06 junio 2016

La ciencia: en interés del desinterés

 



La ciencia: en interés del desinterés

 

María Teresa Glez. Cortés

 

Es una enfermedad haber dejado de ser empírico.
Michel Onfray (2015), Cosmos.

 

Considero que la tarea del conocimiento sólo funciona como verdad «justificada». Pero con la crisis de la filosofía demasiados intelectuales han renunciado a mirar a su alrededor. Y eclipsados, cuando no, heridos por el auge de la física, de la química, de la biología..., han hecho gala de una ignorancia militante con la que evitar entrar en los campos del conocimiento científico.

La particularidad de conferir rasgo inclusive de heroísmo a la falta de cultura científica viene fomentada por ese idealismo que suele anidar en el ámbito de las Humanidades y que persigue validar los autologismos en contra de cualquier control empírico y lógico. Un ejemplo de lo que decimos queda plasmado en Sade, Fourier, Lozoya, una obrita en la que Roland Barthes certifica a modo de confesión: «a mí me seduce el sujeto del discurso, no el sujeto de la realidad», mientras que en La cámara lúcida reconoce que «mis historias son una forma de cerrar los ojos». Claro, ante el afán de buscar una objetividad sin objetos, ¡qué hubiesen dicho de estas extravagancias Tales, Demócrito, Aristarco de Samos y otros fundadores de la filosofía!  

Si estas tendencias, en absoluto inocentes, avivan el hiato entre Humanidades y Ciencias, en otros bosques vemos prosperar otro idealismo. Hablo del cientificismo. Y ya sabemos que este tipo de idealismo, el cientificismo, define la ciencia desde pretensiones omnímodas y como conjunto de saberes indudables. Parecerá una perogrullada, mas el ser humano, que puede ser muchas cosas, ontológicamente nunca es omnisciente. Por supuesto, en caso de obviar esta evidencia adscribimos rasgos de infinitud a nuestra mortal condición. Y encabezamos el disparate de pretender vivir sin suelo ni techo, de creer que existimos sin límites ni términos. 

No cabe desgarrar el desarrollo del pensamiento de nuestra relación con la experiencia. Y como «lo que sabemos es una gota de agua; [y] lo que ignoramos es el océano», declaraba Isaac Newton, ¿por qué en la tarea de conocer, pregunto, prestamos buena parte de nuestra energía intelectual a establecer absolutos hasta  defender el relato antes que el dato y hundirnos en la custodia cuartelera de una teoría? Dependemos de las condiciones concretas espacio-temporales para (sobre) vivir. Y razonar. Con otras palabras. Anhelar una realidad atópica o descarnada de la propia realidad nos conduce al vacío que de sí refirió Louis Althusser: «mi universo de pensamiento está abolido. Ya no puedo pensar».

 

 

1

El dogmatismo del dogmatismo. Y del antidogmatismo

 

Zhuang Zi comenta: «Mira cuán felices van los pececillos que se mueven ágiles y libres entre las aguas del río».

Hui Zi, que era maestro de lógica, responde a su discípulo: «Si no eres un pez, ¿de dónde deduces que los peces son felices?»

 

No es cosa agradable cabalgar con alguien que susurra al oído «eres limitado». Quizá por eso, a veces, y en contra de cualquier acto de prudencia, queremos enterrar la debilidad de nuestras fronteras en lo irrefutable. Lo señalo porque en el momento en que los cientificistas envuelven los descubrimientos científicos en una atmósfera hegeliana de objetividad «pura», acaban manejando una imagen sobrehumana y, por ende, irreal del conocimiento. Y cuando determinados filósofos, sujetos a la alabanza de la ignorancia, infravaloran las virtudes de la episteme científica invocan cual Antiprometeo la nostalgia de lo primitivo.

Llegados hasta aquí, ¿podemos abandonar los peligros de esa inerrancia que azuza el cientificismo y acaso superar la ignorancia como destino final, que promueve el escepticismo radical?, porque elevar los niveles de certeza por encima de nuestra terrestre humanidad minimiza los sistemas de control de cualquier investigación. Y a la postre ubica las teorías en los lienzos de la inmunidad e impunidad. Y al revés.  Aplaudir la inexistencia de verdades objetivas aduciendo la falta total de coherencia o de «hilos», que eso es lo que expresa el «nihilismo», no hace menos arrogantes, menos dogmáticos a los seguidores de la posmodernidad.

Ante este panorama digo que tenemos desaciertos de juicio y de percepción en bastantes ocasiones, y además nos influyen modas e ideologías en la elaboración de paradigmas. Así que querer adentrarse en los mapamundis del absoluto es afán delirante, toda vez que la defensa de una ciencia / anticiencia infalible lleva implícito el sello de una ciencia / anticiencia totalitaria. Esta es la causa de mi oposición a esas escuelas que caen, sea por caminos cientificistas, sea por el influjo del nihilismo, en la tentación parmenídea de descansar, id est, en la pretensión de haber encontrado para siempre las esencias inalterables de la Verdad. O de la antiVerdad.

¿Cómo salir del círculo de estas paradojas? Dar la espalda a las tácticas de ensayo y error de los primeros homínidos es una equivocación. Y reclamar certezas absolutas nunca equivale a reflexionar. Además, no hay conocimiento que no esté envuelto en problemas o enigmas.  Entonces, «¿cuál es el criterio racional de progreso científico en la búsqueda de la verdad? [...] La respuesta es: la ciencia es una actividad crítica. Examinamos críticamente nuestras hipótesis. Las criticamos a fin de poder encontrar errores, en la esperanza de eliminar los errores y así llegar más cerca de la verdad»[1].

En consecuencia, el científico, el filósofo, el historiador o académico... no pueden desertar de su profesión porque madurar intelectualmente implica examinar con espíritu abierto las teorías. Y detectar fallos en raciocinios y pruebas experimentales. Ergo, y bebiendo de la paideia de la sospecha, «mejor estar vagamente en lo cierto que exactamente equivocados». Es decir, de las palabras de Carveth Read[2]  atribuidas a J. M. Keynes de manera errónea, deduzco que el dogmatismo anda lejos de ser la solución, máxime cuando lo que hace interesante al ser humano es su flexibilidad o resiliencia, es su capacidad adaptativa para detectar el error, para asimilar e incorporar nuevos datos. Incluso aquéllos que impugnan nuestros propios estudios.

 

2

La totalidad no es algo humano

 

Culto es aquel que sabe dónde encontrar lo que no sabe.
Georg Simmel (1908), Sociología.

 

Alejado de las certezas absolutas, Salvador Edward Luria desmitifica la vida del investigador. Y este microbiólogo italiano certificaría que «de los tres grandes descubrimientos que hice en mi vida, llegué al primero por una iluminación intelectual, al otro tras una genuina búsqueda metódica en el laboratorio, al tercero por puro azar. Luego, si los científicos fuéramos honestos con nosotros mismos tendríamos que admitir que en la base de nuestros descubrimientos existe un elemento lúdico, una imaginación liberada, una obcecación para sobreponerse a todos los fracasos»[3].

La descripción de Luria nos lleva a que «conocer no equivale a estar minuciosamente al tanto de todo», porque dicha tarea, ciclópea, es a todas luces imposible. Tampoco consiste en carecer de restricciones espacio-temporales. Al contrario, la conciencia de nuestros límites es el acicate del conocimiento. Somos, pues, entes limitados. Y si no lo fuésemos tendríamos el cerebro del tamaño de un año luz cúbico sólo para almacenar y procesar la información de esas casi 100.000 fijaciones visuales que realizan nuestros ojos cada día.

Por la carnalidad que nos cobija, jamás percibiremos la enormidad polifacética y multifactorial del Universo. Y aquello que no se puede confirmar ni invalidar sin comprobación empírica impide, junto con lo que desconocemos, que es mucho, validar certezas absolutas. Afortunadamente. 

Caminamos entre las lindes de lo probado y de lo queda por descubrir. Y en este espacio incalculable la totalidad queda excluida, también debido a nuestra naturaleza biológica que nos impulsa a necesitar de los demás, de las generaciones pasadas, para corregir, mejorar y/o sustituir los paradigmas del conocimiento. Y siendo un eslabón de una larga cadena de aportaciones, somos apenas nada al margen de las elaboraciones de quienes, por precedernos, tanto hemos aprendido y no pocas veces nos hemos alejado, igual que por esa misma filogenia cultural seremos, en el mejor de los escenarios, simples huellas para aquellos que decidan en un futuro superar o descartar, por superfluas o caducas, nuestras contribuciones.

No aprehendemos el todo; no estamos preparados orgánicamente para alcanzar la Verdad con mayúsculas. En cambio, poseemos el don de contemplar «contemplar» significa etimológicamente acotar, separar una parte de algo- aspectos precisos de una realidad que, lo observó hace mucho tiempo el filósofo Heráclito, es variable, fascinante y, añado, abierta a nuevos hallazgos.

En suma, al dejar a un lado la perspectiva cientificista y nihilista, favorecemos la práctica, alentadora, de que conociendo que nos queda mucho por averiguar, en un futuro sabremos más, amén de que cada época tiene sus (pre) ocupaciones epistemológicas y «los hombres, buscando, con el tiempo descubren lo mejor[4] .

 

 

3

Innovación, flujos de conocimiento, redes sociales...

 

La razón es aquella facultad humana que permite construir criterios cuyo fin es interpretar la realidad de forma compartida

Jesús G. Maestro (2017), Crítica de la razón literaria.

 

 

Fue Peter F. Drucker el primero en pronosticar, en 1959, la emergencia de una nueva capa social constituida por trabajadores de conocimiento. Diez años después, este sociólogo volvería a rescatar la misma idea tras registrar el empuje de una ciudadanía que va en pos de las ventajas del conocimiento. Cosas similares se dijeron con el descubrimiento de la imprenta hace más de medio milenio.

Nos guste o no, vivimos en una «sociedad del conocimiento». Y en la enseñanza y propagación de conocimientos el lenguaje constituye la única puerta de acceso. Y es que el ser humano trata de resolver cuestiones a través de respuestas lingüísticas. De ahí la relación inseparable entre literatura y cultura. De ahí que que no haya ciencia, tampoco filosofía, sin vocabulario ni sintaxis. Y gracias a la ambición de querer ir más allá del punto de vista personal tratamos de trasladar, vía lenguaje, el mundo (no humano) de la phýsis al mundo (humano) de la reflexión y buscar conceptos que resulten semánticamente operativos. Al fin y al cabo, con la ayuda del lenguaje, «con la ayuda de las teorías físicas tratamos de encontrar nuestro camino por el laberinto de los hechos observados; ordenar y entender el mundo de nuestras sensaciones»[5].

Con esto no quiero decir que el conocimiento sea un espejo de la realidad; que con la escritura, alfabética y matemática, podamos clonar el mundo real. Únicamente apunto a que el uso del lenguaje constituye un recurso, valioso, que permite relacionarnos con los demás en la labor de conocer, comunicar, debatir... Y corregir, claro está, fallos heurísticos e instrumentales, efectos colaterales no previstos. Y fraudes. Por otro lado, igual que socializándonos asimilamos el lenguaje, por procedimientos lingüísticos nos instruimos en los campos intercomprensivos de la ciencia. Con lo cual, «los límites de mi lenguaje significan los límites de mi mundo»[6], sentencia con la que se define a la filosofía y a la ciencia desde el empleo de códigos lingüísticos.

Por consiguiente, las leyes científicas no son válidas porque de ellas se predique al modo estoico, o sea, a priori, su universalidad. Las leyes científicas son válidas porque, antes de alcanzar rango de universalidad, han tenido que franquear una serie de filtros: ser justificadas en la experiencia, validadas por el armazón del razonamiento teórico. Y aprobadas por la comunidad científica.

 

 

4

La regla de la simplicidad

 

Debe lucharse con todo el razonamiento contra quien, suprimiendo la ciencia, el pensamiento y el intelecto, pretende afirmar algo sea como fuere.

Platón (427-347 a. C.), Sofista. 

 

El acto de socializar la ciencia exige transitar las rutas del lenguaje. Y puesto que la legibilidad está unida a la sencillez, la claridad constituye un elemento de valor. No les extrañe que «como aquel Guillermo de Ockham me alce frente al fetichismo teórico de alto contenido especulativo y critique los modos literariamente nocturnos, retóricamente alambicados del intelectual filósofo»[7]. Y, por supuesto, del intelectual «científico», dado que el estilo literario, imprescindible en la elaboración de cualquier relato epistemológico, forma parte esencial de la actividad científica.

Curiosamente, y en contra de lo esperado, tendemos a dificultar lo sencillo, a enredar lo complicado. Y, en definitiva, a entorpecer la comprensión de los mensajes. Con estas estrategias, el arte de leer y de escribir ya no existen, pues se opta por matar los bienes que derivan de la comprensión.  

¿Cómo no ser afectados por esa «infoxicación» que genera la narración embrollada?  ¿Cómo lograr una sociedad del conocimiento basada en los flujos de información cuando la palabra se utiliza para fines contrarios a los suyos, es decir, para dar cabida a lo abstruso? Necesitamos a intelectuales de la talla de Isaac Asimov, Dian Fossey, Margaret Cheney, Stephen J. Gould, Lewis Mumford, etc., capaces de desenmarañar las redes de oscuridad que provoca esa literatura científica ininteligible.

Reclamo entonces a los filósofos que se acerquen a la ciencia y abandonen los cubículos de su verbo presuntuoso. Y pido a los científicos ―no hay ciencia que no descanse sobre tesis filosóficas― que se lancen por la senda de la información a un mundo compartido en el que sea (más) fácil entender. Y comunicar.

 

 

5

Ideología y ciencia

 

Habría que escuchar a menudo de los intelectuales algunas frases como éstas: «Me he equivocado. Tenía usted razón. Tendré que volverlo a considerar». Ya verás qué poco frecuentes son estas expresiones en las conversaciones de los inteligentes.

Jean Guiton (1993), Cartas a un joven de este tiempo.

 

 

Desde el siglo XIX el concepto de ideología ha sufrido revisiones. Asociada a la interpretación de la Realidad, de la ideología se predica su inoperancia epistemológica. Y, como la «opinión» en tiempos de Platón, la «ideología» representa hoy en día la caprichosa inobjetividad del ser humano. Sin embargo, no hay historiador y científico que carezcan de ideología, o literato o filósofo que sean neutrales en todo lo que hacen.

Somos seres humanos, y la ideología, igual que los juicios previos, son elemento esencial de nuestra humanidad, presente e imborrable en la elección y resolución de los problemas. Añádase a esto que «es imposible que exista un intelectual apartado de los conflictos e intereses de su tiempo, igual que resulta impensable pedir a un científico que solo se ciña, cual eremita en un laboratorio, a los quehaceres científicos. [... Y es que] yo no reclamo al intelectual «átopos», contrafigura del intelectual «comprometido». En mi planteamiento no está el coaccionar a ningún intelectual a que habite fuera de las coordenadas espacio-temporales y sin contacto ni relación con ninguno de los sucesos de su época»[8].

Dicho esto, ¿hay forma de conjugar estas afirmaciones con la búsqueda de una verdad no partidista? El quid de la cuestión no radica, desde mi punto de vista, en si existe relación (que doy por hecha) entre ideología y ciencia. El problema, gravísimo, radica en tomar la ideología al servicio de una verdad autoritaria, o sea, fanáticamente y como criterio único de verdad, se llame «posmodernidad», «cientificismo», el partinosty del «lysenkoísmo» o  la Rassenkunde del «rosenberguismo».

Pondré algunos ejemplos para explicar mi enfoque. No sorprende que las investigaciones de Ignaz Philipp Semmelweis, divulgadas en Etiología, concepto y profilaxis de la fiebre puerperal (1861), tuvieran que esperar el placet de la microbiología y la llegada de Pasteur, Koch, y Lister. El asunto preocupante, y mucho, radica en cómo el hallazgo de Semmelweis fue torpedeado y frontalmente por los mismos médicos bajo el argumento de que las ideas de este doctor húngaro mermaban la autoridad de los galenos austríacos. Semmelweis que había descubierto una de las claves fundamentales de la alta mortalidad materna acabó expulsado del Hospital General de Viena, y, como el otrora Galileo, denunciado por sus propios colegas que, y con tal de mantener en pie su paradigma de los miasmas, rechazaban las pruebas empíricas sobre la correlación entre «antisepsis» y «limpieza».

De otro lado, no llama la atención que el físico John Langdon Down escribiera sus Observaciones sobre una Clasificación Étnica de los Idiotas (1866) y utilizara –siempre hay racistas que necesitan ideas peregrinas- el fenotipo «malayo», «caucásico», «etíope» y «mongol» para tipificar a los individuos con capacidades intelectuales inferiores, en promedio, a la normalidad.  Lo que extraña, y enormemente, fue el modo casi unánime en que los miembros de la comunidad científica internacional aceptaran, por motivos espurios y xenófobos, la inferioridad del pueblo mongol y supusieran que este fenotipo humano personificaba los síntomas de la subnormalidad.

¿Y acerca de los robos cometidos en el ámbito científico? La mala praxis también existe en el ámbito científico. Y pillos los hay en todas las profesiones. Asusta, eso sí, la facilidad para apropiarse de los resultados de las investigaciones ajenas con tal de alcanzar poder, dinero y notoriedad.  George Westinghouse se benefició, y de qué manera, de los estudios sobre corriente alterna de Nikola Tesla; las imágenes del ADN que logró exitosamente Rosalind Franklin fueron sin su permiso y de forma ilegal utilizadas por Francis Crick y James Watson, los cuales, y gracias al trabajo de R. Franklin, serían galardonados con el premio Nobel. Y en estos momentos, no lo olvidemos, cualquier becado o científica que descubre algo en un laboratorio sólo recibirá, en el mejor de los casos, el 17% de la patente de su invento.

¿Y qué sucede cuando se aspira a hurtar a la humanidad de los avances científicos? El 24 de junio de 2000 se presentaba el primer boceto del genoma humano. Francis Collins representaba al proyecto público internacional PGH, mientras que Craig Venter a la empresa privada PE Celera Genomics. Casi un año después «la empresa Celera se desmarcaba y publicaba, sola, la secuenciación del genoma en la revista Science. La sociedad científica que aglutinaba al sector público hacía lo mismo, y editaba sus resultados en la revista Nature. ¿Qué había ocurrido? Las compañías privadas que trabajaron en el proyecto Genoma Humano no quisieron difundir en un principio el contenido de sus investigaciones. Luego, debido a la presión pública (política y ciudadana), dieron marcha atrás abandonando su empeño por privatizar la ciencia»[9].

Las aguas parecen haber tornado a su cauce aunque ciertos grupos libran una batalla dirigida a monopolizar los fragmentos de ADN (o genes). En cualquier caso, lejos de los fundamentalismos epistemológicos y crematísticos, la verdad es que cuando desaparecen el debate e intercambio de ideas, y la cultura es absorbida por el poder sólo queda espacio para el seguidismo y el adoctrinamiento.

Heidegger se equivocó al concluir que «la ciencia no piensa». La ciencia piensa, pues además dispone de protocolos que permiten secuenciar, repetir y observar las fases del proceso. Y de los resultados. La sospecha, elemento fundamental de las sociedades democráticas, es una herramienta imprescindible para evaluar si el trabajo científico se ajusta a las predicciones. Y a la metodología empleada.

Por tanto, de nuevo pregunto, ¿por qué en la tarea de conocer dedicamos buena parte de nuestra energía intelectual a la custodia cuartelera de una teoría? Desde luego, con los monopolios ideológicos y su otra cara, el gremialismo de los intelectuales, no hay oportunidad para una ciencia libre y desinteresada.

Sin duda, el gran reto de este milenio gira en mantener la generosidad, la discusión y la pluralidad en el ámbito de la episteme. Y dado que queremos que ésta sea una actividad abierta, revisable y crítica debemos recordar que «lo que constituye la vida del pensamiento es la interacción de personas con diferentes conocimientos y diferentes puntos de vista. El crecimiento de la razón es un proceso social basado en la existencia de tales diferencias», lo señalaba Hayek en pleno cénit de los despotismos ideológicos[10].

 

 



NOTAS

[1] Popper, Karl (1984), En busca de un mundo mejor, Barcelona, Ediciones Paidós, 1994, pp. 18 (cap. I) y 62 (cap. II).

[2] Vidmaayer, Peter (2015), It is better to be vaguely right than exactly wrong, en Kosowski, Adrian, & Walukiewicz, Igor (eds.), Fundamentals of computation theory, Gdansk, Springer, p. XI.

[3] Sols, Alberto, Autobiografías de investigadores, en Saber leer, Madrid, Revista crítica de libros de la Fundación Juan March, 1987, nº 3, p. 33.

[4] Jenófanes (c. VI-V a. C.), fr. 18, en VV. AA. (1981), Los filósofos presocráticos, Madrid, Gredos, vol. I., p. 299.

[5] Einstein, Albert, & Infeld, Leopold (1938), La evolución de la física, Barcelona, Biblioteca Científica Salvat, 1986, p. 221.

[6] Wittgenstein, Ludwig (1914-1916), Tractatus Logico-Philosophicus, 5.6., en línea.

[7] Glez. Cortés, María Teresa (2016), El ascenso de los intelectuales, crónica de una estupidez, en Boletín de la Cátedra Hispánica de Estudios Literarios, vol. G.

[8] Ibídem.

[9] Glez. Cortés, María Teresa (2007), Los viajes de Jano, historias del cuerpo, Barcelona, Icaria, p. 202.

[10] Hayek, Friedrich August von (1940-1943), The Road of Serfdom, London, Routledge Press, 1944, p. 122.






Jesús G. Maestro