelectuales que inició el desplazamiento de la justicia hacia la primacía de las luchas sexuales. Y no solo eso. En su utopía hizo regresar el mýthos. Y apelando a las ensoñaciones mi(s)tificadas de la imaginación no le importó actuar como un «ingeniero de almas». Pues bien, de esas distorsiones voluntarias de la verdad que son propias de todos los «neohegelianos» se quejaría Edward P. Thompson. Opuesto a la falsificación de los relatos políticos, este filósofo aseveraría: «La eliminación de criterios morales desde juicios políticos está mal; el miedo al pensamiento independiente, la incitación deliberada de tendencias antiintelectuales entre la gente está mal; la personificación de fuerzas de clase inconscientes…; todo esto está mal», exponía Thomson[102]. Al fin y a la postre, propiciar la defenestración de la objetividad no solo lleva al Babelismo; no solo azuza la política subversiva de la desviación por la desviación; no solo conduce al irracionalismo y al pesimismo moral; sino que justifica la actuación de una élite que se coloca, como aquellos defensores de la tiranía, por encima de gobernados y gobernantes para llevar a cabo su profecía. Y en el caso de Marcuse la profecía no era otra que someterse a la norma de ser sumiso a su profecía.
Ante tamaños despotismos, Thompson contraataca afirmando que los marxismos occidentales emanan «premisas profundamente antidemocráticas. Tanto si se trata de la Escuela de Frankfurt como de Althusser, ellos están marcados por ese mismo fuerte énfasis suyo en el peso ineludible de los modos ideológicos de dominación: una dominación que destruye cada espacio para la iniciativa o creatividad de la masa del pueblo, una dominación de la que solamente la minoría ilustrada de los intelectuales puede liberarse. [...] Es una triste premisa con la cual debería arrancar la teoría socialista (todos los hombres y mujeres, a excepción de nosotros, son originalmente estúpidos) y que conduce naturalmente a conclusiones pesimistas o autoritarias»[103].
¿Cuál es tu misión? La
insumisión
Yo me inclino ante el hecho de que la Historia es más fuerte que nosotros y de que quizá este mensaje no sea entendido. Pero pienso que llegará su hora. A condición de tomar la insumisión por elección.
Jean-Luc Mélenchon (2016), Le choix de l'insoumission.
Ante la Historia, lo ha dicho este político y antiguo trotskista francés, únicamente cabe la obediencia anticipada, es decir, aceptar la fuerza irruptora de la rebeldía y tomar partido por la desobediencia sin esperar ni a hechos, ni a reflexiones ni a evidencias. ¡La Historia manda! Esto significa que el acto de aferrarse maquinalmente a la disciplina de la indisciplina condiciona la base del «ethos» revolucionario. En el mismo sentido de Mélenchon se ha posicionado Vincent Cespedes. Este filósofo señaló que los grafitis del 68 «constituyen un verdadero sistema filosófico. Inspirados en el surrealismo y en el dadaísmo, todos ellos dicen en el fondo la misma cosa: «¡Abrid los ojos! ¡Sed lúcidos! Si no desobedecéis, no sabréis adónde os conduce la obediencia»»[104]. Ahora bien, ¿por qué no expresar, por la misma regla de tres, «¡Sed lúcidos! Si no desobedecéis las reglas de la insubordinación no sabréis adónde os conduce la sumisión a la insumisión»? Jamás oiremos este tipo de propuestas, pues el culto subversivo a la rebeldía es el abracadabra que sirve para criticarlo todo salvo, claro está, el propio dogma de la insumisión.
Dicho esto, y conocido el afán de transgresión,
la apuesta revolucionaria de la década de los 60 se centró en la
deculturización. ¿Pero cómo luchar contra
hechos política, ecológica y laboralmente censurables si abrazamos la
ignorancia «voluntaria»? En la crisis y declive de las verdades occidentales
había contribuido el auge de los socialfascismos nacidos en la primera mitad
del siglo pasado. Pero también habían contribuido los ataques organizados
contra la inteligencia, que ponían en jaque la totalidad cultural de la
realidad. Estas ofensivas llevadas a cabo por la «insumisa» clase intelectual
entrañaron daños terribles ya que The Great Refusal, dicho en
palabras de Marcuse, conllevó la vulneración de los mecanismos de control
(supervisión, corrección y refutación) de las teorías. Y al primar el
partidismo ideológico desaparecieron los mecanismos de evaluación. Y, peor, no
solo surgieron la estupidez y la irresponsabilidad, sino que se asignó rango de
heroísmo revolucionario a la ausencia de cultura y de inteligencia.
En esta degradación del sentido común cooperaban los credos revolucionarios, alabados por (alentar a) pensar fuera y al margen de cualquier marco occidental «burgués». ¿Se comprende ahora la atracción que sentían los jóvenes por esas distopías antiintelectuales que representaban Mao, Che Guevara, Ho Chi Min o Fidel Castro? ¿Y se comprende asimismo que esos jóvenes (y no pocos intelectuales) eligieran matar, por disciplinada indisciplina, los resortes de su inteligencia e incluso optaran por dar vida a sueños dictatoriales? A falta de controles empíricos y lógicos el nihilismo fortaleció la necedad. Le Dantec notó las secuelas de rehusar la racionalidad. Depositadas todas las ilusiones en las palabras de políticos totalitaristas, él habló de cómo la pasión, que no la comprensión, «bloqueó nuestros cerebros»[105]. Otro antiguo sesentayochista incidiría también en la misma cuestión. «Vosotros teníais, sin duda, el sentimiento confuso de sacrificar vuestra inteligencia. Eso estaba bien, dado que vuestra pretendida inteligencia hacía de vosotros unos intelectuales burgueses», relata Olivier Rolin. Y añade: existía «un encanto por la fealdad, una seducción por el no-pensamiento». Incluso, «una voluntad de ser débil e idiota»[106].
Llegados hasta aquí, ¿hay que mantener
el culto a una creatividad que genera idiotas?
El ingeniero soviético Trofim Lysenko desconfiaba por fanatismo de la ciencia
«burguesa» y durante décadas rechazó las evidencias genéticas de los
cromosomas, todo ello con el fin de imponer una biología y una agricultura
«marxistas». Su delirio ideológico adquirió tales desproporciones que llegó a
«sembrar» la muerte» entre millones y millones de proletarios porque él,
Lysenko, defendía «Sous la neige, le blé» («Bajo la nieve, se planta el
trigo»).
Queda claro que cuando
aceptamos acéfalamente la transgresión por la transgresión, entonces la norma
de la «sumisión a la insumisión» nos conduce a una razón que prescinde de la
razón. Pues bien, por esa fe arrogante en las
utopías ha resultado que las teorías en el ámbito de las
humanidades han venido aliándose a una ciencia «imaginaria», a
una política «imaginaria» y a una filosofía «imaginaria». La
escritura rebeldemente canónica o canónicamente rebelde ha acabado por
instaurar literaturas «imaginarias», políticas «imaginarias» y...
filosofías no menos «imaginarias». Con lo cual, la ciencia, la política
y la filosofía (como relatos irreales) se enfrentan en este momento a la
muerte, a su desaparición inmediata, puesto que, si todo es ficción, ¿qué
espacio queda no ya para la novela, sino para la filosofía, para la política o
para el conocimiento mismo de los hechos? Y en caso de reducir el acto de
pensar a un acto de obligada rebeldía, ¿qué posibilidades hay de salir de ese
bucle?, ¿y de qué medios disponemos para solucionar los problemas de las
personas de carne y hueso? En política, en filosofía, en ciencia… nunca hay
confianza extrema, sino confianza con necesaria desconfianza. Solo así podemos
contrarrestar esos movimientos antiilustrados que alimentan la servidumbre
ideológica.
La depravación del conocimiento
En un Estado es necesaria la depravación de las costumbres.
Marqués de Sade (1796), Historia de Juliette o Las bondades del vicio.
Esos intelectuales que aplaudieron a los jóvenes «underground» quisieron, por insumisión, tocar la bóveda de lo imposible. Y de la mano de una extraordinaria creatividad viajaron por los caminos de la transgresión con el fin de subvertir los límites ordinarios de la vida, de la sociedad. Y de la ciencia. De ahí esa fijación por exigir la realización de sus sueños. De ahí el origen de esa (pos) Modernidad belicistamente antiintelectual, uno de cuyos efectos «fue convulsionar la «cosmología racional» que subyace en la perspectiva burguesa del mundo como relación ordenada espacio y tiempo», lo indicó Daniel Bell. Y agregaba este sociólogo norteamericano: «El movimiento moderno se ha unido por rabia contra el orden social, como la primera causa, y por una creencia en el apocalipsis, como la causa final»[107].
Lejos de abandonar estas posturas, en
los últimos 20 años primeras espadas de la filosofía han seguido alimentando la
anemia de la anomia. ¡Viva el imaginario!, gritan estos vendedores de humos.
Con sus querencias nietzscheanas impiden la democratización de la izquierda.
Con sus querencias nietzscheanas alientan también la depravación de que los
individuos más vulnerables, de que los colectivos socialmente más débiles se
queden sin protección legal, social y política ante sujetos tendenciosamente
arbitrarios, populistas y despóticos. Y es que, concebida la ciencia como
conocimiento que no merece ser transmitido, el gesto de insubordinarse ante el
conocimiento sigue siendo una apuesta de primer orden. De hecho, proliferan
burgueses de paladar revolucionario (filósofos, periodistas, historiadores,
pedagogos, políticos…) que aspiran a gobernar sobre los cerebros ajenos y
convertir a un número elevado de ciudadanos en ciudadasnos. Y mientras esos
burgueses «enragés» llevan a sus hijos a centros exquisitos que no repudian la
transmisión de la buena cultura, curiosamente defienden al mismo tiempo
proyectos infraeducativos para la gente sin recursos. Y ello con el
fin de formar sujetos dóciles y analfabetos, vasallos muy aptos para sus luchas
ideológicas. Nunca el ideal antiilustrado ha vivido horas tan amargas y de
tantísima miseria intelectual. Nunca ha sido democráticamente tan dañino la
noción rousseauniana de pluralismo. «Al fin, he comprendido qué es el
pluralismo: cuando varias
personas comparten mi opinión», explicaba con ironía el comunista italiano Pajetta[108]
Y acabo. De algunas de estas derivas ha dado cuenta el filósofo Jean-Pierre Le Goff. Este antiguo sesentayochista descubrió la paradoja de «que la izquierda en el poder ha institucionalizado de alguna manera el izquierdismo cultural, de modo que en el dominio de las artes, de la cultura, de la educación se ha convertido en una nueva ideología que vehicula una concepción problemática del ser humano y de la colectividad en nombre de la lucha contra las desigualdades y las discriminaciones […, ] que erosiona los principios estructuradores de las sociedades democráticas y que arremete contra el pedestal antropológico que especifica lo humano. El izquierdismo cultural reduce el arte y la cultura a una postura provocadora y nihilista»[109]. Y es que el izquierdismo cultural (que rara vez somete a escrutinio su propia herencia cultural) busca anular el legado que no forma parte de su legado. ¿Pero de verdad debemos tirar por la borda el trabajo de siglos, de hombres y mujeres por el hecho de que una minoría académica «despótica» lo considere oportuno? No hay duda, había acertado Tocqueville al señalar que con la Revolución francesa «vimos aparecer a revolucionarios de una clase desconocida que llevaron la osadía hasta la locura, que ninguna novedad pudo sorprender, ningún reparo frenar. […] Desde entonces han constituido una raza que se ha perpetuado y extendido por todos los lugares civilizados de la tierra, que en todas partes conserva la misma fisionomía, los mismos apasionamientos, el mismo carácter»[110].
Así que frente a la idea posmoderna
(que Nietzsche selló en 1886 en uno de sus fragmentos inéditos) de que «no hay hechos, no hay más que interpretaciones», resulta que hay personas que reivindicamos el
conocimiento basado en los hechos, no en la transmisión quimérica de los datos.
Lo contrario supondría instaurar mafias intelectuales. Y patrocinar estafas. La
crítica que nace del escepticismo ocupa un puesto relevante y necesario en
muchos aspectos y momentos de la vida humana, pero no hasta el límite de ser
utilizada como virus letal en manos de una élite «resentida», que propaga el
desconocimiento por intolerancia a todo lo establecido y, peor, por amor a
políticas dictatoriales.
Bibliografía
Así, patrimonio de charlatanes y tontainas, la filosofía cae en la marginalidad: oscila entre el humanismo hipócrita, el eclecticismo elaborado con conocimientos de segunda mano, el truco de magia etimológico a la manera de Heidegger, la banalidad pedante y la teología vergonzosa. Entonces, ¿para qué sirven realmente los filósofos? O al menos estos filósofos, si su filosofía ha resultado ser lo contrario de la filosofía, si la disciplina de liberación por excelencia ha degenerado poco a poco en esta letanía beata de fórmulas venidas de todos los estratos del tiempo y de todos los rincones del espacio, y si la supuesta escuela del rigor no es más que el refugio de la pereza intelectual y de la vileza moral.
Jean-François Revel (1957), ¿Para qué los filósofos?
- Baudelaire, Charles (1854), Invitation au Voyage, en línea.
- Dansette, Adrien (1971), Mai 1968, Paris, Plon.
- Dollé, Jean-Paul (1972), Le désir de révolution, Paris, Bernard Grasset.
- Dostoievski, Fiódor Mijáilovich (1873-1874), Diario de un escritor. Crónicas, artículos, crítica y apuntes, Madrid, Páginas de Espuma, 2010. Traducen Eugenia Bulatova, Elisa de Beaumont, & Liudmila Rabdanó.
- Giroud, Françoise (2001), On ne peut pas être heureux tout le temps, Paris, Fayard.
- Langellier, Jean-Pierre, Dictionnaire Victor Hugo, Paris, Perrin, 2014.
- Marcuse, Herbert (Dezember 1978), Interview von Peter-Erwin Jansen, en Jansen, Peter-Erwin (ed., 1989), Befreiung Denken: ein politischer Imperativ: Materialien zu Herbert Marcuse. Offenbach del Meno, Verlag, 2000. Aquí hemos empleado la edición española del artículo de Peter-Erwin Jansen, titulado Marcuse y Heidegger: notas biográficas a partir del epistolario, Enrahonar, an International Journal of Theoretical and Practical Reason, nº 62, 2019. Traduce Andrés Gatica Gattamelati.
- Mélenchon, Jean-Luc (2016), Le choix de l'insoumission. Entretien biographique avec Marc Endeweld, Paris, Éditions du Seuil.
- Onfray, Michel (2018), L'autre pensée 68: Contre-histoire de la philosophie, tome XI, Paris, Bernard Grasset.
- Revel, Jean-François (1957), Pourquoi des philosophes? Paris, René Julliard.
- Roudinesco, Elisabeth (28 juillet 2015), La pensée de 68 est-elle épuisée?, journal Le Monde, en línea.
- Sade, Donatien Alphonse François de (1797), Histoire de Juliette ou Les prospérités du vice, Hollande, première partie, en línea.
[1] Las
obras de Marcuse citadas en este trabajo pueden consultarse en línea en este
enlace.
[2] Marcuse, Herbert (February 25,
1969), Interview with Dr. Herbert Marcuse, by Harold Keen. La
entrevista fue emitida por el canal televisivo KFMB de la ciudad de San Diego
(California). Puede leerse
en Marcuse, Herbert, The New Left and the 1960s, vol. III,
London-New York, Routledge, 2005, edited by Douglas Kellner, p. 131.
[3] Marcuse, Herbert (Das Ende der Utopie, 1967), La
fin de l’Utopie, Neuchâtel-Paris, Delachaux et Niestlé Éditeurs-Éditions du Seuil,
p. 62. Traduction
Pierre-Henri Gonthier.
[4] Marcuse, Herbert (Scheitern der
Neuen Linken?, 1979), Failure of the New Left?, New German Critique, 18 (Fall 1979), p. 3. Translated by Biddy Martin. Este libro era
fruto de la conferencia que, con el mismo título, Marcuse impartió en abril de
1975 en la Universidad de California, en Irvine.
[5] Marcuse, Herbert (1969), «The
Realm of Freedom and the Realm of Necessity: A
Reconsideration” and «Revolutionary Subject and Self-Government”, with
a discussion by Ernst Bloch, en Praxis: a
Philosophical Journal (Zagreb) 5
(1969), p. 25, en línea.
[6] Marcuse, Herbert (23 septembre 1968), 1968: L'Express
va plus loin avec Herbert Marcuse, entretien par Françoise Giroud, Jacques
Boetsch et Jean-Louis Ferrier, journal L'Express. Puede
leerse en
https://www.lexpress.fr/actualite/politique/1968-l-express-va-plus-loin-avec-herbert-marcuse_2013310.html
(23-VI-2021). Marcuse ha sido uno de los
filósofos más entrevistados del s. XX. Una relación de sus entrevistas aparece
en Douglas Kellner (1984), Herbert Marcuse and the Crisis of
Marxism, Berkeley-Los Angeles, University of California Press, pp. 492-493.
[7] Marcuse, Herbert (23
septembre 1968), 1968: L'Express va plus loin avec
Herbert Marcuse, op. cit.
[8] Marcuse, Herbert (1969), «The
Realm of Freedom and the Realm of Necessity: A Reconsideration”, op.
cit., p. 24.
[9] El título de«grand-père des enragés
d’aujourd’hui» que recibe Marcuse aparece en Aron, Raymond (15
mai 1968), Réflexions d’un universitaire, journal Le Figaro.
[10] Grupos
de estudiantes berlineses buscaban poner en marcha una Universidad «libre” como
respuesta a la censura y al control ideológico que ejercía la Universidad de
Berlín, bajo dominio comunista ruso desde el final de la Segunda Guerra
Mundial.
[11] Habermas,
Jürgen, et alii (Antworten auf
Herbert Marcuse, 1968), Respuestas a Marcuse,
Barcelona, Anagrama, 1969, pp. 11 y 15. Traduce José Sacristán.
[12] Marcuse, Herbert (Das Ende der Utopie, 1967), La
fin de l’Utopie, op. cit., p. 87. A
partir de los debates y respuestas que dio a los alumnos berlineses germinó su
libro El fin de la Utopía.
[13] Herbert Marcuse (1967), Liberation
from the Affluent Society, en David Cooper (ed.), The
Dialectics of Liberation, Harmondsworth-Baltimore, Penguin, 1968, p. 176.
«Liberation from the Affluent Society” era la conferencia que Marcuse impartió
en Londres en 1967.
[14] Marcuse, Herbert (1969), «The
Realm of Freedom and the Realm of Necessity…”, op. cit., p. 21.
[15] Marcuse, Herbert (23
septembre 1968), 1968: L'Express va plus loin avec
Herbert Marcuse, op. cit.
[16] Marcuse, Herbert, The New
Left and the 1960s, vol. III, op. cit., p. 113.
[17] Marcuse, Herbert (5 April
1969), Letter to Theodor Adorno, en Theodor W. Adorno and Herbert Marcuse, Correspondence on the
German Student Movement, New Left Review, no. 233 (January
/ February 1999), p. 125. Translated by Esther Leslie.
[18] Ibidem.
[19] Rioux, Marcel (1973), Entretien
avec Herbert Marcuse, Forces, nº 22, §56, en línea.
[20] Marcuse, Herbert (Scheitern der
Neuen Linken?, 1979), Failure of the New Left?, op. cit., p.
5.
[21] Rioux, Marcel (1973), Entretien
avec Herbert Marcuse, op. cit., §28.
[22] Marcuse, Herbert (1966), The Individual in the Great Society, Alternatives 1,
magazine, 1966, issue 2, p. 35.
[23] Marcuse, Herbert (Scheitern der
Neuen Linken?, 1979), Failure of the New Left?, op. cit., p. 11.
[24] Herbert Marcuse (1967), Liberation
from the Affluent Society, op. cit., p. 184.
[25] Marcuse, Herbert, (1964), One-Dimensional
Man, London-New York, Routledge, reprinted in 2007, p. 218.
[26] Marcuse, Herbert (1969), An
Essay on Liberation, Boston, Beacon Press, preface, p. 7.
[27] Wittgenstein, Ludwig (1914-1951), Remarques
mêlées, Paris, Flammarion, 2002, p. 154.
[28] Ibidem, p. 70.
[29] Ibid., p. 78.
[30] Marcuse, Herbert (1964), One-Dimensional
Man, op. cit., p. 186.
[31] La cursiva es mía. Lukacs, Georg
(1909), Zur Soziologie des modernen Dramas, in Schriften
zur Literatur-soziologie, Neuwied, Luchterhand, 1961, pp. 271-288,
citado por Löwy, Michael (1976), Pour une sociologie des intellectuels
révolutionnaires. L'évolution politique de Lukacs 1908-1929, édition digitale
de Pierre Patenaude, Université du Québec à Chicoutimi, 2020, pp. 126-127.
[32] Marcuse, Herbert (Das Ende der Utopie, 1967), La
fin de l’Utopie, op. cit., p. 62.
[33] Horkheimer, Max, & Adorno,
Theodor W., (Gesammelte Schriften: Dialektik der Aufklärung und Schriften
1940–1950), Dialectic of Enlightenment. Philosophical Fragments.
Cultural Memory in the Present, Stanford, Stanford University Press, 2002,
edited by Gunzelin Schmid Noerr, p. 28. Translated by Edmund Jephcott.
[34] Lefebvre, Henri
(1968), Mai 68, L’Irruption, Paris, Éditions Syllepse, 1998, p. 91,
passim.
[35] Baudrillard, Jean (1973), Le Miroir de la production ou
l’illusion critique du matérialisme historique, Tournai, Casterman (poche),
p. 120.
[36] Stille, Ugo (5 marzo 1968), Marcuse,
il teorico della protesta, intervista a Herbert Marcuse, giornale Corriere
della Sera.
[37] Marcuse, Herbert (March 1979), A
conversation with Herbert Marcuse. On pluralism, future and Philosophy, by
a Hungarian scholar. Puede leerse en Marcuse,
Herbert, Marxism, Revolution and Utopia: Collected Papers of
Herbert Marcuse, vol. VI, London-New York, Routledge, 2014, edited by
Douglas Kellner, & Clayton Pierce, p. 416.
[38] Marcuse,
Herbert, Marxism, Revolution and Utopia, vol. VI, op.
cit., p. 269.
[39] Marcuse, Herbert (1972), Counterrevolution
and Revolt, Boston, Beacon Press, second printing, p. 55. Rudi Dutschke era
el líder del movimiento estudiantil alemán.
[40] Marcuse,
Herbert (1969), Varieties of Humanism, en Center Magazine,
Center for the Study of Democratic Institutions, Santa Barbara, June 1969, en
línea.
[41] Marcuse, Herbert (23
septembre 1968), 1968: L'Express va plus loin avec
Herbert Marcuse, op. cit.
[42] Marcuse, Herbert (Das Ende der Utopie, 1967), La
fin de l’Utopie, op. cit., p. 49.
[43] Marcuse, Herbert (21 July
1969), Letter to Theodor Adorno, en Theodor W. Adorno and Herbert Marcuse, Correspondence, op.
cit., pp. 134-135.
[44] Marcuse, Herbert (July 1967), The Problem of Violence and the
Radical Opposition, lecture in the Free University of West
Berlin, en línea.
[45] Marcuse, Herbert (Das Ende der Utopie, 1967), La
fin de l’Utopie, op. cit., p. 49.
[46] Marcuse, Herbert (1972), Counterrevolution
and Revolt, op. cit., p. 56.
[47] Marcuse, Herbert (1965), Repressive
Tolerance, en Wolf, Robert P., Moore, Barrington Jr., & Marcuse,
Herbert (1965), A critique of Pure Tolerance, Boston, Beacon Press,
1970, fifth printing, p. 103. Marcuse dedicó esta obra a sus
estudiantes de la Universidad de Brandeis.
[48] Ibid, pp. 103-4. «Compréndase esto de una vez: si la violencia hubiera
comenzado esta tarde, si jamás hubiese habido en la tierra explotación ni
opresión, entonces tal vez esa preconizada no-violencia habría podido resolver
el conflicto. Pero si todo el régimen y hasta vuestras ideas de no-violencia
vienen condicionadas por una opresión milenaria, en tal caso vuestra pasividad
no sirve más que para integraros en las filas de los opresores».
[49] Marcuse, Herbert (1965), Repressive
Tolerance, op. cit., p. 81.
[50] Marcuse, Herbert (Das Ende der Utopie, 1967), La
fin de l’Utopie, op. cit., p. 107
[51] Herbert,
Marcuse (1967), Thoughts on the Defense of Gracchus Babeuf, in The
Defense of Gracchus Babeuf Before the High Court of Vendôme, by
François Noël Babeuf, Amherst, University of Massachusetts Press, 1967, edited
by John Anthony Scott, p. 105.
[52] Marcuse,
Herbert (1965), Repressive Tolerance, op. cit., p.
109. Vuelve a repetirlo en las pp. 110-111.
[53] Marcuse,
Herbert (c. 5-9 de mayo de 1968), Entrevista, en Cohn-Bendit,
Sartre, & Marcuse (1968), La imaginación al poder, Barcelona,
Argonauta, 19825ª, edición de Mario Pellegrini, p. 52.
[54] Marcuse,
Herbert (1965), Repressive Tolerance, op. cit., pp.
116-117.
[55] Marcuse,
Herbert (c. 5-9 de mayo de 1968), Entrevista, en Cohn-Bendit,
Sartre, & Marcuse (1968), La imaginación al poder, op.
cit., pp. 51-52.
[56] Roszak, Theodore (The Making of a
Counter Culture. Reflections on the Technocratic Society and Its Youthful
Opposition, 1968), El nacimiento de una contracultura. Reflexiones
sobre la sociedad tecnocrática y su oposición juvenil,
Barcelona, Kairós, 19817ª, p. 313. Traduce Ángel Abad.
[57] Marcuse,
Herbert (1969), Postscript 1968, en Wolf, Robert P., Moore,
Barrington Jr., & Marcuse, Herbert (1965), A critique of Pure
Tolerance, op. cit., p. 123.
[58] Marcuse, Herbert (Mord darf keine Waffe der Politik sein,
September 1977), Murder is Not a Political Weapon, pp. 7-8. Translated by Jeffrey Herf, en línea.
[59] Eslogan aparecido en Nanterre (1968), recopilado
por Legois, Jean-Philippe (2018), Les Slogans de 68, Paris, Éditions
First, passim.
[60] Bourdieu, Pierre (1997), Méditations
pascaliennes, Paris, Éditions du Seuil,
p. 10.
[61] Marcuse, Herbert (23 septembre 1968), 1968: L'Express
va plus loin avec Herbert Marcuse, op. cit.
[62] Lefebvre, Henri (1968), Mai 68, L’Irruption, op. cit.,
p. 103.
[63] Barthes, Roland (1971), Sade, Fourier,
Loyola, Madrid, Cátedra, 1977, prefacio, p. 17.
[64] Barthes, Roland (27 September 1967), Science vs Literature, Times Literary Supplement, en línea. Y en
Barthes, Roland (1967), Le Bruissement de la langue. Essais critiques
IV, Paris, Éditions du Seuil, 1984, p. 17.
[65] Anonyme (?? Mai
1968), Nous sommes en Marche, en Schnapp, Alain, & Vidal-Naquet, Pierre (1969), Journal de la Commune
étudiante. Textes et documents Novembre 1967-Juin 1968, Paris, Éditions du
Seuil, document nº 286, thèse 23, p. 630.
[66] Barthes, Roland (1967), The Death of the Author,
Aspen Magazine, nº. 5/6, en Barthes, Roland, Le
Bruissement de la langue, op. cit., p. 68.
[67] Marcuse, Herbert (1968), Declaraciones, en Cohn-Bendit,
Sartre, & Marcuse (1968), La imaginación al poder, op.
cit., pp. 54-55.
[68] Thompson, Edward
Palmer (1978), Poverty of theory, or An orrery of
errors, en línea.
[69] Foucault, Michel (Preface to L'Anti-Oedipe:
Capitalism and Schizophrenia by Gilles Deleuze et Felix Guattari,
1977), Préface à la traduction américaine du livre de Gilles Deleuze et Félix
Guattari, L'Anti-Oedipe: capitalisme et schizophrénie, en Michel
Foucault (1976-1988), Dits et Ecrits II, Paris, Gallimard,
2001, texte nº 189.
[70] Casullo,
Nicolás (1999), Rebelión cultural y política de los ’60, en
Casullo, Nicolás, et alii (1999), Itinerarios de la
Modernidad. Corrientes del pensamiento y tradiciones intelectuales desde la
Ilustración hasta la posmodernidad, Buenos Aires, Eudeba, 20095ª reimpr.,
p. 175.
[71] Marcuse, Herbert (1969), An
Essay on Liberation, op. cit., p. 21.
[72] Derrida, Jacques (17 juin 1971), Entretien avec Jean-Louis Houdebine et Guy Scarpetta,
en Derrida, Jacques
(1972), Positions. Entretiens avec Henri Ronse, Julia Kristeva, Jean-Louis
Houdebine, Guy Scarpetta, Paris,
Éditions de Minuit, p. 56.
[73] Marcuse, Herbert (1964), World
Without a Logos, Bulletin of the Atomic Scientists, 20: 1 (1964), p.
25.
[74] Marcuse, Herbert (Eros and Civilization, a
philosophical inquiry into Freud, 1955), Eros y Civilización, una investigación filosófica sobre Freud, Madrid, Sarpe, 1983, p. 68. Traduce Juan García Ponce.
[75] Marcuse, Herbert (1964), World
Without a Logos, op. cit., p. 25.
[76] Marcuse, Herbert (1964), One-Dimensional
Man, op. cit., p. 172.
[77] Le Goff,
Jean-Pierre (2017), La gauche à l’agonie? 1968-2017, Paris, Perrin,
coll. Tempus, p. 190.
[78] Shklar, Judith N. (1998), Political
Thought and Political Thinkers, Chicago, University of Chicago Press,
edited by Stanley Hoffmann, p. 166.
[79] Marcuse, Herbert (23
septembre 1968), 1968: L'Express va plus loin avec
Herbert Marcuse, op. cit.
[80] Marcuse, Herbert (Eros and Civilization,
1955), Eros y Civilización, op. cit., pp. 191 y 186.
[81] Ibidem, p. 186.
[82] Eastman, Max F. (1927), Marx
and Lenin; the science of revolution, New York, A. and C. Boni, p. 79.
[83] Marcuse, Herbert (1966), The Individual in the Great Society, op.
cit., p. 34.
[84] Marcuse, Herbert (Eros and Civilization,
1955), Eros y Civilización, op. cit., p. 187.
[85] Ibidem, p. 204
[86] Ibid., p. 57.
[87] Marcuse, Herbert (Hegels Ontologie und
die Grundlegung einer Theorie der Geschichtlichkeit, 1932), L’ontologie
de Hegel et la théorie de l’historicité, Paris, Gallimard, 1991, p. 275.
Traduction G. Raulet et H.A. Baatsch.
[88] Marcuse, Herbert (Eros and Civilization,
1955), Eros y Civilización, op.
cit., p. 137.
[89] Ibidem, p. 120.
[90] Marcuse, Herbert (Das Ende der Utopie, 1967), La
fin de l’Utopie, op. cit., p. 87.
[91] Marcuse, Herbert (Eros and Civilization, 1955), Eros y Civilización, op. cit., pp. 54-55.
[92] Marcuse, Herbert (Das Ende der Utopie, 1967), La
fin de l’Utopie, op. cit., pp. 25 y 29.
[93] Marcuse, Herbert (1969), An
Essay on Liberation, op. cit., p. 26.
[94] Marcuse, Herbert (1964), One-Dimensional
Man, op. cit., p. 131.
[95] Ibidem, p. 35. Videtur p.
30.
[96] Marcuse, Herbert (1964), One-Dimensional
Man, op. cit., p. 131.
[97] Marcuse,
Herbert (Eros and Civilization,
1955), Eros y Civilización, op.
cit., p. 153.
[98] Ibidem.
[99] Ibid.,
p. 198.
[100] Ibid.,
p. 203.
[101] Ibid,
p. 155. «Allí, no hay más que orden y belleza, / Lujo, calma y
voluptuosidad». Marcuse dominaba perfectamente el francés, el
español, el italiano. Y además del inglés y su lengua materna, el alemán, sabía
ruso.
[102] Thompson, Edward Palmer (1957), Socialist Humanism, an epistole to the Philistins, journal The New Reasoner, nº. 1, Summer 1957. Puede leerse en E. P. Thompson and the Making of the New Left: Essays and Polemics, New York, Monthly Review Presse, edited by Cal Winslow, 2014, p. 44.
[103] Thompson, Edward Palmer
(1978), Poverty of theory, or An orrery
of errors, op. cit.
[104] Vincent Cespedes, Déclarations,
en Vidalie, Anne (30 avril 2008), Sous
les pavés, les slogans, journal L’Express. Vincent Cespedes es
autor de Mai 68: La philosophie est dans la rue! (Paris, Larousse, 2008).
[105] Le Dantec, Jean-Pierre (1978), Les dangers du soleil, Paris, Presses
d’Aujourd’hui, p. 112.
[106] Rolin, Olivier (2002), Tigre en papier,
Paris, Éditions du Seuil, p. 163.
[107] Bell, Daniel (1976), The
Cultural Contradictions of Capitalism, New York, Basic Books, 1978, pp. XXII y 51.
[108] Pajetta, Giancarlo
(1982), Il ragazzo rosso, Milano, Mondadori, p. 33.
[109] Le Goff,
Jean-Pierre (29 janvier 2017), Gauchisme
culturel, le règne de la barbarie douce, interview avec Anne-Laure
Debaecker, journal Valeurs, en línea.
[110] Tocqueville, Alexis
de (1856), L’ancien régime et la révolution, livre III,
chapitre II, édition digitale de Jean-Marie Tremblay, Université du
Québec à Chicoutimi, 2018, p. 153.