El ascenso de los intelectuales:
crónica de una estupidez
María Teresa Glez. Cortés
Escuela Hispánica de Estudios Literarios
Stultorum infinitus est numerus…
Marco Tulio Cicerón (106-43 a. C.), Epistulaead
familiares.
Para
entender estas páginas es conveniente explicar la razón de las mismas. Dedicada
a investigar en el ámbito de la filosofía de la ciencia, cambié radicalmente de
rumbo en un momento muy concreto, después de comprobar la nada pequeña cantidad
de simplezas y ocurrencias promovidas por «filósofos» que vegetan en la pereza
y, peor, viven de soterrar el conocimiento hasta convertir su actividad en
continuos esfuerzos de parcialidad.
Debido
a sus connotaciones negativas, no es cosa de hoy el rechazo que siento hacia el
término «intelectual». El desapego viene de hace tiempo y no solo por tener
poco en común con esa mayoría de los que se autodefinen «intelectuales».
También por el hecho de que esos soi-disants pensadores
prefieren en un ejercicio deliberadamente distorsionador retorcer los hechos,
enrocarse en la defensa de postulados improbables y mecerse cartesianamente en
la cuna de los autologismos, de modo que, en lugar de rehuir lo descabellado,
se consuelan en la insensatez y emplean el absurdo como signo de identidad.
Habiéndose
colado la literatura de ficción en todas las áreas de Humanidades, observo
niveles preocupantes de estulticia. De manera especial entre aquellos
intelectuales que olvidan que la aplicación de las ideas posee registros
empíricos limitados y, no obstante, se adentran en los surcos epatantes del
disparate, hasta renunciar a las herramientas del intelecto humano y fantasear
sobre cualquier relato sin fundamento. Mas, ¿por qué eludir y descalificar el
valor de lo empírico?, ¿por qué ciertos intelectuales se contentan por
melancolía en novelar la filosofía, la literatura y la historia? ¿Acaso no
tenemos ya para eso el género de ficción?
Que
no haya confusión: es en contra de esos intelectuales de donde arranca esta
crónica de la estupidez. Naturalmente, sé que casi nadie permanece, a lo largo
de su vida, libre de la necedad. De eso alertaba Cicerón al referir que «el
número de majaderos es infinito». Con lo cual, si este viejo político romano
tiene razón, resulta que estamos en un callejón sin salida cuyos nubarrones, de
sombra y noches, oscureció aún más el propio Francisco de Quevedo al rematar en
un estilo sarcástico que «todos los que parecen estúpidos lo son y, además,
también lo son la mitad de los que no lo parecen».
Igual
que hicieron los Diógenes de otros tiempos es el momento de desmantelar las
especulaciones «majaderas» de nuestro tiempo. Y por la alarmante falta del
sentido común, y no por otra causa, intentaremos en este breve ensayo denunciar
las estafas que acompañan a los enormes bluf teóricos que circulan en
universidades y centros de investigación, y ello para saber qué es un
intelectual y lo que podemos aguardar de él, si es que cabe esperar algo.
1
¿Qué es el intelectual?
Yo veo y he visto cosas peores, […] a saber: seres humanos a quienes les falta todo, excepto una cosa de la que tienen demasiado –seres humanos que no son más que un gran ojo, o un gran hocico, o un gran estómago o alguna otra cosa grande—, lisiados al revés los llamo yo.
Friedrich Nietzsche, Así habló Zaratustra (1883).
A
primera vista puede sorprendernos, pero las definiciones que en torno al
intelectual se han formulado desde el siglo XVIII resultan monumentalmente
inimaginables. Pongamos solo algunos ejemplos. El intelectual es un individuo
que destaca por su «trabajo no productivo», opinaba Adam Smith. Es «un
consejero de la verdad», sentenció Immanuel Kant. «Un ser curioso y libresco»,
afirmaría Octave Uzanne. Es un letrado, un artista, un científico «que coloca
su razón por encima de las pasiones que animan a la muchedumbre: familia, raza,
patria, clase», dictó Julien Benda. Es el «ilustre del logos», en palabras
grandilocuentes de Pierre Boncenne, incluso es en esta sociedad postcapitalista
«el trabajador del conocimiento», declaró Peter Drucker.
Por
supuesto, durante gran parte del siglo XX ha habido quienes han sostenido que
el intelectual es un tipo de probada honradez, una persona «comprometida» con
la justicia universal, enfatizaba Jean-Paul Sartre, alguien que sale de su
clase social y se acerca a grupos de marginados y desclasados sobresaliendo,
Karl Manheim dixit, por su status de «intelectual flotante». Otros defenderán
por el contrario, lo apuntó Michel Foucault, que el intelectual con
aspiraciones «universalistas» ha ido desapareciendo para dar paso al
intelectual «específico», volcado en la singularidad cultural.
A
esta caracterización se unen, por supuesto, otras. Los intelectuales son meros «aristócratas
de pensamiento», satirizaba Maurice Barrès; «lisiados al revés», o sea, seres
instruidos en temas minúsculos e hiperespecializados, observaba con disgusto
Nietzsche; simples «intelectualistas», consumidos en gimnasias abstractas que
carecen de conexión con el mundo práctico de la acción, les recriminaba
Giovanni Gentile; «sujetos que viven de buscar privilegios», les reprochó
Georges Eugène Sorel; «profesionales de la reventa de ideas», les afeó la
conducta Friedrich August von Hayek; personas que se afanan en «salvar al mundo
y hacernos buenos y felices», ha glosado sarcásticamente Jesús G. Maestro. Y si
para Paul Valéry los intelectuales se dedican a la tarea de «mezclar los
signos, los nombres o los símbolos de todas las cosas sin el contrapeso de los
hechos reales», según Alberto Montaner los intelectuales de hoy son ni más ni
menos que «idiotas líricos».
Digamos,
y para enredar el asunto, que el intelectual suele irradiar una luz desigual
cuando le gusta exhibirse en escenarios públicos, cosa que se refleja no solo
en la definición de intelectual «juglar» de Ortega y Gasset; no solo en la
definición de intelectual «cantante» de Gustavo Bueno; en la definición de
intelectual como «celebridad profesional» de C. W Right Mills; sino en la
definición de «intelectual barato», acostumbrado, en opinión de Vargas Llosa, a
vivir bajo la protección y mecenazgo de los poderosos a cambio de los favores
de su pluma.
Sin
entrar en el tema de que el protagonismo de los intelectuales está en muchas
ocasiones relacionado con su cuota de dependencia con el poder y su relación
con las superclases –sobre esto incidía Hegel al hablar de la necesidad de
sumisión de los intelectuales al servicio del Estado—, resulta patente lo poco
despejado que está el status del intelectual. ¿Por eso existen los que piensan
que a los intelectuales se les puede manufacturar «como productos fabricados en
cadena en las fábricas»?, este era el juicio lapidario de Nikolái
Ivanovich Bujarin. ¿Por eso están también quienes dicen, es el parecer
pesimista de Wieslaw Brudzinsky, que un intelectual, «un
humanista es aquel que ama a todos los hombres, salvo aquellos con los que se
encuentra»?
Con
lo expuesto hasta aquí, queda claro que lo que para sí anhela el intelectual
apenas coincide con lo que otros esperan de los intelectuales. Recuérdese a
este respecto la clasificación que elaboró Antonio Gramsci sobre los distintos
tipos de intelectual: «intelectual tradicional», «intelectual orgánico» e «intelectual
específico», o la que ofreció Milovan Djilas al hablar del intelectual «profeta»,
«científico» y «escritor», o la categorización de Enrique Suñer sobre los «intelectuales
organizados». Es más, al socaire de la caída de los relatos de emancipación la
crisis cultural de Occidente se ha visto reflejada en el declive de los doctos,
crisis que a todos los efectos se ha traducido en la marginación social del
sujeto instruido y competente, «intelócrata» en terminología de Hervé Hamon y
Patrick Rotman.
Hay
muchas más definiciones, pero todas ellas destapan la posición tremendamente
problemática en que se mueve el intelectual a día de hoy. Y dadas las múltiples
y contradictorias definiciones elaboradas en torno suyo, cabe preguntarse
¿quién tiene razón? Dicho de otra forma. Ante el sinnúmero de propuestas sobre
lo que es o debe ser el intelectual, ¿cuál es el arquetipo de intelectual a
reivindicar?
Considero
que el asunto no radica en el Grial de hallar una definición «única», «esencialista»,
acerca de lo que es el intelectual. El problema radica, a mi entender, en lo
que el intelectual no hace al propiciar hambres de inerrancia
e infalibilidad, y acabar, por sus filias y ceguera voluntaria, renunciando a
lo principal, a la búsqueda de la verdad.
2
Una necedad demasiado generalizada
La estupidez insiste siempre.
Albert Camus, La peste (1947).
Sé
que la estulticia cabalga a menudo a nuestro lado. Y sé, lo repetía La
Fontaine, que todos los cerebros del mundo son influenciables, incluso
permeables «a cualquier estupidez que esté de moda»[1]. Entonces, si esto es así, ¿todo está
dicho?, ¿no hay nada que matizar, que añadir? ¿O es que solo queda cerrar los
ojos y, a modo de destino, aceptar que un intelectual es un espejo de vanidades
repleto de trampantojos?
Situemos el problema en sus justos términos. Charles Percy Snow en una conferencia en el Senate House (Cambridge), impartida un siete de mayo de 1959, se quejaba de que el término «intelectual» sólo se utilizara para designar a «literatos» y «filósofos». Snow, que era físico y, a la vez, novelista, partía de la exclusión que sufrían científicos, tecnólogos e ingenieros. Es más, Snow incidía en la desunión entre humanistas y científicos y, por eso, habló de Las dos culturas, o sea, de cómo los representantes de ambos grupos «que habían dejado de comunicarse casi por completo, [… en los] ámbitos intelectual, moral y psicológico tenían tan poco en común, que en vez de ir de Burlington House o de South Kensington a Chelsea bien podría uno haber cruzado el océano», manifestaba Snow[2].
Este
poeta y científico, que por fortuna no llegó a conocer del todo la condición
antiintelectual de la posmodernidad, alertó del distanciamiento en que moraban
los intelectuales de ciencias y de letras. Pienso que la observación de Snow
sobre la crisis contemporánea del intelectual sigue vigente y más cuando, a la
incomprensión que despiertan los científicos en los humanistas y éstos en
aquéllos, hoy se añaden signos alarmantes de oposición a lo intelectual entre
un pujante número de humanistas.
¿Cómo
entender esta singularidad? Contesto diciendo que muchos filósofos,
historiadores y literatos aspiran a estar omnipresentes en la esfera pública
gracias a las consignas propagandísticas de la contranarrativa o de la cultura
de la negación. Me explico. Sin aminorar el efecto que produce el divorcio de
los distintos campos del saber, mantengo que el «humanista» de nuestro tiempo
ha decidido, por amor a la ideología, erigirse faro de la Humanidad y creerse
cual Ulises resistiendo una y otra vez a las envestidas del statu quo porque,
considera, tiene el bien de su lado.
Por otra parte, los intelectuales diferencian con mucha dificultad «política» y «conocimiento», y rara vez distinguen entre «poder» y «saber», entre «compromiso personal» y «filosofía política». De ahí que de los intelectuales yo ponga en duda las cualidades especiales que se les atribuye para iluminarnos desde su puesto de Guía de la Sociedad y estimular a la vez «la discusión informada sobre problemas sociales urgentes, cumpliendo con este papel al cultivar el civismo en la vida pública y promover la subversión del sentido común restrictivo», como señala Jeffrey C. Goldfarb[3].
A
mi juicio, los trabajadores de la mente (cuya tarea es bastante más humilde de
lo que heroicamente algunos pretenden) andan lejos de ser entes de decisión y
providencia de «La Sociedad». ¿El motivo de esta afirmación? Pienso que la
labor de los intelectuales ha de estar regida por el principio de neutralidad y
no por el afán reduccionista de sembrar la revuelta del
sentido común, de la legalidad o… de lo que sea, porque en caso de aceptar al
pie de la letra los dogmas de la contranarrativa haremos del humanista
(historiador, literato o filósofo) un enemigo, un francotirador de la realidad,
un disidente profesionalizado que, a día sí y a noche también, predica rebeldía
eterna.
Así
que la cuestión que debemos plantear es ésta: «¿la persona que se proclama ante
la sociedad con autoridad intelectual debe estar comprometida con el presente,
como defendía Sartre, y romper con su sentido de la neutralidad debido a los
acontecimientos que se le presentan, como apuntaba Malraux, o por el contrario
ha de intentar buscar siempre y más allá de los combates terrenales el espacio
de la imparcialidad, como señalaban Halévy y Orwell?, porque si los
intelectuales se dejan llevar por la ceguera emocional de sus respectivas
ideologías, ¿qué les diferencia de los púgiles que luchan en un cuadrilátero?»
Llegados
a este punto de la exposición, rescato algo sobre lo que escribí hace unos
años. Desde mi punto de vista, el intelectual está históricamente atrapado en
un caleidoscopio narcisista. De hecho, cuando sectores importantes de
literatos, filósofos e historiadores aún se aferran al paradigma del
intelectual «libertador», ello obedece a que desde finales de la Edad Moderna
en Occidente se ha utilizado la idea, fatua y megalómana, de que el
«intelectual» es un beato laico en variante subversiva, o sea, una especie
de juez imparcial que, por conocer cada uno de los entresijos de la Justicia,
es capaz de inducir a la gente a actuar por encima de sus rutinas, sin errores.
Y en torno a un mismo y común «Ideal».
¿Cómo
justificar estos derroteros? ¿O de dónde arranca el reconocimiento de que los
intelectuales son, en tanto «despertadores de conciencias», la herramienta
fabulosa que saca a los seres humanos de su estado de debilidad y les conduce
al reino de la perfección? «Las utopías europeas», explica K. Melville, famoso
ex utópico, «fueron algo fundamentalmente literario y teórico, o bien unos
intentos de inspirar a los hombres para que revolucionaran el orden,
facilitando el surgimiento de un nuevo régimen social»[5].
Y
concluyo. Aspirar a viajar a un mundo arcádicamente bondadoso de la mano de los
intelectuales no hace más que cebar la imagen de perfectibilidad, de
omnipotencia de los mismos. Y, desde luego, aunque se haya generalizado el
estereotipo de intelectual «sabio (tradición griega), que desprende un profundo
sentido público, que no privado, de la ley (tradición romana) y sabe, a la vez,
dar muestras de pureza y honradez a lo largo de sus comportamientos (tradición
cristiana)»[6], yo asevero que tal estereotipo es por
irreal falso, entre otras cosas porque el intelectual, por más que de él se
predique que es capaz de resolver todos los problemas de la sociedad, ni
es La Conciencia del Devenir Histórico de La Humanidad ni
posee tampoco ninguno de los atributos sobrenaturales del superhombre
nietzscheano.
3
Política y verdad
Me apodero de lo que codicio y siempre encuentro a un
corrupto que lo justifica en Derecho.
Federico II el Grande (1712-1786).
¿Cabe
esperar algo de los intelectuales que no sean sus ideas?, porque prescindir de
la imparcialidad y sustituir la búsqueda de la objetividad por las creencias
particulares resulta algo delicado y peligroso. Así que, de nuevo lanzo esta
pregunta: ¿podemos aguardar de los intelectuales una señal que no sea la
reivindicación de sus opiniones políticas?
Bien,
contestaré a este interrogante diciendo que es imposible –y de paso respondo a
Snow— que pueda existir un intelectual apartado de los conflictos e intereses
de su tiempo, igual que resulta impensable pedir a un científico que solo se
ciña, cual eremita en un laboratorio, a los quehaceres científicos.
Igual
que Rousseau remite en 1771 un ejemplar de sus Confesiones al
futuro rey de Suecia, con la marcha del tiempo veremos a un Saint-Simon
enviando sus Cartas de un habitante de Ginebra a sus
contemporáneos (1803) a Napoleón Bonaparte, al que en la introducción
califica de «hombre genial». Y si el filósofo Walter Lippmann se pone al
servicio del presidente estadounidense W. Wilson, años antes el mismo Nietzsche
había intentado atraer a su causa política a la reina consorte de Italia,
Margarita de Saboya. Lo cual significa que a buen número de intelectuales le
gusta salir de su área de trabajo, bajar a la arena de la política y afanarse,
en un retruécano difícil, por ejercer influencia sobre quienes poseen mando e
influencia.
Que
la gente de letras y de ciencias siente atracción por la autoridad me hace
pensar que a los intelectuales no se les puede impedir tener simpatías
políticas ni negar que buceen, caso de que lo desean, en modas y bogas. Con
otras palabras: yo no reclamo al intelectual «átopos», contrafigura del
intelectual «comprometido». En mi planteamiento no está el coaccionar a ningún
intelectual a que habite fuera de las coordenadas espacio-temporales y sin
contacto ni relación con ninguno de los sucesos de su época.
Ahora bien, y como bien apunta el filósofo Ernest André Gellner, por el hecho de que «descubrimos la verdad solos, [y] erramos en grupos»[7], considero asimismo que el intelectual ha de controlar sus filias colectivas y domeñar sus pasiones políticas, rebeldes o no, con el fin de dejarlas en los límites exclusivos de la privacidad. ¿La razón? Ya lo indicó Sorel: por las hambres de dominio «los intelectuales no son, como se dice a menudo, los hombres que piensan, son gentes que hacen profesión de pensar»[8], gentes, en fin, que trabajan para jefes y patronos, que orientan los debates, que fabrican y eligen los argumentos. Y por la ambición de oficiar en la vida pública ayudan a los príncipes de turno a controlar la sociedad gracias al acto de legitimar el poder (real y simbólico) y operar sobre las relaciones sociales entre sujetos-objetos del conocimiento.
Que los intelectuales han pretendido influir en quienes tienen en sus manos la balanza del mando es un hecho. Y que en la mayoría de las ocasiones han acabado devorados por el poder, también, se llamen Platón o Séneca, Lutero o Moro, Sartre o Heidegger. Por tanto, «más que un faro, o un ojo, un «iluminador» […,] el intelectual es una suerte de estómago encargado de digerir, en forma de papilla, los materiales ideológicos que los diversos sectores de la sociedad necesitan consumir diariamente para poder mantener más o menos definidos los límites de sus intereses (no solo políticos o económicos) frente a los otros sectores», advierte Gustavo Bueno[9].
Ni que decir tiene que de estos extravíos se dio cuenta Jean-François Revel. Este pensador reveló las formas en que la ideología camufla los errores humanos y ahuyenta y oscurece la evidencia de los hechos a base de otorgar una dispensa intelectual, una dispensa práctica y una dispensa moral a quienes apoyan las ideologías. La primera dispensa, la intelectual, precisaba Revel, «consiste en retener solo los hechos favorables a la tesis que se sostiene, incluso en inventarlos totalmente, y en negar los otros, omitirlos, olvidarlos, impedir que sean conocidos. La dispensa práctica elimina el criterio de la eficacia, quita todo valor de refutación a los fracasos. Una de las funciones de la ideología es, además, fabricar explicaciones que los excusan. [… Y] la dispensa moral abole toda noción de bien y de mal para los actores ideológicos; o más bien, el servicio a la ideología ocupa el lugar de la moral»[10].
Quedar
atrapado en las redes del poder (o del contrapoder) abole la independencia
personal. Y anula la capacidad del juicio. Y, en desdoro de los criterios de
imparcialidad, tenderemos a confundir el trabajo intelectual con la lógica de
dominio, propia del mundo de la política. Y en nuestra falta de libertad
asomará el síndrome platónico de Siracusa, léase la politización del trabajo
intelectual.
Pues
bien, vista la obsesión de convertir el estudio de la literatura, de la
historia, de la filosofía… en lengua de narrativas políticas, me pregunto en
qué queda la literatura, qué son la filosofía y la historia o, mejor, qué
pueden hacer por la sociedad el historiador, el filósofo o el literato.
En
primer lugar, no desertar de su profesión, opino. Tampoco alejarse de la mejora
de comprensión de sus ámbitos de conocimiento. Lo cual pasa por examinar con
espíritu crítico las teorías, detectar errores en los razonamientos. Y, llegado
el caso, incorporar nuevas evidencias, incluso aquéllas que puedan impugnar
nuestros propios estudios literarios, filosóficos o históricos.
En segundo lugar, el historiador, el literato o filósofo han de abandonar la idea de Platón de que el poder y su concreción institucional son expresión de la sabiduría en su rango más elevado[11]. Lo vuelvo a decir: el filósofo, el literato, el historiador deben escapar del influjo platónico, pues si todo es política, ¿en dónde queda ya no digo el estudio de la política, sino el conocimiento en sí mismo? En contra de este reduccionismo epistemológico, lo destacaba Raymond Aron, «hay una actividad humana que puede ser más importante que la política: es la búsqueda de la verdad»[12].
4
Intelectuales «trileros»
El mundo se hace sueño y el sueño se hace mundo.
Novalis (1772-1801), Enrique de Ofterdingen.
Por
Diógenes Laercio sabemos de la existencia de hombres que como Diotimo elaboran
escritos de mala calidad, irreverentes inclusive, para luego achacarlos a sus
enemigos y desacreditar a los Epicuro que odian. Esto me hace pensar que el
intelectual no está nunca solo. Y por muy autónomo que sea o muy imaginativo
o atextual que se crea, necesita el apoyo, el vínculo de otros
intelectuales. De ahí la necesidad de rehuir esos aires épicos, heroicos… de
inmodestia que entrañan los abusos del individualismo posesivo («mi»
elocuencia, «mi» talento, «mi» originalidad…). De ahí la urgencia, así mismo,
de sortear esa tentación de apropiarse de los pensamientos de los demás con el
fin de despuntar ante los miembros de la comunidad intelectual y, por la puerta
falsa, lograr un status privilegiado, solo conseguido con el robo y el espolio
cultural.
A
diferencia de los ladrones de ideas, muy numerosos por desgracia en mi
especialidad, yo siempre indico cuáles son mis fuentes, es decir, qué autores
han ejercido influencia sobre mí. Dicho de otra manera. No somos mónadas
viviendo en las cavernas aisladas y atextuales de nuestro yo.
Somos sujetos sociales que interactuamos y leemos. Y aprendemos gracias y a
partir de los textos de los demás. Y es que sin lenguaje –y recupero a
Aristóteles— no somos sino nada.
Destacado
el valor fundamental del legado cultural de nuestros antepasados y
contemporáneos, añadiré otra precisión. El intelectual presta ayuda valiosa a
la sociedad cuando hace bien su trabajo. ¿Y qué es hacer bien su trabajo? Pues,
trabajar y pensar, evaluar y reexaminar lo aprendido, aceptar el peso de nuevas
evidencias y… seguir aprendiendo. Solo la postura abierta y antidogmática
conduce al enriquecimiento epistemológico. Y a la comunicación e intercambio de
ideas. Solo la aceptación de la falibilidad, del peligro del autoengaño
justifica la existencia de controles empíricos y lógicos que hacen inviables
los fraudes intelectuales.
Esto
es lo que debería ser en la práctica del día a día. Sin embargo, en el terreno
de las Humanidades ocurren cosas distintas ya que, lejos de la integridad y
honradez intelectual, abundan tunantes y charlatanes que no trabajan ni cotejan
datos y ni tan siquiera se informan. Y estos intrusos –intelectuales no son—
juegan con imposibles y viven de la ficción de inventar narrativas intangibles
y difusas de interpretación del mundo en las que, y en esto parecen seguir a
Karl Kraus, «todo es verdad y también lo contrario».
Ítem
más. Al apartarse de las vías del conocimiento, algunos escritores, historiadores
y filósofos –quizá habría que llamarles «cuentacuentos»— demuestran sentir una
atracción mítica, melancólica, «nocturnal» diría yo, hacia aquellos estadios
anteriores al logos, cosa que les permite defender cualquier ontología o estafa
utopizante tan vistosa y ocurrente como carente igualmente de soporte
histórico. El timo morrocotudo que generan esos trileros –»no enseño. Cuento»,
decía Montaigne— procede del error de tomar la literatura de ficción como
teoría del conocimiento. Y ahí está el riesgo.
Creer
que el intelectual es un ser que por no precisar ni de textos ni de contextos
puede estar por encima de las leyes del espacio-tiempo es la estupidez que más
veces se ha repetido a lo largo de la Historia. Y en nuestro siglo también. Al
fin y al cabo, sin datos ni entornos la vida muere, atrapada en ficciones.
Pues bien, cuando anoto cómo prosperan dentro de las aulas las querencias por un allá fabulado, no in situ; cuando presto atención a los modos tan anticientíficos que pululan en los centros de estudio y reparo en el afán de muchos humanistas obsesionados por canalizar sus descontentos por la vía de los descontextos hasta convertir el estudio de la literatura, de la filosofía, de la historia en simples pretextos en los que la lógica borrosa se confunde con saber y conocimiento; cuando analizo la facilidad con que manipulan y desprecian el registro fáctico; cuando veo, en suma, cómo las restricciones del yo cogitans son disueltas en aromas de omnipotencia y deseos ilimitados; acabo sin duda recordando a Antonio Escohotado. Reconoce este filósofo español que «el afán de averiguar datos desconocidos pesa incomparablemente menos que el deseo de confirmar algo resuelto antes de estudiarlo, en unos casos porque [se] es pro y en otros porque [se] es anti». Y no solo eso. Escohotado pone el dedo en la llaga tras señalar: «como superar la ignorancia gracias al mero estudio es mi fuente primordial de satisfacción, resulta asombroso –y en parte desazonador— que pasar del desiderátum a la verificación importe tan poco»[13].
En
mi opinión, no estamos aquí ante la polémica obsoleta de si la verdad se basa
en la correspondencia, o no, del concepto con el objeto. Estamos, peor, ante la
anomalía, ante la extravagancia de no pocos intelectuales resueltos a indagar
en imaginarios y más imaginarios, y empeñados en no establecer distinciones
metodológicas, en mezclar todas las categorías. A resultas de lo cual, y como
(con) funden lo real y lo irreal, dan por existente lo supuesto y cierran las
puertas al conocimiento y llegan a no verificar figuraciones y pálpitos, de
modo que «la realidad es el deseo de la realidad y todo vale, en realidad»[14]
Digámoslo
de otra manera. Estos «no» pensadores conciben relatos sin datos desde la
propaganda y la manipulación de los sentimientos. Y como sin frenos nada limita
a nada, hay muchos que rehúyen los límites del materialismo científico y
defienden la veracidad del impulso emocional como materia primera del
conocimiento.
5
Huertos de fábulas y mentiras
La razón de la sinrazón que a mi razón se hace, de tal manera mi razón enflaquece, que con razón me quejo.
Miguel de Cervantes, Don Quijote de la Mancha (1605).
La
apetencia, la fogosidad, la vehemencia… suelen custodiar a la verdad en su
camino aunque jamás llegan por sí solas a crear conocimientos. Con otras
palabras. La vehemencia la fogosidad, la apetencia… acompañan a la verdad en el
proceso de su elaboración porque ello, amén de humano, es lícito. Y, además,
¿quién puede negar a los demás querer penetrar en todos los huertos del
conocimiento? Otra cosa muy distinta, ahora bien, es aceptar que el «deseo»,
que «la pasión», que «el ímpetu» poseen el privilegio, el monopolio de imponer
respuestas a las preguntas.
Digámoslo claramente: el deseo ni es facultad intelectual ni regla de verdad tampoco, amén de que, lo ha observado y de manera acertada Jerome Bruner, «un buen relato y un argumento bien construido son clases naturales diferentes»[15].
¿Y
qué ocurre cuando nos dejamos llevar por el color de la pasión y resolvemos
desde el lenguaje de las emociones establecer los criterios de legitimidad del
hacer científico? En casos en los que cierta gente se deja acunar por cuentos y
ficciones solo hay cretinismo en estado bruto. ¿Es quizá por esto por lo que
entre los mentecatos y papanatas que copan las Facultades de Humanidades
sobresalen individuos que falsifican los contenidos de la verdad?
No
es anécdota, yo he discutido en más de una ocasión con intelectuales que adulteran
escritos y amañan y corrompen citas. Y, por las perversiones idiomáticas en que
incurren, siempre aconsejo leer las obras «originales» de los filósofos, sin
necesidad de intermediarios, para curarse de espantos.
Lo triste del asunto es que estas maniobras resultan más habituales de lo que en principio se cree. La misma Simone Weil se enfrentó a quienes con su verbo mentiroso deshonran el trabajo intelectual. Y frente a comportamientos nada honorables, expresó que «la necesidad de verdad es más sagrada que ninguna otra. Y de ella, sin embargo, jamás se hace mención». Y no solo eso. Agregaba Weil: «da miedo leer cuando se percibe la cantidad y la enormidad de falsedades materiales expuestas sin vergüenza, incluso en los libros de los autores más reputados. Pues se lee como se bebería agua de un pozo dudoso. Hay hombres que trabajan ocho horas al día y hacen el gran esfuerzo por leer por la noche para instruirse. [Y] no pueden entregarse a verificaciones en las grandes bibliotecas. Ellos creen en el libro al pie de la letra». Y concluía la filósofa francesa: «no se tiene derecho a alimentar [al lector] con falsedades. ¿Qué sentido tiene alegar que los autores van de buena fe? […] Un guardagujas culpable de un descarrilamiento que alegara buena fe no sería precisamente bien visto»[16].
No
niego que se pueda pensar hasta en lo que aún no ha sido pensado. Y tampoco se
me ocurre rechazar las sombras de dudas que encontramos incluso a plena luz del
sol cuando, al movernos, nos adentramos por las vías del conocimiento.
Simplemente señalo que los dogmatismos, los partidismos, la aceptación de ideas
refractarias al análisis empírico-racional… generan un sinfín de disonancias
cognitivas. Y por eso, apunto, como las leyes fantasiosas del relato literario
permiten localizar un allí donde no hay allí geográfico, incluso cambiar ad
libitum roles y situaciones, y ofrecer mundos infinitamente posibles,
a muchos humanistas de hoy parece importarles un bledo que el mundo intelectual
semeje el mundo del artista en cuya multiplicidad todo es posible.
Insisto, yo critico a esos humanistas que rechazan aprender, que pisotean el factum empírico y con dos ideas sorprendentes se atreven a todo. También a engañar con verbo electrizante. Bien, en relación con estos riesgos de prepotencia y omnipotencia tiene importancia rescatar las palabras de la escritora, penalista y socióloga española Concepción Arenal que tiempo ha se quejaba de que el conocimiento, «la ciencia puesta al servicio del interés o de la pasión, ni se engrandece ni se extiende»[17].
Y
es que siempre que el desiderátum prima sobre el datum, algo será o bueno, o
justo o apetecible y, claro está, malo, injusto o aborrecible según el criterio
libidinal del fabulador. Y en la moneda de los ensueños, el discurso
intelectual, separado de la experiencia, nos trasladará a las esferas
metafísicas de la invención. Y de la falsedad. Y se estará tan seguro «de tener
razón en el cielo que se prescinde no solo de tener razón en el mundo, sino
incluso del mundo de la razón», como registró el filósofo Maurice Blanchot[18].
¿Asombra
que sean los propios profesores de Humanidades los primeros en rehuir las
cautelas del método materialista? ¿Sorprende acaso que los humanistas, en
general «analfabetos» en temas científicos, sobresalgan en contar cuentos y
hacer que el mundo quede convertido en fábula y mentira? A falta de una máquina
de pesar «pensamientos», artilugio que trató de inventar el médico italiano
Angelo Mosso allá entre los años 1882 y 1884, no por azar han sido prescritos
límites y frenos con sus respectivos sistemas científicos de control. Y ello
con el fin de desmontar las inconsistencias e incoherencias de las teorías.
6
A golpe de espejismos
El deber de la objetividad sólo exige que uno examine realmente todo el horizonte, pero no que uno observe desde un punto de vista distinto de aquel en que uno se encuentra o desde ningún punto de vista en absoluto. Los propios ojos son indudablemente solo los propios ojos; pero sería necio creer que uno debe arrancárselos para poder ver correctamente.
Franz Rosenzweig, Cartas (1935).
El conocido sociólogo norteamericano Charles Wright Mills no ocultó en un momento dado su descontento. Mills que arremetía contra el profesionalismo «fanatizante» de los intelectuales atacó su incapacidad o escasa habilidad a la hora de hacer bien su trabajo, de tanto obstinarse en vencer y no en convencer por la vía deliberativa. Recordemos que para el autor de La imaginación sociológica (1959) resultaba claro «el modo cuidadoso en que pensadores consumados tratan sus propias mentes, lo estrechamente que observan su desarrollo y organizan su experiencia. La razón de que ellos atesoren sus experiencias más pequeñas es que, en el curso de una vida, el individuo moderno tiene muy poca experiencia personal y, sin embargo, la experiencia es tan importante como fuente de trabajo intelectual original»[19].
¿Tiene valor rescatar que los intelectuales suelen andar cortos de experiencia a la hora de hacer su trabajo? Por supuesto que sí, habida cuenta de que eso nos permite entender la razón del éxito, en el ámbito de las Humanidades, de los autologismos. A propósito de los cuales detallaré esta anécdota. A principios de la década de los treinta del siglo pasado la Comisión permanente para la Literatura y las Artes de la Liga de las Naciones encargaba al Instituto Internacional de Cooperación intelectual organizar un intercambio epistolar entre intelectuales reputados. El instituto se dirigió a Einstein quien, a su vez, escogió a Freud como interlocutor. Y Einstein en una carta le comentaba a Freud que »el intelectual no tiene contacto directo con la vida al desnudo, sino que se topa con ésta en su forma sintética más sencilla: sobre la página impresa»[20].
«No existen cosas tales como el hombre, la mujer, el judío, el obrero, el alemán o el intelectual, sino individuos, algunas de cuyas características coinciden con las de otros individuos», decía Horacio Vázquez-Rial[21]. Sin duda. Pero a diferencia de «Ariadna», que posee una mentalidad abierta y busca desde la experiencia especifica de los hechos conocer la realidad en su máxima amplitud, en el área de Humanidades abundan sujetos que se parecen mucho entre sí y que se encierran, como aquel Minotauro, en los muros teóricos de sus dina-4 y niegan incorporar datos que no sean sus minúsculas evidencias personales.
Desde
luego, esta actitud cerrada y liliputiense conlleva no reconocer (no digo el
peso de la experiencia ajena, sino) aquellos aspectos erróneos de cualquier
planteamiento teórico. Incluido el propio. Con tales inercias el fantasma de
Descartes a día de hoy sigue vivo y a nuestro lado, y más cuando los Descartes
de este tiempo nuestro repiten la cantinela de que la realidad no es más que un
escollo, un obstáculo a obviar.
Con esta partitura tan tarareada no son pocos los filósofos que usan la lengua de la trascendencia y persiguen un ser fuera de dudas, incluso afirman que los datos, «las informaciones como positividades no cambian ni acumulan nada. Carecen por completo de consecuencias»[22]. En medio de estas derivas, demasiado presentes en el campo humanístico, los Buying-Chul Han definen al ser humano como una autoconciencia que jibariza la experiencia empírica.
Ante
este idealismo que reivindica objetos de estudio antimateriales aunque
completamente luminiscentes –¡¡¡ni los filósofos presocráticos se hubiesen
atrevido a tanto!!!—, señalaré que el sujeto humano, igual que su objetividad,
no puede permanecer enjaulado en una esfera óntica invisible. Y situado al
margen del mundo.
Trabajar
con teorías «reliquias» no hace sino promover verdades fuera de los objetos. Y
tales enfoques, por carismáticos, son profundamente dogmáticos y
contrafilosóficos, pues tener miedo a la información científica o no querer
saber nada de los datos empíricos, «positividades» en palabras de Buying-Chul
Han, resulta a estas alturas de la Historia un anacronismo «completo de
consecuencias». Tan repleto de consecuencias como aquéllas que padecería Michel
Foucault en carne propia cuando en sus viajes a partir de la década de 1970 a
EE.UU., y en su condición de homosexual, conoce los gritos de socorro de las
comunidades gays norteamericanas, a las que acusa Foucault, por pedir ayuda, de
reforzar el poder «represivo» de la ciencia. ¡Qué ironías de la vida!, años
después, el filósofo francés moriría también de sida, cobijado en los muros de
esa institución hospitalaria en donde había iniciado su crónica de la sinrazón
o Historia de la locura en la época clásica (1961).
Lo
irrazonable, lo paradójico, la confusión, la exageración… constituyen motu
proprio cualidades magníficas, absolutamente imprescindibles en los
caldos de la invención. Ahora bien, articular el discurso de la Historia, de la
Literatura o de la Filosofía desde la inmaterialidad o desde los riscos
indeterminados de un mundo sin tiempo ni lugar es un error. Sí, un gran error,
pues una teoría que se construye con los viejos formatos intemporales del
idealismo, o sea, sin recurrir a los límites físicos de la experiencia humana,
permite hacer bellas hasta las incoherencias. Y romper cualquier vínculo con
las reglas de la lógica.
Las positividades, por tanto, sí acumulan información. Y sí son fuente de conocimientos. Es más, en esta guerra arcaica, dizque actual, contra lo sensorial en la que ejércitos de intelectuales quieren que nos movamos como espíritus sin cuerpo, hasta un nietzscheano como Gianni Vattimo anotó que, «en lugar de avanzar hacia la autotransparencia, la sociedad de las ciencias humanas y de la comunicación generalizada parece orientarse a lo que de un modo aproximado se puede denominar ‘fabulación del mundo’»[23].
7
¿Hay futuro para las Humanidades?
En los tiempos democráticos, todas las autoridades se
hacen sospechosas.
Alain Finkielkraut, La identidad desgraciada (2013).
A
muchos de nosotros se nos deniega por distintos motivos la condición de «filósofos».
Unas veces, porque a toda costa evitamos la artificiosidad que acompaña a las
modas intelectuales; en otras ocasiones, porque sostenemos que lo importante no
es la oscuridad de la facundia, tampoco el juego críptico de expresiones
incomprensibles; y, en la mayoría de las circunstancias, porque valoramos, y en
mucho, la información científica.
Ni
que decir tiene que el conocimiento solo funciona como verdad «justificada». De
ahí la inutilidad de ciertas estrategias en la labor de no ensanchar y no
mejorar los horizontes del conocimiento humano. Solo la claridad, solo la
simplicidad lingüística del mensaje, sólo el acceso a los datos contrastados
puede cortar alas a los espejismos que generan las muchas excentricidades de
las burbujas académicas que asfixian los centros de (des) investigación. Y como
aquel Guillermo de Ockham me alzo frente al fetichismo teórico de alto
contenido especulativo, y critico los modos literariamente nocturnos,
retóricamente alambicados del intelectual «filósofo».
Si la utopía, ese texto que se indigna ante cualquier método de observación de la realidad, «ha sido la forma mental, literaria y retórica de un cierto colonialismo occidental imaginario [… que] nos ha servido a la vez para proyectar la realidad exterior de nuestra sociedad sobre nuestro imaginario y exteriorizar nuestros sueños interiores sobre lugares alejados»[24], sin duda podemos ahora entender y muy bien por qué en buena parte de los estudios humanísticos persiste un odio a los valores de la modernidad o, lo que es igual, por qué a un gran número de humanistas le gusta aparecer bajo un inexplicable estado de gracia acorde con las ínfulas «salvadoras» de los relatos omnipotentes que construyen.
Con
el aura irresistible de la infalibilidad en que se han envuelto cual pitonisas,
nuestros guardianes de esencias andan empeñados en edificar un antidogmatismo
ferozmente «dogmático», capaz de convertir falsas teorías en aljibes de miel y
azúcar. Dio en la diana el historiador Steve Bruce al llamar a estas
inclinaciones (que imaginan infinitas posibilidades sociales) «religiones del
yo».
Pues bien, por esa obsesión de reivindicar mundos de sueños, el ámbito de Humanidades ha quedado mortalmente diezmado, hundido en la inevitable falta de objetividad, transformado en territorio para predicadores, teólogos y catequistas. No olvidemos que incluso a raíz del auge de los relatos revolucionarios (de izquierdas y derechas), muchos filósofos han seguido intentando una y otra vez convertir los espacios del conocimiento en cruzada espiritual de la actividad política, en pretexto para tutelar el comportamiento humano. Ante lo cual, y dado que la democracia nos humaniza y libera de milagros y dogmas, en las sociedades actuales no tiene ya sentido divulgar planteamientos destinados a regular en nombre de la utopía la vida de toda la ciudadanía. En este sentido, pues, da completamente en la diana el filósofo Alain Finkielkraut al preguntarse si «la postura del intelectual no es una adolescencia prolongada más allá de lo razonable»[25].
Una última precisión. La voz «intelligentsia» fue usada para designar el componente dirigista de quienes desarrollan una actividad «que implica una manipulación de signos y símbolos, más que de materiales, [… y los convierte en] creadores de cultura, o bien de organizadores y directores del trabajo de otros, o de expertos»[26]. Sabido esto, en estas páginas, defiendo, el intelectual no es ni Norte, ni Atalaya ni Guía de la sociedad. Es más, sostengo que el intelectual debe, mal que le pese, salir de su oscuridad verbal y abandonar la quimera de ser la encarnación de la conciencia histórica y, por supuesto, perder esos grandes tics despóticos que le atenazan como arquitecto de sociedades. Lo cual incluye comprobar sus teorías por la vía metodológica y no obcecarse en desconocer la información que ofrecen las ciencias.
8
La teoría del punto cero
El hombre sin pecado no precisa leyes (Martin
Lutero).
El proletario no tiene necesidad de gobiernos burgueses (Karl
Marx).
No enseñe a los bárbaros de clase baja (Friedrich
Nietzsche).
Es costumbre repetir hasta la saciedad eso de que la actividad filosófica es un pensamiento que vuela desde sí y sobre sí, sin más pretensiones que buscar por puro altruismo el hecho distintivo de conocer. Esta descripción rutilante, magnífica de la Filosofía como un «pensar para sí» tropieza con una evidencia histórica difícil de escamotear, con que la Filosofía ha sido a lo largo de los siglos expresión de un pensamiento cerrado, fanático… y tutelado por aspirantes a reyes-filósofos, en cuyo plan estaba coaccionar a los demás diciéndoles, a través de imposiciones y leyes de hierro dónde hallar la verdad, de qué no ser instruidos y cómo comportarse. Rescatemos a este respecto aquellas palabras, inolvidables, de Kant proponiendo al intelectual como único ser capaz de adentrarse en los caminos «públicos» del sapere aude e influir en la toma correcta de decisiones políticas, pues «sería muy perturbador» que un Don nadie, que un cualquiera, que «un oficial que recibe una orden de sus superiores quisiere argumentar en voz alta durante el servicio acerca de la pertinencia o utilidad de tal orden; él tiene que obedecer», y punto, manifestaba Kant[27].
Los
utópicos, esos que traspasan las barreras del pensar para sí y se dedican a
pensar en lugar de los otros, los utópicos, repito, como Platón, Séneca,
Agustín de Hipona, Tomás Moro, Campanella, Lutero, Calvino, Rousseau,
Saint-Simon, Comte, Marx, Nietzsche, Gentile, Lukács… se cuentan por legiones
en las filas de la Filosofía, con el denominador común de que estos pensadores
no solo han defendido la Filosofía como instrumento de control de personas y
sociedades, sino empequeñecido hasta niveles irrisorios las aportaciones de los
no dogmáticos.
Que «ahí donde los hombres son los más seguros y arrogantes, más se equivocan por lo común»[28], es algo que en absoluto les importa a los seguidores del mito del perfeccionismo, sobre todo porque en aras de la omnipotencia filosófica hace tiempo que los filósofos han quedado agazapados bajo el conflicto entre naturaleza y cultura, o sea, entre el rechazo a lo heredado y la fascinación por el punto cero.
¿Y
qué es la teoría del punto cero? Pues una fantasía idealista que desacredita
todos y cada uno de los conocimientos existentes para sin discriminación ni
distinción negar el valor de la vida presente y abrazar lo contracivilizatorio,
lo natural, como lugar auténticamente humano.
«Cada
época, describía Michelet, sueña la siguiente». Y con la negación de la cultura
o defensa de la contracultura, los idealistas de hoy tratan de carbonizar todas
las leyes existentes (morales, políticas y científicas) e intentan
catapultarnos a un estadio «crisálida». Pero, no nos llevemos a engaño: odiar
la paideia, la transmisión de saberes implica matar la sabiduría de la Lechuza,
supone ser apartados del mundo del conocimiento y ello con el propósito de
refundar la Humanidad para controlar ab initio su destino. Lo
cual conduce a nivelar las diferencias de creatividad y personalidad entre los
individuos a golpe de represión. Y a implantar inclusive los valores dóricos (o
antidemocráticos) del elitismo más reaccionario.
La
lucha por obtener y conservar hegemonías produce, entonces, un
maridaje perverso entre «poder», «monopolio» y «conocimiento», maridaje que
hace muy probable que filósofos (y aspirantes a líderes) incurran en actos de
dogmatismo, de prepotencia, incluso de omnipotencia,
abocando a la ciudadanía a la impotencia.
En conclusión, con la promesa revolucionaria del «culturicidio», permítaseme el neologismo, no sorprende la seducción por la tabula rasa que han mostrado y siguen mostrando no pocos pensadores contemporáneos. Y tampoco extraña que «los literatos sean luditas por naturaleza», en palabras certeras de Charles Percy Snow[29].
9
La utopía del analfabetismo
Seamos holgazanes en todas las cosas, excepto amando y
bebiendo, excepto holgazaneando.
Gotthold Ephraim Lessing (1729-1781), La pereza.
Un utópico como Séneca afirmaría que la ignorancia reproduce la inocencia de los hombres primitivos[30]. Este planteamiento sería retomado por Montaigne, para quien la naturaleza supera a los bienes de la cultura, pues «¿dónde encontraremos gustos que aventajen a los naturales?»[31], se preguntaba el filósofo francés.
Digamos
que el gran Marsilio Ficino ya había trazado los principios básicos De
la vida sana (1541), pero no se le había ocurrido desoír los
instrumentos de la racionalidad humana. Montaigne sin embargo, cegado por los
resplandores de la contracultura, fue más allá y optó por el postulado de que
al ser humano le está negado vivir entre certidumbres racionales, y en su
ensayo Apología de Raymond Sebond –capítulo 12, libro segundo—
expone que no podemos confiar en nuestros razonamientos.
Un tiempo después, el ginebrino Jean-Jacques Rousseau pondrá en duda también la utilidad de las herramientas del pensamiento. Y él que confiesa que la reflexión le «fatiga y entristece», que sus «ideas no son más que sensaciones»[32] será el primero, casi en los albores de la Edad Contemporánea, en asumir el papel de censor, de Gran Inquisidor, oponiéndose sin rubor a libros y autores.
Un
inciso. Si el doctor Tissot en su Avis aux gens de lettres sur leur
santé (Aviso a las gentes de letras sobre su salud, 1768) analiza las
causas fisiológicas del desequilibrio al cual conduce la actividad intelectual,
Rousseau propuso desde un punto de vista diferente idealizar la vida humana en
su estadio cero bajo el argumento de que la dinámica intelectual constituye un
acto de negación de lo auténticamente humano.
Por su admiración indisimulada a la vida dentro de la Naturaleza, Rousseau criticará ferozmente los frutos, a su juicio, enfermos de la cultura. Y no deja a los niños que posen sus ojos sobre ¡¡¡ninguna de las obras existentes en el mundo!!!, a excepción del libro titulado Robinson Crusoe. La raíz de tal elección no era médica, sino represiva, pues a Rousseau simplemente le interesaba divulgar la lectura de Robinson Crusoe (1719) por el hecho de que este texto literario recogía la vida de un náufrago que, a su suerte y en medio de la Naturaleza, vive durante 28 años en durísimas condiciones en una isla. Y solo. Y sin cultura[33].
Con la pedagogía como arma de control social, Rousseau, este ambicioso constructor de utopías, juzgó que «lo más cruel de todo es que todos los progresos alejan incesantemente a la especie humana de su estado primitivo»[34]. Rousseau, que participa en la elaboración de la Enciclopedia de Diderot y d’Alembert; que fue un intelectual insaciable que dedicó horas al estudio de la botánica; que tras saltar del teatro a la novela amorosa se deslizó de la pedagogía a la defensa de la religión patriótica; Rousseau, que se entretiene en escribir comedia, en estudiar química, historia, latín… y hasta en componer ópera e interpretar, cómo no, las notas plúmbeas del género ensayístico; él mismo opinó que «una ignorancia absoluta sobre ciertas materias es quizá lo que mejor convendría a los niños»[35], y no le importó prohibir (siempre para los demás) la lectura de todos los libros existentes y formular la idea de que leer nos separa de nuestra verdadera naturaleza.
En
esta teoría del punto cero o vuelta forzada y forzosa al redil de la no
civilización palpita una estandarización de la incultura. El sistema de
coerción y obediencia, apto para fiscalizar hasta los mecanismos de cognición,
es lo que anima a Rousseau a implantar un modelo «administrado» de sociedad en
el que la mayoría es simple convidado de piedra y la ignorancia constituye
pieza fundamental para la paz y el buen funcionamiento de la máquina del
Estado. «No instruya en absoluto al niño del aldeano, pues no le conviene ser
instruido»,[36] pide
encarecidamente nuestro revolucionario Rousseau.
Curiosamente, a otro posmoderno no menos revolucionario y no menos devorador de libros de biología y de arte, de física y de filosofía política, de música y de literatura, hablamos de Nietzsche, tampoco le dolió en prendas explicar que propagar la ciencia entre los no Superhombres es un ataque frontal a la Vida, un suceso antidionisíaco. Por eso, Nietzsche, el más elitista de entre los elitistas, lanzará su verbo venenoso contra esos «funestos educadores que han aniquilado el estado de inocencia del esclavo mediante el fruto del conocimiento»[37].
Como filósofos antiplebeyos y mesiánicos, Rousseau y Nietzsche anticipan el estereotipo contemporáneo del líder clasista y, por eso, «manejan los mismos presupuestos: que la Humanidad es un ente necesitado de tutela. Y, en segundo lugar, que la mayoría de los individuos que componen la sociedad son seres incompetentes, a todas luces dóciles y pasivos, motivo por el cual justifican someterles al yugo, al barro moldeable de las normas que emana el heroico Hombre-Guía»[38].
Item
más. Debido a su proyecto de frenar la transmisión del conocimiento, Rousseau y
Nietzsche elaboraron sus doctrinas del caudillismo. Y a partir del dogma de la
superioridad del Hombre-Guía: del infalible legislador o «Licurgo» (Rousseau),
del dotadísimo y extraordinario Superhombre «pastor de los infrahombres
(Nietzsche), los dos justificarán la excepcionalidad y falta de debilidades de
quienes mandan. Es más, ambos sentirán un temor atroz al ascenso de los
movimientos de masas. Y encumbrarán la incultura como estado permanente del
pueblo bajo.
Que personas tan leídas hayan vertido mares de tinta escribiendo reaccionariamente en contra de la cultura, y con un discurso del miedo hayan propuesto sacarnos de la Historia y exigir el dogma dictatorial de paralizar la difusión del conocimiento y justificar la utopía de lo primitivo y conseguir, en nombre de una Humanidad feliz, una mayoría igualada, hermanada en el analfabetismo resulta, sin duda, una de las sandeces más estúpidas de la Historia reciente de Occidente, majadería filosófica que solamente puede ser comprendida por la acción antidemocrática de esos que se creen salvadores del género humano e invocan desde la ingeniería social la anticultura o, mejor, las bondades de la sincultura con el fin de vaciar la mente ajena y obstaculizar el acceso al conocimiento a la mayoría social para mantener alejados, de paso, de sus más elementales derechos políticos a los segmentos vulnerables y más desprotegidos de la población[39].
10
Los dogmatismos de las nuevas ciudadelas filosóficas
La verdadera cultura es la Revolución.
Jean-Paul Sartre (1961), Prefacio al libro de
Frantz Fanon titulado Los condenados de la tierra.
Que
Rousseau y Nietzsche pensasen así no sorprende. Pero que actualmente sinnúmero
de filósofos secunde el banderín del historicismo y defienda en nombre de la
anticultura la hora de los nuevos despotismos sí es preocupante y mucho, pues
con tanto necio entregado al dogma rebelde de dinamitar los fundamentos de la
cultura ¿en dónde y en qué posición queda el saber? Y, debido al afán, en
absoluto escondido, de infantilizar a los hombres y mujeres de Occidente y… de
no Occidente, ¿qué posibilidades tenemos de que, con la vuelta al punto cero,
subsista la objetividad?
La cultura «cementerio» que en plena Edad Contemporánea se detecta en el incendio del Louvre de 1871 llevado a cabo por la revolución de los comuneros alumbró las llamas del Manifiesto del Futurismo (1909) de Filippo Tomasso Marinetti. E igual que el otrora Savonarola imponía sus hogueras de vanidad, para Marinetti no había más belleza que en las lumbres de la demolición y la lucha. Y con la glorificación de la guerra Marinetti pensaba que había que «destruir los museos, las bibliotecas, combatir contra el moralismo, contra el feminismo», entre otras vilezas[40].
Que a lo largo de todo el siglo XX las vanguardias tanto artísticas como políticas despliegan por Europa flamas insurrectas con odas a derrocar y destruir la autoridad del pensamiento científico constituye un hecho histórico de primerísima magnitud. Recordemos los efectos que produjo el Primer Manifiesto DADÁ (1918). Su autor, Tristan Tzara, identificó desorden con orden, el no yo con el yo, la negación con la afirmación[41], o sea, la tesis con la antítesis, como había avanzado el materialismo histórico.
Por
supuesto, décadas después, y sin salir de las trincheras de la insurgencia,
otro dogmático, hablamos del filósofo francés Jean François Lyotard, defenderá
en un ensayo titulado La Diferencia (1983) que no se puede
juzgar a los otros (!!!), pese a los incontables dominios y habilidades del
discurso humano. La opinión demoledora, que no crítica, de este desencantado ex
comunista era consecuencia directa de las premisas contenidas en La
condición posmoderna (1979), obra en la que este pensador expuso que
la postmodernidad como estado en que se encuentra el saber en las sociedades
desarrolladas debe desentenderse de la verdad. Y de su aspiración a la verdad.
Lejos de desandar este paisaje, Lyotard volvería a reafirmar la pérdida de validez de lo intelectual. Y él que patrocina la ignorancia vanidosa planta un epitafio sobre la Tumba del intelectual, y concluye que un artista, un escritor, un filósofo «desconoce cuál es su destinatario, y eso es ser un artista, un escritor, etc.: lanzar una mensaje en el desierto. […Es más, el intelectual] no procura en absoluto cultivar, educar, formar a quien sea. Toda incitación a someter su actividad a objetivos culturales le parece precisamente inadmisible»[42].
La
cultura, tal y como la conocemos, carece de cualquier valor a los ojos de los
nuevos profetas y más a raíz de la caída del Muro de Berlín (1989) que
simbólicamente diluyó, doscientos años después, la fuerza motriz de la
Revolución francesa.
Añadamos, y para mejorar la perspectiva, que Konrad Lorenz ya se había sumergido, antes que Lyotard, en la tarea de desmantelar las bases de la cultura occidental. Y, tras buscar la luz en la oscuridad de los arcanos, Lorenz incidiría en que lo racionalmente accesible o científicamente demostrable es capaz de causar estragos –sí, ha leído bien—, amén de constituir una falsa noción. Y este etólogo, y Premio Nobel, se recreó cual Licurgo en enseñarnos el respeto a las culturas no occidentales y en adoctrinarnos en lo temerario e imprudente que sería proceder a la erradicación de conductas «aterradoras» por el hecho de que, afirma Lorenz, «en las normas de conducta cuyos perniciosos efectos parecen evidentes, como la cacería de cabezas practicada por muchas tribus de Borneo y Nueva Guinea, […] realmente este sistema representa hasta cierto punto la armazón de toda cultura, y sin un examen detenido de sus múltiples interacciones resulta muy peligroso arrebatarle arbitrariamente un elemento»[43].
Al ser aireados los valores de la no civilización, la voluntad revolucionaria de quebrantar toda convención académica para enterrar culturalmente a Occidente tras las cenizas de su propia catacumba se volvió axiomática, irrefutable. Y esa voluntad de destrucción reforzó la moda misoneísta de la contramodernidad. Lo describió perfectamente el filósofo español Gustavo Bueno al referir cómo, «en nuestros días, la nostalgia por el «comunismo primitivo» germina en ambientes universitarios, como versión violenta del hippismo nacido de la confusión entre civilización y capitalismo. Pero lo esencial es que el terrorismo etnologicista brota él mismo de una actitud reaccionaria: la nostalgia de la barbarie»[44].
11
La vuelta a los valores primitivos
Es voluble la lengua de los hombres, y de ella salen razones de todas clases; hállanse muchas palabras acá y allá, y cual hablares, tal oirás la respuesta. Mas ¿qué necesidad tenemos de altercar, disputando e injuriándonos, […] diciendo muchas cosas, verdaderas unas y falsas otras, que la cólera les dicta?
Homero (c. s. IX a. C.), Ilíada.
Eric
Williams, Walter Rodney, E. P. Thompson, Frantz Fanon y muchos más… denunciaron
la expropiación colonial de Occidente. Y al hacerlo desenmascararon, y con
razón, las relaciones asimétricas entre países dominadores y países dominados.
En el caso de Frantz Fanon, este martiniqués respaldó la necesidad de despojar
al proletariado occidental de su rol de liderazgo con el fin de ubicar el
lábaro de la insurrección en las masas del Tercer Mundo.
Más allá de las denuncias y, sobre todo, en un contexto de revancha política, el mismo Jean-Paul Sartre que respaldaba las tesis neomarxistas de Fanon llegó a defender las horas sangrientas de la revolución. Y Sartre diría en favor de la violencia absoluta que «en los primeros momentos de la rebelión hay que matar», para a continuación añadir: «matar a un europeo es matar dos pájaros de un tiro, suprimir a la vez a un opresor y a un oprimido: quedan un hombre muerto y un hombre libre»[45].
Desde
cantos al rencor y al odio muchos intelectuales intentaron, ojo por ojo, avivar
gritos de guerra. Tampoco es menos cierto que el arma ideológica con la que se
aspiraba a socavar los fundamentos de Occidente arrancaba de la propia
posmodernidad, corriente neorromántica que incidía no solo en el abandono de la
modernidad, sino en la mitificación de las (culturas de las) periferias qua
locus de la autenticidad.
En
una rotación a favor de los inicios (pre) históricos se procedió a
desprestigiar cualquier relato que no fuese el de los derrotados, los cuales,
igual que Adán y Eva vivían en un estado de inocencia antes de su salida del
Paraíso, quedaron libres de toda sospecha. Y al margen de
cualquier error, abuso o traza de parcialidad.
Con
el dictum de que «la historia la escriben los conquistadores»,
se introdujo un fierísimo maniqueísmo que equiparaba «opresión histórica» con «falsedad
epistemológica» y, claro está, hermanaba a los buenos con los vencidos. Dicho
de otro modo. Por la vía historiográfica de reclamar los valores del Tercer
Mundo la narratología posmoderna encontró un filón de oro con el que alzarse en
contra del paradigma de verdad de Occidente.
Digamos que casi a la vez que ese Nietzsche francés nacido en Argelia, de nombre Jacques Derrida, proponía con el juego de las despalabras la deculturación y se lanzaba a la tarea de deconstruir el discurso intelectual de la modernidad, la lucha posmoderna por proteger las culturas no occidentales llegaba a su cénit, esto es, al convencimiento de priorizar los valores primitivos. Y cuanto más primitivos mejor, ya que había que amputar la ascendencia occidental incluso a «cuchillo», lo dijo Sartre[46], y… «recartografiar los límites adánicos anteriores a la influencia colonial de Occidente», añado[47].
Un
detalle a tener en cuenta: al focalizarse todas las protestas contra Occidente
en la defensa de lo primitivo la posmodernidad caía de nuevo en el mito
rousseauniano del adamismo. Y de tanto reivindicar la filosofía como
arqueología los seguidores de la posmodernidad, también desde las canteras del
estructuralismo y del posestructuralismo, olvidaron que son las personas, no
las culturas, las depositarias de los derechos políticos, omisión que tendrá
consecuencias harto indeseadas.
Pues
bien, ante estos y otros planteamientos similares, la verdad no es,
lo señalo otra vez, un asunto de topografía y geodesias. Y por
el hecho de que va más allá del lugar geográfico en donde nacemos, la verdad
siempre excede el carácter territorial, en este caso «no occidental», de la
posmodernidad. Reparo en este dato porque si la verdad solo llega a ser tal
cuando nacionalistamente no proviene de Occidente y, con el mismo criterio, se
admite que la falsedad deviene tal por arrancar del seno de Occidente, ¿qué
verdad o qué falsedad son esas?, pregunto.
Solo
sé –y en esto sigo el parecer de Thomas Dewar— que «las mentes son
como los paracaídas: funcionan mejor cuando se abren». Y sé que de
los maniqueísmos patrioteros nacen situaciones ridículas, amén de
peligrosas, como las que protagonizaron, entre muchos antioccidentalistas, Noam
Chomsky y Foucault: Noam Chomsky negando en 1975 las evidencias del genocidio
camboyano que ponía en marcha el régimen maoísta de los Jemeres
Rojos. Y Michel Foucault juzgando de manera encomiable para Occidente y… no
Occidente la labor despótica del Sayyid Ruhollah Musaví Jomeini.
Recordemos que este ayatolá, tras derrocar la autocracia del Sha Reza Pahlevi,
establecía en 1979 una implacable dictadura teocrática, intacta hasta la fecha
en Irán.
Con esta clase de ilustrados retrógrados, «necios» eran llamados en tiempos no lejanos, no sorprende que Bernard-Henri Lévy haya desahuciado la figura del intelectual y concluido que éste ha muerto como categoría social y de modo definitivo a finales del siglo XX[48].
12
Crónica de una estupidez
La nostalgia de la barbarie solo resulta atrayente como motivo estético, o como cebo ideológico muy apto para incautos, del mismo modo que solo es rentable como argumento sofista y falaz.
Jesús G. Maestro, Contra las Musas de la Ira. El materialismo filosófico como teoría de la literatura (2014).
Se
ha derramado la modernidad en estado «líquido» (Zygmunt Bauman). Se ha dicho
también que la modernidad anda cargada de acontecimientos, excedida de «sobremodernidad»
(Marc Augé). Así mismo ha sido mencionado el signo intenso de esa modernidad
enrocada en la casilla del «alto-modernismo» (James Scott). Inclusive, se ha
ubicado la modernidad en el terreno de la «biopolítica» (Michel Foucault). Y,
cómo no, de unas décadas a esta parte se ha venido hablando, y hasta la
saciedad, del abandono de los valores de la modernidad, superada, lo creen
incontables, por la égida rebelde y antisistema de la «posmodernidad» (François
Lyotard).
Con calificativos tan rimbombantes –Burke decía que los hombres de letras, «siempre amigos de distinguirse, son rara vez contrarios a la innovación»[49]—, apenas se repara en el hecho de que la posmodernidad constituye una ideología profundamente liberticida que, además de empeñarse en conducir a todos los seres humanos por el camino que ha trazado un puñado de intelectuales, anda enredada como las meigas en pintar el devenir de la Historia.
Como
he recalcado en otras ocasiones, las culturas no son nunca motivo de defensa.
Las personas, que no las tradiciones, sí son en cambio los verdaderos y únicos
sujetos de derecho. Sin embargo, este matiz, nada trivial por cierto, parece no
importar cuando se trata de proteger el axioma de la posmodernidad a pesar de
sus contradicciones gruesas e innumerables.
Digo
esto porque si se presupone que las culturas no occidentales poseen per
se valores intrínsecamente superiores, tal y como muchos filósofos y
antropólogos formulan, ¿cómo explicar que en el perímetro de tales culturas se
produzcan y a diario la esclavitud, la ablación del clítoris y la castración
infantil masculina, la venta de niños, el asesinato de homosexuales, las
matanzas por cuestiones de conciencia, la falta de libertad y toda suerte de
ataques a los derechos humanos?
Reforzar perspectivas erróneas cuando los hechos las desmienten constituye una muestra de falta de sentido común, de irracionalidad y, peor, una señal de rigidez mental, de intolerancia cognitiva, de dogmatismo en definitiva, pues, y parece que en esto habría que darle la razón al joven Marx, «las ideas que se adueñan de nuestra mente, que conquistan nuestra convicción y en las que el intelecto forja nuestra conciencia son cadenas a las que no es posible sustraerse sin desgarrar nuestro corazón»[50].
Visto
lo visto, nos encontramos aquí y ahora en una intersección tan difícil como
problemática: en la encrucijada de o aceptar nuevas evidencias o de acallar
cualquier refutación para así, lo hubiese dicho Karl Marx, no destrozar los
resortes emocionales de nuestro yo.
Por
supuesto, si somos consecuentes y honestos con nosotros mismos, no negaremos el
peso de las certidumbres. Es más, estaremos abiertos a otras percepciones e
ideas que confirman o no nuestros pensamientos. Pero, en caso de entorpecer el
acceso a las evidencias que rebaten apreciaciones propias, ocurrirá que
ratificaremos ideas inexistentes, que alimentaremos la vanitas vanitatis de
embellecer teorías con artimañas y engaños, y esquivaremos por los medios
sofísticos a nuestro alcance toda esa gran decepción que nace de reconocer que
estábamos equivocados.
Negar
la generosidad del descubrimiento conlleva silenciar, aplastar la búsqueda de
certezas. Y promover las redes de la censura, del ocultamiento. Lo he señalado
antes: el intelectual presta ayuda valiosa cuando trabaja y piensa, evalúa y
reexamina lo aprendido y acepta nuevas evidencias. Solo la postura abierta y
antidogmática conduce al enriquecimiento epistemológico. Y a la comunicación e
intercambio de ideas. Solo la aceptación de la falibilidad, del peligro del
autoengaño justifica la existencia de controles empíricos y lógicos que hacen
inviables los fraudes intelectuales.
Así
que, pregunto, ¿qué hace usted cuando observa que la teoría que defiende falla
y no cumple las expectativas formuladas en la hipótesis? ¿Qué hace: buscar una
explicación mejor, explorar la incoherencia, el divorcio entre lo que predecía
y no esperaba y lo que empíricamente se ha producido, o mentirse a sí mismo y
persuadirse en la convicción de que tiene la razón de su parte no obstante,
pese a los datos en contra?
Desde mi punto de vista y, como muy bien ha señalado Peter Watson, con la democracia del intelecto lo «más esperanzador de la ciencia no es solo su fuerza en cuanto medio de descubrir nuevas realidades, tan relevantes en lo político como estimulantes en lo intelectual, sino también la importancia que cobra como metáfora. Para triunfar, para progresar, el mundo debe ser abierto, susceptible de modificación hasta el infinito […], y este es un hecho que no siempre se acepta con facilidad»[51].
13
Muy inconveniente negar errores
Me parece fundamentalmente dañino para la integridad intelectual creer en algo sólo porque te beneficia y no porque pienses que es verdad.
Bertrand Russell, Entrevista en la BBC (1959).
En
caso de ahogar las simientes del conocimiento y falsificar la verdad aconsejo
estudiar la formidable Dialéctica erística o el arte de tener razón,
expuesta en 38 estratagemas, de Arthur Schopenhauer, una obrita tan
minúscula como insuperable, en la que están contenidas todas las formas
intelectuales posibles de (auto) engaño.
Y
ya que hablo de autoengaño, los psicólogos Leon Festinger, Henry W. Riecken y
Stanley Schacter consiguieron infiltrarse en una secta que anunciaba la llegada
del apocalipsis. Su cabecilla, Dorothy Martin, lograba reunir en su casa un 21
de diciembre de 1954 a sus acólitos que, sentados en el salón, se disponen a
esperar el instante fatal en que el mundo sería destruido y ellos, ayudados por
alienígenas del planeta Clarion, llevados a un nuevo hogar.
Festinger estaba allí. Y anotó lo sucedido. Y, como era de esperar, cuando el reloj marca la medianoche la atmósfera se volvió densa, vibrante. Pero, a los cinco minutos algunos miembros, viendo que no sucedía nada, empezaron, intranquilos, a removerse en sus asientos. Cinco minutos más tarde, crecía un silencio muy incómodo ya que el apocalipsis tardaba, contra pronóstico, en producirse. Y pasaron las horas. A las 4 de la madrugada empieza a haber pequeños intentos por encontrar explicaciones a la anomalía. (Dorothy empieza a llorar.) Y cuarenta y cinco minutos después llega el apoteosis: su líder tiene un ataque de «escritura automática» en el que «el ser superior» le comunica que el acto de fe de sus seguidores ha salvado al mundo del inminente y letal cataclismo[52].
En
el ámbito intelectual de las Humanidades abundan las Dorothy Martin que son
capaces, sean hombres o mujeres, de llegar a conclusiones trastornadas con tal
de mantener intactas sus teorías. De hecho, tras dirimir la excelencia de unos
ensayos feministas entregados para un certamen de investigación, uno de los
miembros del jurado, en la actualidad catedrática de Derecho, tuvo la audacia
de soltar en voz alta que «la ablación del clítoris es una anécdota». Tal
afirmación, que me dejó espantada, no solo procedía del acaloramiento pasional
que genera el fanatismo. Asimismo provenía de las contradicciones que rodean a
la posmodernidad, pues mientras se cantan sus bondades, a la vez se minimizan y
entierran en la categoría de lo banal sucesos éticamente inhumanos.
Dolores Sayans al trasladarse a Gaza observa los repentinos cambios de conducta que experimenta Yusef, su marido, el cual empieza, para su sorpresa, a someterla a todo tipo de vejaciones y castigos. Y si la familia paterna, que insistía en la necesidad de convertirse al islam, le manifestaba: «si eres sumisa tendrás pocos problemas», la realidad es que Dolores seguía recibiendo más y más palizas de su consorte. Ella quería escapar regresar a España, pero tanto su suegra como su marido se lo impedían y le obligaron incluso a llevar un bebé muerto durante meses porque no querían practicarle un aborto[53].
La
historia de Phyllis Chesler semeja en líneas generales a la de Sayans. De
hecho, ella también anota el cambio de comportamiento que sufre su pareja en el
momento de variar el lugar geográfico de residencia. E igualmente empieza a
padecer pronto las consecuencias de los referentes culturales de su cónyuge. De
hecho, en el momento de regresar de Afganistán, solo pesaba 40 kilos. Había
tenido que lidiar una durísima batalla para separarse de su marido afgano y
regresar a su país. Y para recobrar su libertad Chesler antes tuvo que padecer
la enfermedad de la hepatitis cuyo contagio había sido planificado por la
familia de él, enfermedad que casi le cuesta la vida a esta norteamericana.
Tales avatares cambiarían a esta mujer, aunque quizá lo más interesante sea el
corifeo de posmodernos que repiten conductas delirantes a lo Dorothy
Martin:
Mis amigos –futuros periodistas, artistas, médicos, abogados, intelectuales– sólo querían escuchar asombrosos cuentos de hadas hollywoodienses, no la realidad. Querían saber cuántos criados tenía, y si alguna vez conocí al rey. No hubo modo de transmitirles el horror y la verdad. Mis amigos americanos no podían o no querían comprender. Al igual que mis compañeros, los izquierdistas y los progresistas de hoy quieren permanecer en la ignorancia[54].
Existen más ejemplos de subrazonamiento en torno al idílico sudesarrollismo. El político y escritor socialista Milovan Djilas –lo cuenta en su libro autobiográfico La sociedad imperfecta (1969)— discute las ideas que Simone de Beauvoir presentó en Las bellas imágenes (1966) a cuenta de la utopía de la inocencia de la barbarie. Y es que si a juicio de esta pensadora francesa «en todos los países, sean socialistas o capitalistas, el hombre está siendo aplastado por la tecnología», Beauvoir (que repite el dictamen de Rousseau de que el progreso aleja incesantemente a la especie humana de su estado primitivo) justifica la belleza que deriva de la igualdad en la pobreza y agrega que «la gente debiera contentarse con un mínimo de vida, como hacen aún hoy en determinadas comunidades muy pobres como Cerdeña y Grecia, por ejemplo, donde la tecnología no ha penetrado ni el dinero corrompió nada. Estas gentes conocen una áspera dicha, porque allí se mantienen ciertos valores; unos valores que son auténticamente humanos: la dignidad, la hermandad, la generosidad, todo lo cual proporciona a la vida un valor único. Si la creación de nuevas necesidades continúa, se multiplicarán los espejismos». A la vista de lo cual, concluye Beauvoir, «una revolución moral, no una de carácter social, político o técnico, puede conducir al hombre hacia la verdad que perdiera»[55].
Ante
estas simplezas que suelen predicar esos intelectuales que, por cierto, viven
en buenas casas, sentados sobre sillones muy cómodos, aceptando las emisiones
de la luz eléctrica, también el calor que ofrece un sistema eficiente de
calefacción y gozando de un sinfín más de avances tecnológicos; ante esta
disyunción entre la forma de pensar y la manera de vivir; Milovan Djilas
responde y apunta lo siguiente:
No
sé cuál será el «nivel mínimo de vida» al que alude Madame de Beauvoir, pero
sospecho que es un poco más de lo que idealiza al hablar de «algunas de las
comunidades muy pobres». La vida en la isla de Cerdeña puede parecerle «ásperamente
feliz» a un miembro de las pandillas izquierdistas y derechistas de la vida
intelectual parisiense, pero yo sé, por mi propio Montenegro, que a pesar de
los «valores conservados» allí, «valores que son auténticamente humanos», la
vida se ha parecido a otra cosa; era una vida de hambre, odio y muerte…
Ese amor indiferente, sin condiciones a las costumbres, ritos, tradiciones y simbolismos del Tercer Mundo conduce en la mayoría de las ocasiones a la ilusión de que las culturas no occidentales deben ser respetadas por encima de los propios seres humanos. Y, al ser idolatradas tales culturas, paradójicamente se difunde la idea, peligrosísima, «de que quien quiebra los lazos de su útero cultural comete un acto de apostasía, de herejía incluso»[57]. Pongamos un ejemplo de ello.
Una bioquímica hindú que trabajaba en los movimientos de «Ciencia para el pueblo de la India», Meera Nanda, observa, atónica, cómo por efecto de la posmodernidad se veneran las supersticiones tradicionales védicas por encima del daño que ocasionan a sus habitantes. La científica llega a hablar de un político hindú al que le aconsejan, por cuestión de salud, maximizar su energía positiva y «entrar por la puerta que daba al Este. En el lado oriental de la oficina había una barriada a través de la cual no podía pasar con el coche. [Así que] ordenó demoler la barriada»[58]. Y es que, lo analiza Meera Nanda, «si la izquierda hindú fuera tan activa en el movimiento de popularización de la ciencia como lo era antes, habría encabezado una oposición no solo contra la demolición de los hogares, sino contra la superstición que la justificó»[59].
Lo curioso es que esta filósofa de la ciencia relató a sus amigos «socioconstruccionistas» de Estados Unidos el derribo de las viviendas. Sus amistades, en quienes Nanda creía iba a encontrar respaldo, le dijeron, una vez conocidos los hechos, que «el entrelazamiento cultural de las dos descripciones del espacio es un hecho progresivo en sí mismo»[60].
¿Entiende
usted algo de este tipo de verborrea pomposa y fatua salvo que, al no haber
crítica alguna contra la destrucción de un barrio, estos intelectuales procuran
con parloteo insustancial mantener la posmodernidad en un estado de inmunidad
y, claro, de impunidad?
Que las Universidades y centros de investigación, por reacción y rechazo a Occidente, estén en manos de sectarios tipo Dorothy Martin constituye un acontecimiento luctuoso de primera magnitud, y eso sin olvidar que estos dogmáticos incurren en el empeño de la fabulación, de modo que, lo advirtió Marx, «entre la filosofía [que practican] y el estudio del mundo real media la misma relación que entre el onanismo y el amor sexual»[61].
En definitiva, pese a la narratología maravillosa que en torno al indigenismo «tercermundista» los posmodernos «primermundistas» aderezan con todo menos con dudas, yo afirmo que las culturas arrostran buen número de aspectos política y epistemológicamente indeseables. Y, debido a ello, «no hay que tener miedo a denunciar las violaciones de los derechos humanos, sean cuales sean, afecten a quien afecten, las genere quien las genere y se produzcan donde se produzcan», sea fuera o dentro de Occidente[62].
No
es de recibo hacer un brindis al sol y cantar la nobleza (incluso de los
errores) del no Occidente, igual que no es ni objetivo ni histórico, porque
faltaríamos a la verdad, ocultar el pasado brutal, sanguinario, esclavista y
conquistador de Occidente sobre los territorios de ultramar. Y es que los
pensamientos que se autovalidan (o utopías) provocan a su paso ríos de
dogmatismo, del mismo modo que la ignorancia y el dogmatismo acaban aliándose
invariablemente con las utopías. Y enfrentados al saber científico.
Como intelectual que es, escoja qué tipo de inteligencia le gustaría tener: ¿una mente que piensa las cosas por sí misma?, ¿una mente que toma con sagacidad lo que otros seres humanos disciernen, o una mente que ni comprende por sí ni por medio de las demás?[63]. Digo esto porque tratar las ideas cual vacas sagradas destinadas a cambiar a su imagen y semejanza la sociedad convierte de facto a los literatos, filósofos y humanistas en grupos de presión que, en vez de reconocer el componente totalitario de sus hipótesis, viven obsesionados en moldear y administrar un mundo para autómatas.
Tras
lo cual, repito, ¿qué hacemos cuando observamos que la teoría defendida fracasa
en las expectativas?, ¿jugar con entelequias?, ¿enrocarnos en la convicción de
que tenemos razón o explorar la fuente de las incoherencias y abandonar la
teoría incluso? Yo, desde luego, no quiero ser como Platón, filósofo que
aborrecía a quien no pensaba como él y que un día quiso –lo cuenta Aristoxeno
(c. 354-300 a. C.) en sus Memorias históricas— quemar las obras del
famoso físico, contemporáneo suyo, Demócrito.
Conclusiones
Vivimos en una sociedad profundamente dependiente de la ciencia y la tecnología en la que nadie sabe de estos temas. Esto constituye una fórmula segura para el desastre.
Carl Sagan (1934-1996).
Estas
páginas no son un mero catálogo de errores. Quieren mostrar en la querella, aún
no resuelta, entre lo antiguo y lo moderno la crisis actual de la cultura o la
crisis en la forma de entender la cultura. Y dado que en la defensa del
lenguaje literariamente sugestivo, confuso y bucólico palpita una oposición,
feroz, hacia el lenguaje científico, en esencia escasamente polivalente o
simbólico, la posmodernidad (que es, sin duda, una de las Weltanschauungs más
influyentes del período contemporáneo) continúa empeñada en unificar, igual que
sucede dentro de la literatura de ficción, fenómeno y noúmeno, entendimiento e
imaginación.
En
este ensayo breve, titulado El ascenso de los intelectuales, se ha
pretendido analizar el componente mitomaníaco de las recientes ilusiones
burguesas. Y destapar la irracionalidad que arrostran ciertas filosofías de la
vida, amparadas en la creencia poética de que con el método científico la
dimensión simbólica del mundo queda devaluada.
Observando
que los literatos, humanistas y filósofos han fallado de manera estrepitosa a
la hora de (no) hacer su trabajo, aquí se ha querido mostrar cómo de las ideas
de «pertenencia» y «compromiso político» ha arrancado la exclusión del
principio de «neutralidad epistemológica». Por tanto, a la cuestión, harto
espinosa, que hasta el propio Sartre llegó a enunciar –»les intellectuels
sont-ils coupables?»—[64], respondo
afirmativamente: los intelectuales son responsables directos del presente
estado de desconfianza en el que se hallan sumidos.
Y
es que oponerse a las concepciones de la epistemología científica para matar la
búsqueda de la objetividad y dejarla reducida a una serie de juicios estéticos
y/o políticos implica desterrar a la Lechuza del ámbito de las humanidades. Lo
cual inexorablemente conduce a la extinción de la filosofía que ya anunciaba el
filósofo Alexandre Kojève.
En
contra de planteamientos pesimistas que elogian la ignorancia, yo apunto que, a
pesar del largo enfrentamiento entre los relatos científicos y los relatos
humanísticos, el acto de pensar y buscar conocimientos es algo filosóficamente
indesligable del ser humano y, añado, no hay tal fin de la filosofía porque
éste no está a la vista igual que el final del ser humano tampoco despunta en
el horizonte de forma inminente. Eso sí, lo que puede, en cambio, incitar a la
inutilidad de la literatura, de la filosofía y de las humanidades es esa loca
convicción de que el intelectual es un héroe que lucha sin dudas y
vacilaciones, sin textos ni contextos ni necesidad de evidencias o cultura
científica.
No
somos mónadas viviendo en las cavernas aisladas y atextuales de
nuestro yo. Somos sujetos sociales que interactuamos. Y puesto que la verdad en
tanto resultado del esfuerzo de apertura y acercamiento a los hechos está
sometida a evaluación y a crítica, el acto intersubjetivo, lingüístico, de
compartir conocimientos se efectúa siempre dentro de la esfera pública. Por lo
cual, el intelectual y sus reflexiones siempre quedan expuestos a análisis y
revisión. En caso contrario, cuanto mayor es el afán de novelar o utopizar el
mundo, más posibilidades existen de convertir al pensador en un ojo profético,
más se propagan teorías legitimadas por la retórica fantasiosa y la idolatría
académica.
Una
cosa más. Si la filosofía posmoderna busca una realidad descarnada de
la propia realidad, yo agrego que los dogmas, incluidos los dogmas de los
antidogmas, no casan bien con el acto de entender y menos aún encajan en la
carnalidad fenoménica que caracteriza a la realidad.
Más
allá de discursos y bebedizos utópicos; más allá de los sueños de inerrancia y despotismo
que acaban convirtiendo cualquier teoría en alegoría y mitología; somos seres
humanos embarcados en la aventura del conocimiento. Y pese a que nunca podremos
ver la inmensidad de todo el océano, amén de que cada época tiene sus (pre)
ocupaciones epistemológicas, poseemos no obstante la fortuna de contemplar
aspectos concretos de una realidad que, lo señaló hace mucho tiempo Heráclito,
resulta variable, cambiante. Y fascinante.
En
consecuencia, y dado que el principio del inmanentismo (que sustenta el
edificio de la posmodernidad) aprueba validar proposiciones no verificables,
mantengo que las ideas no son en sí mismas igual de respetables y, por ende, en
lo intelectual «todo» no está permitido, ni muchísimo menos. Con otras
palabras. Las teorías jamás se autofundan o autovalidan por arte de magia, de
modo inherente y al margen de los datos empíricos, por más que los defensores
de la teoría del punto cero procuren revolucionariamente intercambiar mito con
logos, señalar la incompetencia de las estrategias del conocimiento y divulgar
la nulidad de los saberes científicos.
El
intelectual —fuera megalomanías— no es un adivino, un superhombre o un ser
colosal. Es alguien, historiador o testigo, observador o escribano, que posee
capacidad intelectual para inclusive equivocarse. De ahí, por tanto, esta Crónica
de una estupidez.
¡Qué falta de generosidad!, seguimos agitando el mito de la creación ex nihilo, creyendo que el conocimiento surge de la nada, y todo por la tozudez de no admitir cuánto hemos aprendido a partir del trabajo de los demás.
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- Weil, Simone (19??), L’Enracinement, edición electrónica realizada por Gemma Paquet, Université de Québec à Chicoutimi, collection Idées, en http://classiques.uqac.ca/classiques/weil_simone/enracinement/weil_Enracinement.pdf (13-VIII-2015). Esta edición fue elaborada a partir del libro de Weil, Simone (19??), L’enracinement. Prélude à une déclaration des devoirs envers l’être humain, Paris, Gallimard, 1949. Hay edición española: Echar raíces, Madrid, Trotta, 1996.
_______________________
NOTAS
[1] »Tous les cerveaux de la terre sont impuissants
face au genre de stupidité qui soit à la mode», decía textualmente Jean de la
Fontaine (1621-1695). Cita en Scapini Felicita
& Ciampi Gabriele (ed., 2010), Coastal Water Bodies, Nature
and Culture. Conflicts in the Mediterranean, Florence, University of
Florence, p. 157.
[2] Snow, Charles Percy (1959), Las
dos culturas, México, Universidad Nacional Autónoma de México, 2006, pp.
18-19. Edición de F.R. Leavis.
[3] Goldfarb, Jeffrey C.
(1998), Civility and Subversion. The intellectual in the
democratic society, Cambridge, Cambridge University Press, p. 1.
[4] González Cortés, Mª Teresa (2008), Los
Monstruos políticos de la Modernidad. De la Revolución francesa a la Revolución
nazi (1789-1939), Madrid, Ediciones de la Torre, p. 533.
[5] Melville, Keith (1972), Las
comunas en la contracultura, Barcelona, Kairós, cap. I, p. 31.
[6] Glez. Cortés, Mª Teresa (2009), Descubriendo
a Babeuf, Revista digital El Catoblepas, nº 86, en
http://www.nodulo.org/ec/2009/n086p23.htm (13-VIII-2015).
[7] Gellner, Ernest
(1998), Language and solitude: Wittgenstein, Malinowski and the
Habsburg dilemma, Cambridge, University Press of Cambridge, 1999, reimpr.,
p. 3.
[8] Sorel, Georges (1906), Réflexions sur la
violence, Marcel Rivière et Cie, Paris, 1908, cap. V, 2, p. 139.
Edición digital de la Université de Québec à Chicoutimi, 2003, p. 109, en
http://www.singulier.eu/textes/reference/texte/pdf/Sorel_Reflexions_violence.pdf
(13-VIII-2015). Obsérvese
que, en español, existe una acepción de «pensador» referida al criado que da de
comer al ganado de su señor.
[9] Bueno, Gustavo (1987), Los
intelectuales: los nuevos impostores, Revista digital El Catoblepas,
nº 130, en http://www.nodulo.org/ec/2012/n130p02.htm (13-VIII-2015).
[10] Revel, Jean-François (1988), La
connaissance inutile, Paris, Grasset, p. 162.
[11] Platón
(427-347 a. C.), Banquete, 209a-b, en Platón, Diálogos,
Madrid, Biblioteca Clásica Gredos, 1986, vol. III.
[12] Aron, Raymond (1952), Démocratie et
Révolution, en Introduction à la philosophie de l’histoire, Paris,
Fallois, 1997, p. 245. Se trata de las lecciones impartidas por Aron
durante el curso universitario de 1952, editadas a título póstumo.
[13] Escohotado,
Antonio (2014), Entrevista, por Ernesto Castro en
http://castracastro.blogspot.com.es/2014_01_01_archive.html (13-VIII-2015).
[14] Canción de
Pedro Guerra titulada El Circo de la Realidad (2004), incluida en
su álbum Bolsillos (2004).
[15] Bruner, Jerome (1986), Realidad
mental y mundos posibles. Los actos de la imaginación que dan
sentido a la experiencia, Barcelona, Gedisa, 1988, p. 23. Hay
edición digital en
http://es.slideshare.net/meleroriverospaulina/realidad-mental-y-mundos-posibles-jbruner
(13-VIII-2015).
[16] Weil,
Simone (1909-1943), L’Enracinement, edición electrónica realizada
por Gemma Paquet, Université de Québec à Chicoutimi, collection Idées, en
http://classiques.uqac.ca/classiques/weil_simone/enracinement/weil_Enracinement.pdf
(13-VIII-2015). Esta edición fue elaborada a partir del libro de Weil, Simone
(1909-1043), L’enracinement. Prélude à une déclaration des devoirs envers l’être humain, Paris, Gallimard, 1949.
[17] Arenal,
Concepción (1871), Cartas a un obrero. Cartas a un señor, en
Arenal, Concepción (1871), La cuestión social, Madrid, Biblioteca
de Autores Españoles, 1994, vol. II, p. 157.
[18] Blanchot,
Maurice (1984), Los intelectuales en cuestión. Esbozo de una reflexión,
Madrid, Tecnos, 2003, p. 61.
[19] Mills, C. Wright
(1959), The Sociological Imagination, New York, Oxford University
Press, 1964, pp. 196-197 (On intellectual craftsmanship, appendix). Puede leerse en
edición digital, en http://web.archive.org/web/20090325093128/http:/ddl.uwinnipeg.ca/res_des/files/readings/cwmills-intel_craft.pdf
(13-VIII-2015).
[20] Einstein,
Albert (20-VII-1932), Carta a Freud, en Einstein, Albert &
Freud, Sigmund (1933), Por qué la guerra, Barcelona, Minúscula,
2001, p. 63.
[21] Vázquez-Rial,
Horacio (13-IX-2007), Los hombres de uno en uno, Revista Libertad
digital.
[22] Buying-Chul
Han (2012), La agonía del Eros, Barcelona, Herder, 2014, p. 76. La
cursiva es del autor.
[23] Vattimo, Gianni
(1989), La Sociedad Transparente, Barcelona, Paidós, 1990, p. 107.
[24] Sloterdijk, Peter (2000), L’utopie en
chantier, dans le dossier La renaissance de l’utopie, Magazine
littéraire, nº 387, mai, p. 54.
[25] Alain Finkielkraut en Eric, Conan
(30-XI-2000), La fin des intellectuels français, publicado en el
periódico digital L’Express.
[26] Gallino, Luciano, (1978), Diccionario de sociología, México, Siglo XXI, 20053ª, p. 549.
[27] Kant,
Immanuel (1784), ¿Qué es la Ilustración?, en VV. AA., ¿Qué
es la Ilustración?, Madrid, Tecnos, 1988, p. 12.
[28] Hume, David
(1751), An Enquiry Concerning the Principles of Morals, Part I,
Section 9, Conclusion, Part I, 1, edición electrónica Project Gutenberg,
2010, en http://www.gutenberg.org/ebooks/4320?msg=welcome_stranger#2H_SECT9
(13-VIII-2015).
[29] Snow,
Charles Percy (1959), Las dos culturas, México, Universidad
Nacional de México, 2006, p. 45. Edición de F. R. Leavis. Snow emplea el
presente de indicativo. Yo he usado, para mantener la concordatio temporum, el
presente de subjuntivo.
[30] Léase
Séneca, Lucio Anneo (4 a.C.-65 d. C.), Cartas a
Lucilius, 90 in fine; d. De Finibus, III,
7, 23, Barcelona, Editorial Juventud, Colección Z Clásicos, 20126º.
[31] Montaigne, Michel Eyquem de (c. 1580-1588), Ensayos,
Buenos Aires, Losada, 1941, vol. II, lib. II, cap. II, p. 75.
[32] Rousseau, Jean-Jacques (1776-1778), Les
rêveries du promeneur solitaire, obra póstuma, en Œuvres complètes
J.J. Rousseau, Bruxelles, nouvelle édition, Chez Th. Lejeune,
libraire-éditeur, 1828, septième promenade, p. 113. Puede leerse en
https://books.google.es en formato digital.
[33] Rousseau, Jean-Jacques (1762), Émile ou De
L’Éducation, Paris, Garnier Frères, Libraires-Éditeurs, 1866, lib. III, p. 195.
Puede leerse en https://books.google.es en formato digital.
[34] Rousseau, Jean-Jacques (1754), Discours sur
l’origine & les fondements de l’inégalité parmi les hommes, Amsterdam,
édition de Marc Michel Rey, 1755, préface, p. LV. Puede leerse en
https://books.google.es en formato digital.
[35] Rousseau, Jean-Jacques (1754), Discours sur
l’origine & les fondements de l’inégalité parmi les hommes, Amsterdam,
édition de Marc Michel Rey, 1755, lib. IV, p. 233.
[36] Rousseau, Jean-Jacques (1761), Julie ou la
nouvelle Héloïse, Paris, édition d’Armand-Aubrée, 1832, vol. II, partie V,
lettre III, p. 183. Puede leerse en https://books.google.es en formato digital.
[37] Friedrich
Nietzsche en González Varela, Nicolás, Nietzsche contra la democracia.
El pensamiento político de Nietzsche (1862-1872), Barcelona, Editorial
Montesinos, 2010, p. 131. La cita procede de Friedrich Nietzsche, Nachlass,
10, PM, XII, 1, C, Anfang 1871.
[38] Glez.
Cortés, María Teresa (2012), El espejismo de Rousseau. El mito de la
posmodernidad, Vigo, Editorial Academia del Hispanismo, p. 204.
[39] Para
analizar el despotismo totalitario de Rousseau, léase Glez. Cortés, María
Teresa (2012), El espejismo de Rousseau. El mito de la posmodernidad,
Vigo, Editorial Academia del Hispanismo, pp. 95 y ss. Y con el fin de conocer
las raíces antidemocráticas del pensamiento de Nietzsche léase Glez. Cortés, Mª
Teresa (2008), Los Monstruos políticos de la Modernidad. De la
Revolución francesa a la Revolución nazi (1789-1939), Madrid,
Ediciones de la Torre, pp. 316 y ss.
[40] Marinetti,
Filippo Tomasso (1909), Manifeste du Futurisme, publicado en el
periódico Le Figaro, 20 février 1909, tesis nº 10. Léanse también
las tesis 7 y 9 que amplían las ideas formuladas en la tesis nº 10. El
citado Manifeste du Futurisme puede leerse en la Biblioteca Nacional
de Francia, en http://gallica.bnf.fr/ark:/12148/bpt6k2883730.langFR
(13-VIII-2015).
[41] La
cronología del dadaísmo puede leerse en Bottero, Bianca & Negri, Antonello
(1997), La cultura del 900. 5: Arquitectura/Artes Plásticas,
México, Siglo XXI, p. 215.
[42] Lyotard,
Jean François (1983), Tombeau de l’intellectuel, publicado en el
periódico Le Monde, 8 octobre 1983. Este artículo periodístico
sería recogido con posterioridad en Lyotard, Jean François (1984), Tombeau
de l’intellectuel et autres papiers, Paris, Éditions Galilée,
p. 15.
[43] Lorenz,
Konrad (1973), El quebrantamiento de la tradición, en Lorenz,
Konrad (1973), Los ocho pecados mortales de la humanidad civilizada,
Barcelona, Plaza y Janés, 1975, cap. VII, p. 37.
[44] Bueno,
Gustavo (1971), Etnología y utopía, Barcelona, Ediciones Júcar,
1987, p. 8. Puede leerse en formato digital, en
http://fgbueno.es/med/dig/gb71eu71.pdf (13-VIII-2015).
[45] Sartre,
Jean-Paul (1961), Prefacio al libro de Frantz Fanon
(1961), Los condenados de la tierra, Tafalla, Txalaparta,
2011, p. 18.
[46] Sobre la referencia
sartriana a usar cuchillo, videtur Sartre, Jean-Paul (1961), Prefacio al
libro de Frantz Fanon (1961), Los condenados de la tierra,
Tafalla, Txalaparta, 2011, p. 11.
[47] Glez.
Cortés, María Teresa (2010), Distopías de la utopía. El mito del Multiculturalismo,
Vigo, Editorial Academia del Hispanismo, p. 19.
[48] Lévy, Bernard-Henri (1987), Éloge des
intellectuels, Paris, Grasset, p. 48.
[49] Burke, Edmund
(1789-1790), Reflections on the Revolution in France, London,
printed for J. Dodsley, 17902ª, p. 165. Puede leerse en
https://books.google.es en edición digital.
[50] Marx, Karl
(18??), Escritos de Juventud, F.C.E., México, 1982, p. 247. La cita
se corresponde con Marx & Engels, Werke; Band 1, (Karl)
Dietz Verlag, Berlin/DDR, 1976, p. 108.
[51] Watson,
Peter (2000), a terrible beauty. A History of the People and Ideas that Shaped the Modern Mind. El título de su obra ha sido muy mal traducido al
español como Historia intelectual del siglo XX, Barcelona, Crítica,
2002, p. 13.
[52] Esta experiencia
está narrada en un libro coescrito por Leon Festinger, Henry W. Riecken &
Stanley Schacter (1956), When Prophecy fails: A Social and
Psychological Study of a Modern Group that Predicted the Destruction of the
World, University of Minnesota Press. Puede leerse en edición digital, en
https://www.questia.com/read/96338275/when-prophecy-fails-a-social-and-psychological-study
(13-VIII-2015).
[53] El relato
de Dolores Sayans puede leerse en Sanz, Paloma (2009), Rojo pasión,
negro destino, verde porvenir, Madrid, Temas de Hoy.
[54] Chesler,
Phyllis (2008), Mi cautiverio afgano, en La Ilustración
liberal, Revista española y americana, nº 27, en
http://www.ilustracionliberal.com/27/mi-cautiverio-afgano-phyllis-chesler.html
(13-VIII-2015).
[55] Las digresiones
filosóficas que Simone de Beauvoir vierte en su novela Las bellas
imágenes han sido extraídas ad litteram de Djilas,
Milovan (1969), La sociedad imperfecta, Barcelona, Ariel, 1970, pp.
152-153. El libro de M. Djilas empezó a ser redactado a partir de 1956 cuando
él sufrió encarcelamiento por persecución política.
[56] Djilas,
Milovan (1969), La sociedad imperfecta, Barcelona, Ariel, 1970, p.
153.
[57] Glez.
Cortés, María Teresa (2010), Distopías de la utopía. El mito del Multiculturalismo,
Vigo, Editorial Academia del Hispanismo, p. 29.
[58] Meera Nanda
en Sokal, Alan (2008), Más allá de las imposturas intelectuales,
Barcelona, Paidós, 2009, p. 286.
[59] Meera Nanda
en Sokal, Alan (2008), Más allá de las imposturas intelectuales,
Barcelona, Paidós, 2009, p. 287.
[60] Meera Nanda
en Sokal, Alan (2008), Más allá de las imposturas intelectuales,
Barcelona, Paidós, 2009, p. 287.
[61] Marx, Karl
& Engels, Friedrich (1847), La ideología alemana,
Montevideo-Barcelona, Ediciones Pueblos Unidos-Ediciones Grijalbo, 19745ª,
III, p. 273.
[62] Glez.
Cortés, María Teresa (2010), Distopías de la utopía. El mito del Multiculturalismo,
Vigo, Editorial Academia del Hispanismo, p. 113.
[63] Maquiavelo, Nicolás
(1513), El Príncipe, Madrid, Espasa-Calpe, Colección Austral,
198117ª, cap. XXII, p. 114.
[64] Sartre, Jean-Paul (1965), Plaidoyer pour
les intellectuels, en Sartre, Jean-Paul (1972), Situations,
Paris, Gallimard, vol. VIII, pp. 375 y ss. El texto citado reúne las tres
conferencias que Sartre impartió en Tokio en 1965 acerca del papel de los
intelectuales.