La ciencia: en interés del desinterés
María Teresa Glez. Cortés
Es una enfermedad haber dejado de
ser empírico.
Michel Onfray (2015), Cosmos.
Considero que la tarea del conocimiento
sólo funciona como verdad «justificada».
Pero con la crisis de la filosofía demasiados intelectuales han renunciado a mirar
a su alrededor. Y eclipsados, cuando no, heridos por el auge de la física, de
la química, de la biología..., han hecho gala de una ignorancia militante con
la que evitar entrar en los campos del conocimiento científico.
La particularidad de conferir
rasgo inclusive de heroísmo a la falta de cultura científica viene fomentada por
ese idealismo que suele anidar en el ámbito de las Humanidades y que persigue validar
los autologismos en contra de cualquier control empírico y lógico. Un ejemplo de lo que
decimos queda plasmado en Sade, Fourier,
Lozoya, una obrita en la que Roland Barthes certifica a modo de confesión: «a
mí me seduce el sujeto del discurso, no el sujeto de la realidad», mientras que
en La cámara lúcida reconoce que «mis
historias son una forma de cerrar los ojos». Claro, ante el afán de buscar
una
objetividad sin objetos, ¡qué hubiesen dicho de estas extravagancias Tales, Demócrito,
Aristarco de Samos y otros fundadores de la filosofía!
Si estas tendencias, en absoluto inocentes, avivan
el hiato entre
Humanidades y Ciencias, en otros bosques vemos prosperar otro idealismo. Hablo
del cientificismo. Y ya sabemos que este tipo de
idealismo, el cientificismo, define la ciencia desde pretensiones omnímodas y como
conjunto de saberes indudables. Parecerá una perogrullada, mas el ser humano,
que puede ser muchas cosas, ontológicamente nunca es omnisciente. Por
supuesto, en caso de obviar esta evidencia adscribimos rasgos de infinitud a nuestra
mortal condición. Y encabezamos el disparate de pretender vivir sin suelo ni
techo, de creer que existimos sin límites ni términos.
No cabe desgarrar el
desarrollo del pensamiento de nuestra relación con la experiencia. Y como «lo
que sabemos es una gota de agua; [y] lo que ignoramos es el océano», declaraba
Isaac Newton, ¿por qué en la tarea de conocer, pregunto, prestamos buena parte
de nuestra energía intelectual a establecer absolutos hasta defender el relato antes que el dato y hundirnos en la custodia
cuartelera de una teoría? Dependemos
de las condiciones concretas espacio-temporales para (sobre) vivir. Y razonar. Con
otras palabras. Anhelar una
realidad atópica o descarnada de la
propia realidad nos conduce al vacío que de sí refirió Louis Althusser: «mi
universo de pensamiento está abolido. Ya no puedo pensar».
1
El dogmatismo del dogmatismo. Y del antidogmatismo
Zhuang Zi comenta: «Mira cuán felices van los pececillos que se mueven ágiles y libres entre las aguas del río».
Hui Zi, que era maestro de lógica, responde a su discípulo: «Si no eres un pez, ¿de dónde deduces que los peces son felices?»
No es cosa agradable cabalgar
con alguien que susurra al oído «eres limitado». Quizá por eso, a veces, y en
contra de cualquier acto de prudencia, queremos enterrar la debilidad de nuestras
fronteras en lo irrefutable. Lo señalo porque en el momento en
que los cientificistas envuelven los descubrimientos científicos en una
atmósfera hegeliana de objetividad «pura», acaban manejando una imagen sobrehumana
y, por ende, irreal del conocimiento. Y cuando determinados filósofos, sujetos
a la alabanza de la ignorancia, infravaloran las virtudes de la episteme
científica invocan cual Antiprometeo la nostalgia de lo primitivo.
Llegados hasta aquí, ¿podemos abandonar los
peligros de esa inerrancia que azuza el cientificismo y acaso superar la ignorancia
como destino final, que promueve el escepticismo radical?, porque elevar los
niveles de certeza por encima de nuestra terrestre humanidad minimiza los
sistemas de control de cualquier investigación. Y a la postre ubica las teorías
en los lienzos de la inmunidad e impunidad. Y al revés. Aplaudir la inexistencia de verdades objetivas
aduciendo la falta total de coherencia o de «hilos», que eso es lo que expresa el
«nihilismo», no hace menos arrogantes, menos dogmáticos a los seguidores de la
posmodernidad.
Ante este panorama digo que
tenemos desaciertos de juicio y de percepción en bastantes ocasiones, y además
nos influyen modas e ideologías en la elaboración de paradigmas. Así que querer adentrarse en los
mapamundis del absoluto es afán delirante, toda vez que la defensa de una ciencia / anticiencia
infalible lleva implícito el sello de una ciencia / anticiencia totalitaria.
Esta es la causa de mi oposición a esas escuelas que
caen, sea por caminos cientificistas, sea por el influjo del
nihilismo, en la tentación parmenídea de descansar, id est, en
la pretensión de haber encontrado para siempre las esencias inalterables de la
Verdad. O de la antiVerdad.
¿Cómo salir del círculo de
estas paradojas? Dar la espalda
a las tácticas de ensayo y error
de los primeros homínidos es una equivocación. Y reclamar certezas absolutas
nunca equivale a reflexionar. Además, no hay conocimiento que no esté envuelto en problemas
o enigmas. Entonces, «¿cuál es el
criterio racional de progreso científico en la búsqueda de la verdad? [...] La
respuesta es: la ciencia es una actividad crítica. Examinamos críticamente
nuestras hipótesis. Las criticamos a fin de poder encontrar errores, en la
esperanza de eliminar los errores y así llegar más cerca de la verdad»[1].
En consecuencia, el científico, el filósofo, el historiador o académico... no
pueden desertar de su profesión porque madurar intelectualmente
implica examinar con espíritu abierto las teorías. Y detectar fallos en
raciocinios y pruebas experimentales. Ergo, y bebiendo de la paideia de la sospecha, «mejor estar vagamente en lo cierto
que exactamente equivocados». Es decir, de las palabras de Carveth Read[2] atribuidas a J. M. Keynes de manera errónea,
deduzco que el dogmatismo anda lejos de ser la solución, máxime cuando
lo que hace interesante al ser humano es su
flexibilidad o resiliencia, es su capacidad adaptativa para detectar el error,
para asimilar e incorporar nuevos datos. Incluso aquéllos que impugnan nuestros propios estudios.
2
La totalidad no es algo humano
Culto es
aquel que sabe dónde encontrar lo que no sabe.
Georg
Simmel (1908), Sociología.
Alejado de las certezas absolutas, Salvador
Edward Luria desmitifica la vida del investigador. Y este microbiólogo italiano
certificaría que «de los tres grandes
descubrimientos que hice en mi vida, llegué al primero por una iluminación intelectual,
al otro tras una genuina búsqueda metódica en el laboratorio, al tercero por
puro azar. Luego, si los científicos fuéramos honestos con nosotros mismos
tendríamos que admitir que en la base de nuestros descubrimientos existe un
elemento lúdico, una imaginación liberada, una obcecación para sobreponerse a
todos los fracasos»[3].
La descripción de Luria nos lleva a que «conocer no equivale a
estar minuciosamente al tanto de todo», porque dicha tarea, ciclópea, es a
todas luces imposible. Tampoco consiste en carecer de restricciones
espacio-temporales. Al contrario, la conciencia de nuestros
límites es el acicate del conocimiento. Somos, pues, entes
limitados. Y si no lo fuésemos tendríamos el cerebro del tamaño de un año luz
cúbico sólo para almacenar y procesar la información de esas casi 100.000
fijaciones visuales que realizan nuestros ojos cada día.
Por la carnalidad que nos
cobija, jamás
percibiremos la enormidad polifacética y multifactorial del Universo. Y aquello que no se puede confirmar ni invalidar
sin comprobación empírica impide, junto con lo que desconocemos, que es mucho, validar certezas absolutas. Afortunadamente.
Caminamos entre las lindes
de lo probado y de lo queda por descubrir. Y en este espacio incalculable la totalidad queda
excluida, también debido a nuestra naturaleza biológica que nos impulsa a
necesitar de los demás, de las generaciones pasadas, para corregir, mejorar y/o
sustituir los paradigmas del conocimiento. Y siendo un eslabón de una larga
cadena de aportaciones, somos apenas nada al margen de las elaboraciones de
quienes, por precedernos, tanto hemos aprendido y no pocas veces nos hemos
alejado, igual que por esa misma filogenia cultural seremos, en el mejor de los
escenarios, simples huellas para aquellos que decidan en un futuro superar o
descartar, por superfluas o caducas, nuestras contribuciones.
No aprehendemos el todo; no estamos preparados orgánicamente para alcanzar la Verdad con mayúsculas. En cambio, poseemos el don de contemplar ―«contemplar»― significa etimológicamente acotar, separar una parte de algo- aspectos precisos de una realidad que, lo observó hace mucho tiempo el filósofo Heráclito, es variable, fascinante y, añado, abierta a nuevos hallazgos.
En suma, al dejar a un lado
la perspectiva cientificista y nihilista, favorecemos la práctica, alentadora,
de que conociendo que nos queda mucho por averiguar, en un futuro sabremos más,
amén de que cada época tiene sus
(pre) ocupaciones epistemológicas y «los hombres,
buscando, con el tiempo descubren lo mejor[4] .
3
Innovación, flujos de conocimiento, redes
sociales...
La razón es aquella facultad humana que permite construir criterios cuyo fin es interpretar la realidad de forma compartida
Jesús G. Maestro (2017), Crítica de la razón literaria.
Fue Peter F. Drucker el primero en pronosticar,
en 1959, la emergencia de una nueva capa social constituida por trabajadores de
conocimiento. Diez años después, este sociólogo volvería a rescatar la misma
idea tras registrar el empuje de una ciudadanía que va en pos de las ventajas
del conocimiento. Cosas similares se dijeron con el descubrimiento de la imprenta hace más
de medio milenio.
Nos guste o no, vivimos
en una «sociedad del conocimiento». Y en la enseñanza y propagación de
conocimientos el lenguaje constituye la única puerta de acceso. Y es que el ser
humano trata de resolver cuestiones a través de respuestas lingüísticas. De ahí
la relación inseparable entre literatura y cultura. De ahí que que no haya
ciencia, tampoco filosofía, sin vocabulario ni sintaxis. Y gracias a la
ambición de querer ir más allá del punto de vista personal tratamos de
trasladar, vía lenguaje, el mundo (no humano) de la phýsis al mundo (humano) de
la reflexión y buscar conceptos que resulten semánticamente operativos. Al fin
y al cabo, con la ayuda del lenguaje, «con la ayuda de las teorías físicas tratamos de
encontrar nuestro camino por el laberinto de los hechos observados; ordenar y
entender el mundo de nuestras sensaciones»[5].
Con esto no quiero decir
que el conocimiento sea un espejo de la realidad; que con la escritura, alfabética
y matemática, podamos clonar el mundo real. Únicamente apunto a que el uso del lenguaje
constituye un recurso, valioso, que permite relacionarnos
con los demás en la labor de conocer, comunicar, debatir... Y corregir, claro
está, fallos heurísticos e instrumentales, efectos colaterales no previstos. Y fraudes. Por otro
lado, igual que socializándonos asimilamos el lenguaje, por procedimientos
lingüísticos nos instruimos en los campos intercomprensivos
de la ciencia. Con lo cual, «los límites de mi lenguaje significan los límites
de mi mundo»[6], sentencia con la que
se define a la filosofía y a la ciencia desde el empleo de códigos
lingüísticos.
Por consiguiente, las leyes científicas no son
válidas porque de ellas se predique al modo estoico, o sea, a priori, su
universalidad. Las leyes científicas son válidas porque, antes de alcanzar
rango de universalidad, han tenido que franquear una serie de filtros: ser
justificadas en la experiencia, validadas por el armazón del razonamiento
teórico. Y aprobadas por la comunidad
científica.
4
La regla de la simplicidad
Debe lucharse con todo el razonamiento contra quien, suprimiendo la ciencia, el pensamiento y el intelecto, pretende afirmar algo sea como fuere.
Platón (427-347 a. C.), Sofista.
El acto de socializar
la ciencia exige transitar las rutas del lenguaje. Y puesto que la legibilidad
está unida a la sencillez, la claridad constituye un elemento de valor. No les
extrañe que «como aquel Guillermo de Ockham me alce frente al fetichismo
teórico de alto contenido especulativo y critique los modos literariamente
nocturnos, retóricamente alambicados del intelectual filósofo»[7].
Y, por supuesto, del intelectual «científico», dado que el estilo literario, imprescindible
en la elaboración de cualquier relato epistemológico, forma parte esencial de
la actividad científica.
Curiosamente, y en contra
de lo esperado, tendemos a dificultar lo sencillo, a enredar lo complicado. Y, en
definitiva, a entorpecer la comprensión de los mensajes. Con estas estrategias,
el arte de leer y de escribir ya no existen, pues se opta por matar los bienes
que derivan de la comprensión.
¿Cómo no ser afectados por esa «infoxicación»
que genera la narración embrollada? ¿Cómo
lograr una sociedad del conocimiento basada en los flujos de información cuando la palabra se
utiliza para fines contrarios a los suyos, es decir, para dar cabida a lo abstruso?
Necesitamos
a intelectuales de la talla de Isaac Asimov, Dian
Fossey, Margaret Cheney, Stephen J. Gould, Lewis Mumford,
etc., capaces
de desenmarañar las redes de oscuridad que provoca esa literatura
científica ininteligible.
Reclamo entonces a los
filósofos que se acerquen a la ciencia y abandonen los cubículos de su verbo
presuntuoso. Y pido a los científicos ―no hay ciencia que no descanse sobre
tesis filosóficas― que se lancen por la senda de la información a un mundo
compartido en el que sea (más) fácil entender. Y comunicar.
5
Ideología y ciencia
Habría que escuchar a menudo de los intelectuales algunas frases como éstas: «Me he equivocado. Tenía usted razón. Tendré que volverlo a considerar». Ya verás qué poco frecuentes son estas expresiones en las conversaciones de los inteligentes.
Jean Guiton (1993), Cartas a un joven de este tiempo.
Desde el siglo XIX el concepto de ideología ha
sufrido revisiones. Asociada a la interpretación de la Realidad, de la
ideología se predica su inoperancia epistemológica. Y, como la «opinión» en tiempos
de Platón, la «ideología» representa hoy en día la caprichosa inobjetividad del
ser humano. Sin embargo, no hay historiador y científico que carezcan de
ideología, o literato o filósofo que sean neutrales en todo lo que hacen.
Somos seres humanos, y la ideología, igual que
los juicios previos, son elemento esencial de nuestra humanidad, presente e
imborrable en la elección y resolución de los problemas. Añádase a esto que «es
imposible que exista un
intelectual apartado
de los conflictos e intereses de su tiempo, igual que resulta impensable pedir
a un científico que solo se ciña, cual eremita en un laboratorio, a los
quehaceres científicos. [... Y es que] yo no reclamo al intelectual «átopos»,
contrafigura del intelectual «comprometido». En mi planteamiento no está el
coaccionar a ningún intelectual a que habite fuera de las coordenadas
espacio-temporales y sin contacto ni relación con ninguno de los sucesos de su
época»[8].
Dicho esto, ¿hay forma de
conjugar estas afirmaciones con la búsqueda de una verdad no partidista? El quid
de la cuestión no radica, desde mi punto de vista, en si existe relación (que
doy por hecha) entre ideología y ciencia. El problema, gravísimo, radica en
tomar la ideología al servicio de una verdad autoritaria, o sea, fanáticamente
y como criterio único de verdad, se llame «posmodernidad», «cientificismo», el
partinosty del «lysenkoísmo» o la
Rassenkunde del «rosenberguismo».
Pondré algunos ejemplos
para explicar mi enfoque. No sorprende que las investigaciones de Ignaz Philipp
Semmelweis, divulgadas en Etiología, concepto y profilaxis de la fiebre
puerperal (1861), tuvieran que esperar el placet de la microbiología y la
llegada de Pasteur, Koch, y Lister. El asunto preocupante, y mucho, radica en cómo
el hallazgo de Semmelweis fue torpedeado y frontalmente por los mismos médicos
bajo el argumento de que las ideas de este doctor húngaro mermaban la autoridad
de los galenos austríacos. Semmelweis que había descubierto una de las claves fundamentales
de la alta mortalidad materna acabó expulsado del Hospital General de Viena, y, como el otrora Galileo, denunciado
por sus propios colegas que, y con tal de mantener en pie su paradigma de los
miasmas, rechazaban las pruebas empíricas sobre la correlación entre «antisepsis»
y «limpieza».
De otro lado, no llama la
atención que el físico John Langdon Down escribiera sus Observaciones sobre una Clasificación Étnica de los Idiotas (1866)
y utilizara –siempre hay racistas que necesitan ideas peregrinas- el fenotipo «malayo»,
«caucásico», «etíope» y «mongol» para tipificar a los individuos con capacidades
intelectuales inferiores, en promedio, a la normalidad. Lo que extraña, y enormemente, fue el modo
casi unánime en que los miembros de la comunidad científica internacional aceptaran,
por motivos espurios y xenófobos, la inferioridad del pueblo mongol y supusieran
que este fenotipo humano personificaba los síntomas de la subnormalidad.
¿Y acerca de los robos cometidos en
el ámbito científico? La mala
praxis también existe en el ámbito científico. Y pillos los hay en todas las profesiones. Asusta, eso sí, la
facilidad para apropiarse de los resultados de las investigaciones ajenas con
tal de alcanzar poder, dinero y notoriedad.
George Westinghouse se benefició, y de qué manera, de los estudios sobre
corriente alterna de Nikola Tesla; las imágenes del ADN que logró exitosamente Rosalind
Franklin fueron sin su permiso y de forma ilegal utilizadas por Francis Crick y
James Watson, los cuales, y gracias al trabajo de R. Franklin, serían
galardonados con el premio Nobel. Y en estos momentos, no lo olvidemos,
cualquier becado o científica que descubre algo en un laboratorio sólo
recibirá, en el mejor de los casos, el 17% de la patente de su invento.
¿Y qué sucede cuando se aspira a hurtar
a la humanidad de los avances científicos? El
24 de junio de 2000 se presentaba el primer boceto del genoma humano. Francis
Collins representaba al proyecto público internacional PGH, mientras que
Craig Venter a la empresa privada PE Celera Genomics. Casi un año
después «la empresa Celera se desmarcaba y publicaba, sola, la secuenciación
del genoma en la revista Science. La sociedad científica que aglutinaba
al sector público hacía lo mismo, y editaba sus resultados en la revista Nature.
¿Qué había ocurrido? Las compañías privadas que trabajaron en el proyecto Genoma Humano no quisieron difundir en
un principio el contenido de sus investigaciones. Luego, debido a la presión
pública (política y ciudadana), dieron marcha atrás abandonando su empeño por privatizar la ciencia»[9].
Las aguas parecen haber tornado a su cauce aunque ciertos
grupos libran una batalla dirigida a monopolizar los fragmentos de ADN (o genes). En cualquier caso, lejos de los fundamentalismos epistemológicos y
crematísticos, la verdad es que cuando desaparecen el
debate e intercambio de ideas, y la cultura es absorbida por el poder sólo queda
espacio para el seguidismo y el adoctrinamiento.
Heidegger se equivocó al
concluir que «la ciencia no piensa». La ciencia
piensa, pues además dispone de protocolos que permiten secuenciar, repetir y
observar las fases del proceso. Y de los resultados. La sospecha, elemento
fundamental de las sociedades democráticas, es una herramienta imprescindible
para evaluar si el trabajo científico se ajusta a las predicciones. Y a la
metodología empleada.
Por tanto, de nuevo
pregunto, ¿por qué en la tarea de conocer dedicamos buena parte de nuestra
energía intelectual a la custodia cuartelera de una teoría? Desde luego, con los monopolios ideológicos y
su otra cara, el gremialismo de los intelectuales, no hay
oportunidad para una ciencia libre y desinteresada.
Sin duda, el gran reto de este milenio gira en mantener la generosidad, la discusión y la pluralidad en el ámbito de la episteme. Y dado que queremos que ésta sea una actividad abierta, revisable y crítica debemos recordar que «lo que constituye la vida del pensamiento es la interacción de personas con diferentes conocimientos y diferentes puntos de vista. El crecimiento de la razón es un proceso social basado en la existencia de tales diferencias», lo señalaba Hayek en pleno cénit de los despotismos ideológicos[10].
NOTAS
[1] Popper, Karl (1984), En busca de un mundo mejor, Barcelona, Ediciones Paidós, 1994, pp. 18 (cap. I) y 62 (cap. II).
[2] Vidmaayer, Peter (2015), It is better to be vaguely right than exactly wrong,
en Kosowski, Adrian, & Walukiewicz, Igor (eds.), Fundamentals of computation theory, Gdansk, Springer, p. XI.
[3] Sols, Alberto, Autobiografías de investigadores, en Saber leer, Madrid, Revista crítica de libros de la
Fundación Juan March, 1987, nº 3, p. 33.
[4] Jenófanes (c. VI-V a. C.), fr. 18, en VV. AA. (1981), Los filósofos presocráticos, Madrid, Gredos, vol. I., p. 299.
[5] Einstein, Albert, &
Infeld, Leopold (1938), La evolución de
la física, Barcelona, Biblioteca Científica Salvat, 1986, p. 221.
[6] Wittgenstein, Ludwig (1914-1916), Tractatus Logico-Philosophicus, 5.6., en línea.
[7] Glez. Cortés, María Teresa (2016), El ascenso de los intelectuales, crónica de
una estupidez, en Boletín de la Cátedra Hispánica de Estudios Literarios,
vol. G.
[8] Ibídem.
[9] Glez. Cortés, María Teresa (2007), Los viajes de Jano, historias del cuerpo,
Barcelona, Icaria, p. 202.
[10] Hayek, Friedrich August von (1940-1943), The Road
of Serfdom, London, Routledge Press, 1944, p. 122.