13 agosto 2015

El ascenso de los intelectuales: crónica de una estupidez

 


El ascenso de los intelectuales:
crónica de una estupidez

 

María Teresa Glez. Cortés

Escuela Hispánica de Estudios Literarios

 

 

Stultorum infinitus est numerus…
Marco Tulio Cicerón (106-43 a. C.), Epistulaead familiares.

 

Para entender estas páginas es conveniente explicar la razón de las mismas. Dedicada a investigar en el ámbito de la filosofía de la ciencia, cambié radicalmente de rumbo en un momento muy concreto, después de comprobar la nada pequeña cantidad de simplezas y ocurrencias promovidas por «filósofos» que vegetan en la pereza y, peor, viven de soterrar el conocimiento hasta convertir su actividad en continuos esfuerzos de parcialidad.

Debido a sus connotaciones negativas, no es cosa de hoy el rechazo que siento hacia el término «intelectual». El desapego viene de hace tiempo y no solo por tener poco en común con esa mayoría de los que se autodefinen «intelectuales». También por el hecho de que esos soi-disants pensadores prefieren en un ejercicio deliberadamente distorsionador retorcer los hechos, enrocarse en la defensa de postulados improbables y mecerse cartesianamente en la cuna de los autologismos, de modo que, en lugar de rehuir lo descabellado, se consuelan en la insensatez y emplean el absurdo como signo de identidad.

Habiéndose colado la literatura de ficción en todas las áreas de Humanidades, observo niveles preocupantes de estulticia. De manera especial entre aquellos intelectuales que olvidan que la aplicación de las ideas posee registros empíricos limitados y, no obstante, se adentran en los surcos epatantes del disparate, hasta renunciar a las herramientas del intelecto humano y fantasear sobre cualquier relato sin fundamento. Mas, ¿por qué eludir y descalificar el valor de lo empírico?, ¿por qué ciertos intelectuales se contentan por melancolía en novelar la filosofía, la literatura y la historia? ¿Acaso no tenemos ya para eso el género de ficción?

Que no haya confusión: es en contra de esos intelectuales de donde arranca esta crónica de la estupidez. Naturalmente, sé que casi nadie permanece, a lo largo de su vida, libre de la necedad. De eso alertaba Cicerón al referir que «el número de majaderos es infinito». Con lo cual, si este viejo político romano tiene razón, resulta que estamos en un callejón sin salida cuyos nubarrones, de sombra y noches, oscureció aún más el propio Francisco de Quevedo al rematar en un estilo sarcástico que «todos los que parecen estúpidos lo son y, además, también lo son la mitad de los que no lo parecen».

Igual que hicieron los Diógenes de otros tiempos es el momento de desmantelar las especulaciones «majaderas» de nuestro tiempo. Y por la alarmante falta del sentido común, y no por otra causa, intentaremos en este breve ensayo denunciar las estafas que acompañan a los enormes bluf teóricos que circulan en universidades y centros de investigación, y ello para saber qué es un intelectual y lo que podemos aguardar de él, si es que cabe esperar algo.

 


1

¿Qué es el intelectual?


Yo veo y he visto cosas peores, […] a saber: seres humanos a quienes les falta todo, excepto una cosa de la que tienen demasiado –seres humanos que no son más que un gran ojo, o un gran hocico, o un gran estómago o alguna otra cosa grande—, lisiados al revés los llamo yo.

Friedrich Nietzsche, Así habló Zaratustra (1883). 


A primera vista puede sorprendernos, pero las definiciones que en torno al intelectual se han formulado desde el siglo XVIII resultan monumentalmente inimaginables. Pongamos solo algunos ejemplos. El intelectual es un individuo que destaca por su «trabajo no productivo», opinaba Adam Smith. Es «un consejero de la verdad», sentenció Immanuel Kant. «Un ser curioso y libresco», afirmaría Octave Uzanne. Es un letrado, un artista, un científico «que coloca su razón por encima de las pasiones que animan a la muchedumbre: familia, raza, patria, clase», dictó Julien Benda. Es el «ilustre del logos», en palabras grandilocuentes de Pierre Boncenne, incluso es en esta sociedad postcapitalista «el trabajador del conocimiento», declaró Peter Drucker.

Por supuesto, durante gran parte del siglo XX ha habido quienes han sostenido que el intelectual es un tipo de probada honradez, una persona «comprometida» con la justicia universal, enfatizaba Jean-Paul Sartre, alguien que sale de su clase social y se acerca a grupos de marginados y desclasados sobresaliendo, Karl Manheim dixit, por su status de «intelectual flotante». Otros defenderán por el contrario, lo apuntó Michel Foucault, que el intelectual con aspiraciones «universalistas» ha ido desapareciendo para dar paso al intelectual «específico», volcado en la singularidad cultural.

A esta caracterización se unen, por supuesto, otras. Los intelectuales son meros «aristócratas de pensamiento», satirizaba Maurice Barrès; «lisiados al revés», o sea, seres instruidos en temas minúsculos e hiperespecializados, observaba con disgusto Nietzsche; simples «intelectualistas», consumidos en gimnasias abstractas que carecen de conexión con el mundo práctico de la acción, les recriminaba Giovanni Gentile; «sujetos que viven de buscar privilegios», les reprochó Georges Eugène Sorel; «profesionales de la reventa de ideas», les afeó la conducta Friedrich August von Hayek; personas que se afanan en «salvar al mundo y hacernos buenos y felices», ha glosado sarcásticamente Jesús G. Maestro. Y si para Paul Valéry los intelectuales se dedican a la tarea de «mezclar los signos, los nombres o los símbolos de todas las cosas sin el contrapeso de los hechos reales», según Alberto Montaner los intelectuales de hoy son ni más ni menos que «idiotas líricos».

Digamos, y para enredar el asunto, que el intelectual suele irradiar una luz desigual cuando le gusta exhibirse en escenarios públicos, cosa que se refleja no solo en la definición de intelectual «juglar» de Ortega y Gasset; no solo en la definición de intelectual «cantante» de Gustavo Bueno; en la definición de intelectual como «celebridad profesional» de C. W Right Mills; sino en la definición de «intelectual barato», acostumbrado, en opinión de Vargas Llosa, a vivir bajo la protección y mecenazgo de los poderosos a cambio de los favores de su pluma.

Sin entrar en el tema de que el protagonismo de los intelectuales está en muchas ocasiones relacionado con su cuota de dependencia con el poder y su relación con las superclases –sobre esto incidía Hegel al hablar de la necesidad de sumisión de los intelectuales al servicio del Estado—, resulta patente lo poco despejado que está el status del intelectual. ¿Por eso existen los que piensan que a los intelectuales se les puede manufacturar «como productos fabricados en cadena en las fábricas»?, este era el juicio lapidario de Nikolái Ivanovich Bujarin. ¿Por eso están también quienes dicen, es el parecer pesimista de Wieslaw Brudzinsky, que un intelectual, «un humanista es aquel que ama a todos los hombres, salvo aquellos con los que se encuentra»?

Con lo expuesto hasta aquí, queda claro que lo que para sí anhela el intelectual apenas coincide con lo que otros esperan de los intelectuales. Recuérdese a este respecto la clasificación que elaboró Antonio Gramsci sobre los distintos tipos de intelectual: «intelectual tradicional», «intelectual orgánico» e «intelectual específico», o la que ofreció Milovan Djilas al hablar del intelectual «profeta», «científico» y «escritor», o la categorización de Enrique Suñer sobre los «intelectuales organizados». Es más, al socaire de la caída de los relatos de emancipación la crisis cultural de Occidente se ha visto reflejada en el declive de los doctos, crisis que a todos los efectos se ha traducido en la marginación social del sujeto instruido y competente, «intelócrata» en terminología de Hervé Hamon y Patrick Rotman.

Hay muchas más definiciones, pero todas ellas destapan la posición tremendamente problemática en que se mueve el intelectual a día de hoy. Y dadas las múltiples y contradictorias definiciones elaboradas en torno suyo, cabe preguntarse ¿quién tiene razón? Dicho de otra forma. Ante el sinnúmero de propuestas sobre lo que es o debe ser el intelectual, ¿cuál es el arquetipo de intelectual a reivindicar?

Considero que el asunto no radica en el Grial de hallar una definición «única», «esencialista», acerca de lo que es el intelectual. El problema radica, a mi entender, en lo que el intelectual no hace al propiciar hambres de inerrancia e infalibilidad, y acabar, por sus filias y ceguera voluntaria, renunciando a lo principal, a la búsqueda de la verdad.

 


2

Una necedad demasiado generalizada


La estupidez insiste siempre.
Albert Camus, La peste (1947).

 

Sé que la estulticia cabalga a menudo a nuestro lado. Y sé, lo repetía La Fontaine, que todos los cerebros del mundo son influenciables, incluso permeables «a cualquier estupidez que esté de moda»[1]. Entonces, si esto es así, ¿todo está dicho?, ¿no hay nada que matizar, que añadir? ¿O es que solo queda cerrar los ojos y, a modo de destino, aceptar que un intelectual es un espejo de vanidades repleto de trampantojos?

Situemos el problema en sus justos términos. Charles Percy Snow en una conferencia en el Senate House (Cambridge), impartida un siete de mayo de 1959, se quejaba de que el término «intelectual» sólo se utilizara para designar a «literatos» y «filósofos». Snow, que era físico y, a la vez, novelista, partía de la exclusión que sufrían científicos, tecnólogos e ingenieros. Es más, Snow incidía en la desunión entre humanistas y científicos y, por eso, habló de Las dos culturas, o sea, de cómo los representantes de ambos grupos «que habían dejado de comunicarse casi por completo, [… en los] ámbitos intelectual, moral y psicológico tenían tan poco en común, que en vez de ir de Burlington House o de South Kensington a Chelsea bien podría uno haber cruzado el océano», manifestaba Snow[2].

Este poeta y científico, que por fortuna no llegó a conocer del todo la condición antiintelectual de la posmodernidad, alertó del distanciamiento en que moraban los intelectuales de ciencias y de letras. Pienso que la observación de Snow sobre la crisis contemporánea del intelectual sigue vigente y más cuando, a la incomprensión que despiertan los científicos en los humanistas y éstos en aquéllos, hoy se añaden signos alarmantes de oposición a lo intelectual entre un pujante número de humanistas.

¿Cómo entender esta singularidad? Contesto diciendo que muchos filósofos, historiadores y literatos aspiran a estar omnipresentes en la esfera pública gracias a las consignas propagandísticas de la contranarrativa o de la cultura de la negación. Me explico. Sin aminorar el efecto que produce el divorcio de los distintos campos del saber, mantengo que el «humanista» de nuestro tiempo ha decidido, por amor a la ideología, erigirse faro de la Humanidad y creerse cual Ulises resistiendo una y otra vez a las envestidas del statu quo porque, considera, tiene el bien de su lado.

Por otra parte, los intelectuales diferencian con mucha dificultad «política» y «conocimiento», y rara vez distinguen entre «poder» y «saber», entre «compromiso personal» y «filosofía política». De ahí que de los intelectuales yo ponga en duda las cualidades especiales que se les atribuye para iluminarnos desde su puesto de Guía de la Sociedad y estimular a la vez «la discusión informada sobre problemas sociales urgentes, cumpliendo con este papel al cultivar el civismo en la vida pública y promover la subversión del sentido común restrictivo», como señala Jeffrey C. Goldfarb[3].

A mi juicio, los trabajadores de la mente (cuya tarea es bastante más humilde de lo que heroicamente algunos pretenden) andan lejos de ser entes de decisión y providencia de «La Sociedad». ¿El motivo de esta afirmación? Pienso que la labor de los intelectuales ha de estar regida por el principio de neutralidad y no por el afán reduccionista de sembrar la revuelta del sentido común, de la legalidad o… de lo que sea, porque en caso de aceptar al pie de la letra los dogmas de la contranarrativa haremos del humanista (historiador, literato o filósofo) un enemigo, un francotirador de la realidad, un disidente profesionalizado que, a día sí y a noche también, predica rebeldía eterna.

Así que la cuestión que debemos plantear es ésta: «¿la persona que se proclama ante la sociedad con autoridad intelectual debe estar comprometida con el presente, como defendía Sartre, y romper con su sentido de la neutralidad debido a los acontecimientos que se le presentan, como apuntaba Malraux, o por el contrario ha de intentar buscar siempre y más allá de los combates terrenales el espacio de la imparcialidad, como señalaban Halévy y Orwell?, porque si los intelectuales se dejan llevar por la ceguera emocional de sus respectivas ideologías, ¿qué les diferencia de los púgiles que luchan en un cuadrilátero?»[4].

Llegados a este punto de la exposición, rescato algo sobre lo que escribí hace unos años. Desde mi punto de vista, el intelectual está históricamente atrapado en un caleidoscopio narcisista. De hecho, cuando sectores importantes de literatos, filósofos e historiadores aún se aferran al paradigma del intelectual «libertador», ello obedece a que desde finales de la Edad Moderna en Occidente se ha utilizado la idea, fatua y megalómana, de que el «intelectual» es un beato laico en variante subversiva, o sea, una especie de juez imparcial que, por conocer cada uno de los entresijos de la Justicia, es capaz de inducir a la gente a actuar por encima de sus rutinas, sin errores. Y en torno a un mismo y común «Ideal».

¿Cómo justificar estos derroteros? ¿O de dónde arranca el reconocimiento de que los intelectuales son, en tanto «despertadores de conciencias», la herramienta fabulosa que saca a los seres humanos de su estado de debilidad y les conduce al reino de la perfección? «Las utopías europeas», explica K. Melville, famoso ex utópico, «fueron algo fundamentalmente literario y teórico, o bien unos intentos de inspirar a los hombres para que revolucionaran el orden, facilitando el surgimiento de un nuevo régimen social»[5].

Y concluyo. Aspirar a viajar a un mundo arcádicamente bondadoso de la mano de los intelectuales no hace más que cebar la imagen de perfectibilidad, de omnipotencia de los mismos. Y, desde luego, aunque se haya generalizado el estereotipo de intelectual «sabio (tradición griega), que desprende un profundo sentido público, que no privado, de la ley (tradición romana) y sabe, a la vez, dar muestras de pureza y honradez a lo largo de sus comportamientos (tradición cristiana)»[6], yo asevero que tal estereotipo es por irreal falso, entre otras cosas porque el intelectual, por más que de él se predique que es capaz de resolver todos los problemas de la sociedad, ni es La Conciencia del Devenir Histórico de La Humanidad ni posee tampoco ninguno de los atributos sobrenaturales del superhombre nietzscheano.

 


3

Política y verdad


Me apodero de lo que codicio y siempre encuentro a un corrupto que lo justifica en Derecho.
Federico II el Grande (1712-1786).

 

¿Cabe esperar algo de los intelectuales que no sean sus ideas?, porque prescindir de la imparcialidad y sustituir la búsqueda de la objetividad por las creencias particulares resulta algo delicado y peligroso. Así que, de nuevo lanzo esta pregunta: ¿podemos aguardar de los intelectuales una señal que no sea la reivindicación de sus opiniones políticas?

Bien, contestaré a este interrogante diciendo que es imposible –y de paso respondo a Snow— que pueda existir un intelectual apartado de los conflictos e intereses de su tiempo, igual que resulta impensable pedir a un científico que solo se ciña, cual eremita en un laboratorio, a los quehaceres científicos.

Igual que Rousseau remite en 1771 un ejemplar de sus Confesiones al futuro rey de Suecia, con la marcha del tiempo veremos a un Saint-Simon enviando sus Cartas de un habitante de Ginebra a sus contemporáneos (1803) a Napoleón Bonaparte, al que en la introducción califica de «hombre genial». Y si el filósofo Walter Lippmann se pone al servicio del presidente estadounidense W. Wilson, años antes el mismo Nietzsche había intentado atraer a su causa política a la reina consorte de Italia, Margarita de Saboya. Lo cual significa que a buen número de intelectuales le gusta salir de su área de trabajo, bajar a la arena de la política y afanarse, en un retruécano difícil, por ejercer influencia sobre quienes poseen mando e influencia.

Que la gente de letras y de ciencias siente atracción por la autoridad me hace pensar que a los intelectuales no se les puede impedir tener simpatías políticas ni negar que buceen, caso de que lo desean, en modas y bogas. Con otras palabras: yo no reclamo al intelectual «átopos», contrafigura del intelectual «comprometido». En mi planteamiento no está el coaccionar a ningún intelectual a que habite fuera de las coordenadas espacio-temporales y sin contacto ni relación con ninguno de los sucesos de su época.

Ahora bien, y como bien apunta el filósofo Ernest André Gellner, por el hecho de que «descubrimos la verdad solos, [y] erramos en grupos»[7], considero asimismo que el intelectual ha de controlar sus filias colectivas y domeñar sus pasiones políticas, rebeldes o no, con el fin de dejarlas en los límites exclusivos de la privacidad. ¿La razón? Ya lo indicó Sorel: por las hambres de dominio «los intelectuales no son, como se dice a menudo, los hombres que piensan, son gentes que hacen profesión de pensar»[8], gentes, en fin, que trabajan para jefes y patronos, que orientan los debates, que fabrican y eligen los argumentos. Y por la ambición de oficiar en la vida pública ayudan a los príncipes de turno a controlar la sociedad gracias al acto de legitimar el poder (real y simbólico) y operar sobre las relaciones sociales entre sujetos-objetos del conocimiento.

Que los intelectuales han pretendido influir en quienes tienen en sus manos la balanza del mando es un hecho. Y que en la mayoría de las ocasiones han acabado devorados por el poder, también, se llamen Platón o Séneca, Lutero o Moro, Sartre o Heidegger. Por tanto, «más que un faro, o un ojo, un «iluminador» […,] el intelectual es una suerte de estómago encargado de digerir, en forma de papilla, los materiales ideológicos que los diversos sectores de la sociedad necesitan consumir diariamente para poder mantener más o menos definidos los límites de sus intereses (no solo políticos o económicos) frente a los otros sectores», advierte Gustavo Bueno[9].

Ni que decir tiene que de estos extravíos se dio cuenta Jean-François Revel. Este pensador reveló las formas en que la ideología camufla los errores humanos y ahuyenta y oscurece la evidencia de los hechos a base de otorgar una dispensa intelectual, una dispensa práctica y una dispensa moral a quienes apoyan las ideologías. La primera dispensa, la intelectual, precisaba Revel, «consiste en retener solo los hechos favorables a la tesis que se sostiene, incluso en inventarlos totalmente, y en negar los otros, omitirlos, olvidarlos, impedir que sean conocidos. La dispensa práctica elimina el criterio de la eficacia, quita todo valor de refutación a los fracasos. Una de las funciones de la ideología es, además, fabricar explicaciones que los excusan. [… Y] la dispensa moral abole toda noción de bien y de mal para los actores ideológicos; o más bien, el servicio a la ideología ocupa el lugar de la moral»[10].

Quedar atrapado en las redes del poder (o del contrapoder) abole la independencia personal. Y anula la capacidad del juicio. Y, en desdoro de los criterios de imparcialidad, tenderemos a confundir el trabajo intelectual con la lógica de dominio, propia del mundo de la política. Y en nuestra falta de libertad asomará el síndrome platónico de Siracusa, léase la politización del trabajo intelectual.

Pues bien, vista la obsesión de convertir el estudio de la literatura, de la historia, de la filosofía… en lengua de narrativas políticas, me pregunto en qué queda la literatura, qué son la filosofía y la historia o, mejor, qué pueden hacer por la sociedad el historiador, el filósofo o el literato.

En primer lugar, no desertar de su profesión, opino. Tampoco alejarse de la mejora de comprensión de sus ámbitos de conocimiento. Lo cual pasa por examinar con espíritu crítico las teorías, detectar errores en los razonamientos. Y, llegado el caso, incorporar nuevas evidencias, incluso aquéllas que puedan impugnar nuestros propios estudios literarios, filosóficos o históricos.

En segundo lugar, el historiador, el literato o filósofo han de abandonar la idea de Platón de que el poder y su concreción institucional son expresión de la sabiduría en su rango más elevado[11]. Lo vuelvo a decir: el filósofo, el literato, el historiador deben escapar del influjo platónico, pues si todo es política, ¿en dónde queda ya no digo el estudio de la política, sino el conocimiento en sí mismo? En contra de este reduccionismo epistemológico, lo destacaba Raymond Aron, «hay una actividad humana que puede ser más importante que la política: es la búsqueda de la verdad»[12].

 


4

Intelectuales «trileros»


El mundo se hace sueño y el sueño se hace mundo.
Novalis (1772-1801), Enrique de Ofterdingen.

 

Por Diógenes Laercio sabemos de la existencia de hombres que como Diotimo elaboran escritos de mala calidad, irreverentes inclusive, para luego achacarlos a sus enemigos y desacreditar a los Epicuro que odian. Esto me hace pensar que el intelectual no está nunca solo. Y por muy autónomo que sea o muy imaginativo o atextual que se crea, necesita el apoyo, el vínculo de otros intelectuales. De ahí la necesidad de rehuir esos aires épicos, heroicos… de inmodestia que entrañan los abusos del individualismo posesivo («mi» elocuencia, «mi» talento, «mi» originalidad…). De ahí la urgencia, así mismo, de sortear esa tentación de apropiarse de los pensamientos de los demás con el fin de despuntar ante los miembros de la comunidad intelectual y, por la puerta falsa, lograr un status privilegiado, solo conseguido con el robo y el espolio cultural.

A diferencia de los ladrones de ideas, muy numerosos por desgracia en mi especialidad, yo siempre indico cuáles son mis fuentes, es decir, qué autores han ejercido influencia sobre mí. Dicho de otra manera. No somos mónadas viviendo en las cavernas aisladas y atextuales de nuestro yo. Somos sujetos sociales que interactuamos y leemos. Y aprendemos gracias y a partir de los textos de los demás. Y es que sin lenguaje –y recupero a Aristóteles— no somos sino nada.

Destacado el valor fundamental del legado cultural de nuestros antepasados y contemporáneos, añadiré otra precisión. El intelectual presta ayuda valiosa a la sociedad cuando hace bien su trabajo. ¿Y qué es hacer bien su trabajo? Pues, trabajar y pensar, evaluar y reexaminar lo aprendido, aceptar el peso de nuevas evidencias y… seguir aprendiendo. Solo la postura abierta y antidogmática conduce al enriquecimiento epistemológico. Y a la comunicación e intercambio de ideas. Solo la aceptación de la falibilidad, del peligro del autoengaño justifica la existencia de controles empíricos y lógicos que hacen inviables los fraudes intelectuales.

Esto es lo que debería ser en la práctica del día a día. Sin embargo, en el terreno de las Humanidades ocurren cosas distintas ya que, lejos de la integridad y honradez intelectual, abundan tunantes y charlatanes que no trabajan ni cotejan datos y ni tan siquiera se informan. Y estos intrusos –intelectuales no son— juegan con imposibles y viven de la ficción de inventar narrativas intangibles y difusas de interpretación del mundo en las que, y en esto parecen seguir a Karl Kraus, «todo es verdad y también lo contrario».

Ítem más. Al apartarse de las vías del conocimiento, algunos escritores, historiadores y filósofos –quizá habría que llamarles «cuentacuentos»— demuestran sentir una atracción mítica, melancólica, «nocturnal» diría yo, hacia aquellos estadios anteriores al logos, cosa que les permite defender cualquier ontología o estafa utopizante tan vistosa y ocurrente como carente igualmente de soporte histórico. El timo morrocotudo que generan esos trileros –»no enseño. Cuento», decía Montaigne— procede del error de tomar la literatura de ficción como teoría del conocimiento. Y ahí está el riesgo.

Creer que el intelectual es un ser que por no precisar ni de textos ni de contextos puede estar por encima de las leyes del espacio-tiempo es la estupidez que más veces se ha repetido a lo largo de la Historia. Y en nuestro siglo también. Al fin y al cabo, sin datos ni entornos la vida muere, atrapada en ficciones.

Pues bien, cuando anoto cómo prosperan dentro de las aulas las querencias por un allá fabulado, no in situ; cuando presto atención a los modos tan anticientíficos que pululan en los centros de estudio y reparo en el afán de muchos humanistas obsesionados por canalizar sus descontentos por la vía de los descontextos hasta convertir el estudio de la literatura, de la filosofía, de la historia en simples pretextos en los que la lógica borrosa se confunde con saber y conocimiento; cuando analizo la facilidad con que manipulan y desprecian el registro fáctico; cuando veo, en suma, cómo las restricciones del yo cogitans son disueltas en aromas de omnipotencia y deseos ilimitados; acabo sin duda recordando a Antonio Escohotado. Reconoce este filósofo español que «el afán de averiguar datos desconocidos pesa incomparablemente menos que el deseo de confirmar algo resuelto antes de estudiarlo, en unos casos porque [se] es pro y en otros porque [se] es anti». Y no solo eso. Escohotado pone el dedo en la llaga tras señalar: «como superar la ignorancia gracias al mero estudio es mi fuente primordial de satisfacción, resulta asombroso –y en parte desazonador— que pasar del desiderátum a la verificación importe tan poco»[13].

En mi opinión, no estamos aquí ante la polémica obsoleta de si la verdad se basa en la correspondencia, o no, del concepto con el objeto. Estamos, peor, ante la anomalía, ante la extravagancia de no pocos intelectuales resueltos a indagar en imaginarios y más imaginarios, y empeñados en no establecer distinciones metodológicas, en mezclar todas las categorías. A resultas de lo cual, y como (con) funden lo real y lo irreal, dan por existente lo supuesto y cierran las puertas al conocimiento y llegan a no verificar figuraciones y pálpitos, de modo que «la realidad es el deseo de la realidad y todo vale, en realidad»[14].

Digámoslo de otra manera. Estos «no» pensadores conciben relatos sin datos desde la propaganda y la manipulación de los sentimientos. Y como sin frenos nada limita a nada, hay muchos que rehúyen los límites del materialismo científico y defienden la veracidad del impulso emocional como materia primera del conocimiento.

 


5

Huertos de fábulas y mentiras


La razón de la sinrazón que a mi razón se hace, de tal manera mi razón enflaquece, que con razón me quejo.

Miguel de Cervantes, Don Quijote de la Mancha (1605).

 

La apetencia, la fogosidad, la vehemencia… suelen custodiar a la verdad en su camino aunque jamás llegan por sí solas a crear conocimientos. Con otras palabras. La vehemencia la fogosidad, la apetencia… acompañan a la verdad en el proceso de su elaboración porque ello, amén de humano, es lícito. Y, además, ¿quién puede negar a los demás querer penetrar en todos los huertos del conocimiento? Otra cosa muy distinta, ahora bien, es aceptar que el «deseo», que «la pasión», que «el ímpetu» poseen el privilegio, el monopolio de imponer respuestas a las preguntas.

Digámoslo claramente: el deseo ni es facultad intelectual ni regla de verdad tampoco, amén de que, lo ha observado y de manera acertada Jerome Bruner, «un buen relato y un argumento bien construido son clases naturales diferentes»[15].

¿Y qué ocurre cuando nos dejamos llevar por el color de la pasión y resolvemos desde el lenguaje de las emociones establecer los criterios de legitimidad del hacer científico? En casos en los que cierta gente se deja acunar por cuentos y ficciones solo hay cretinismo en estado bruto. ¿Es quizá por esto por lo que entre los mentecatos y papanatas que copan las Facultades de Humanidades sobresalen individuos que falsifican los contenidos de la verdad?

No es anécdota, yo he discutido en más de una ocasión con intelectuales que adulteran escritos y amañan y corrompen citas. Y, por las perversiones idiomáticas en que incurren, siempre aconsejo leer las obras «originales» de los filósofos, sin necesidad de intermediarios, para curarse de espantos.

Lo triste del asunto es que estas maniobras resultan más habituales de lo que en principio se cree. La misma Simone Weil se enfrentó a quienes con su verbo mentiroso deshonran el trabajo intelectual. Y frente a comportamientos nada honorables, expresó que «la necesidad de verdad es más sagrada que ninguna otra. Y de ella, sin embargo, jamás se hace mención». Y no solo eso. Agregaba Weil: «da miedo leer cuando se percibe la cantidad y la enormidad de falsedades materiales expuestas sin vergüenza, incluso en los libros de los autores más reputados. Pues se lee como se bebería agua de un pozo dudoso. Hay hombres que trabajan ocho horas al día y hacen el gran esfuerzo por leer por la noche para instruirse. [Y] no pueden entregarse a verificaciones en las grandes bibliotecas. Ellos creen en el libro al pie de la letra». Y concluía la filósofa francesa: «no se tiene derecho a alimentar [al lector] con falsedades. ¿Qué sentido tiene alegar que los autores van de buena fe? […] Un guardagujas culpable de un descarrilamiento que alegara buena fe no sería precisamente bien visto»[16].

No niego que se pueda pensar hasta en lo que aún no ha sido pensado. Y tampoco se me ocurre rechazar las sombras de dudas que encontramos incluso a plena luz del sol cuando, al movernos, nos adentramos por las vías del conocimiento. Simplemente señalo que los dogmatismos, los partidismos, la aceptación de ideas refractarias al análisis empírico-racional… generan un sinfín de disonancias cognitivas. Y por eso, apunto, como las leyes fantasiosas del relato literario permiten localizar un allí donde no hay allí geográfico, incluso cambiar ad libitum roles y situaciones, y ofrecer mundos infinitamente posibles, a muchos humanistas de hoy parece importarles un bledo que el mundo intelectual semeje el mundo del artista en cuya multiplicidad todo es posible.

Insisto, yo critico a esos humanistas que rechazan aprender, que pisotean el factum empírico y con dos ideas sorprendentes se atreven a todo. También a engañar con verbo electrizante. Bien, en relación con estos riesgos de prepotencia y omnipotencia tiene importancia rescatar las palabras de la escritora, penalista y socióloga española Concepción Arenal que tiempo ha se quejaba de que el conocimiento, «la ciencia puesta al servicio del interés o de la pasión, ni se engrandece ni se extiende»[17].

Y es que siempre que el desiderátum prima sobre el datum, algo será o bueno, o justo o apetecible y, claro está, malo, injusto o aborrecible según el criterio libidinal del fabulador. Y en la moneda de los ensueños, el discurso intelectual, separado de la experiencia, nos trasladará a las esferas metafísicas de la invención. Y de la falsedad. Y se estará tan seguro «de tener razón en el cielo que se prescinde no solo de tener razón en el mundo, sino incluso del mundo de la razón», como registró el filósofo Maurice Blanchot[18].

¿Asombra que sean los propios profesores de Humanidades los primeros en rehuir las cautelas del método materialista? ¿Sorprende acaso que los humanistas, en general «analfabetos» en temas científicos, sobresalgan en contar cuentos y hacer que el mundo quede convertido en fábula y mentira? A falta de una máquina de pesar «pensamientos», artilugio que trató de inventar el médico italiano Angelo Mosso allá entre los años 1882 y 1884, no por azar han sido prescritos límites y frenos con sus respectivos sistemas científicos de control. Y ello con el fin de desmontar las inconsistencias e incoherencias de las teorías.


 

6

A golpe de espejismos


El deber de la objetividad sólo exige que uno examine realmente todo el horizonte, pero no que uno observe desde un punto de vista distinto de aquel en que uno se encuentra o desde ningún punto de vista en absoluto. Los propios ojos son indudablemente solo los propios ojos; pero sería necio creer que uno debe arrancárselos para poder ver correctamente.

Franz Rosenzweig, Cartas (1935).

 

El conocido sociólogo norteamericano Charles Wright Mills no ocultó en un momento dado su descontento. Mills que arremetía contra el profesionalismo «fanatizante» de los intelectuales atacó su incapacidad o escasa habilidad a la hora de hacer bien su trabajo, de tanto obstinarse en vencer y no en convencer por la vía deliberativa. Recordemos que para el autor de La imaginación sociológica (1959) resultaba claro «el modo cuidadoso en que pensadores consumados tratan sus propias mentes, lo estrechamente que observan su desarrollo y organizan su experiencia. La razón de que ellos atesoren sus experiencias más pequeñas es que, en el curso de una vida, el individuo moderno tiene muy poca experiencia personal y, sin embargo, la experiencia es tan importante como fuente de trabajo intelectual original»[19].

¿Tiene valor rescatar que los intelectuales suelen andar cortos de experiencia a la hora de hacer su trabajo? Por supuesto que sí, habida cuenta de que eso nos permite entender la razón del éxito, en el ámbito de las Humanidades, de los autologismos. A propósito de los cuales detallaré esta anécdota. A principios de la década de los treinta del siglo pasado la Comisión permanente para la Literatura y las Artes de la Liga de las Naciones encargaba al Instituto Internacional de Cooperación intelectual organizar un intercambio epistolar entre intelectuales reputados. El instituto se dirigió a Einstein quien, a su vez, escogió a Freud como interlocutor. Y Einstein en una carta le comentaba a Freud que »el intelectual no tiene contacto directo con la vida al desnudo, sino que se topa con ésta en su forma sintética más sencilla: sobre la página impresa»[20].

«No existen cosas tales como el hombrela mujerel judíoel obreroel alemán el intelectual, sino individuos, algunas de cuyas características coinciden con las de otros individuos», decía Horacio Vázquez-Rial[21]. Sin duda. Pero a diferencia de «Ariadna», que posee una mentalidad abierta y busca desde la experiencia especifica de los hechos conocer la realidad en su máxima amplitud, en el área de Humanidades abundan sujetos que se parecen mucho entre sí y que se encierran, como aquel Minotauro, en los muros teóricos de sus dina-4 y niegan incorporar datos que no sean sus minúsculas evidencias personales.

Desde luego, esta actitud cerrada y liliputiense conlleva no reconocer (no digo el peso de la experiencia ajena, sino) aquellos aspectos erróneos de cualquier planteamiento teórico. Incluido el propio. Con tales inercias el fantasma de Descartes a día de hoy sigue vivo y a nuestro lado, y más cuando los Descartes de este tiempo nuestro repiten la cantinela de que la realidad no es más que un escollo, un obstáculo a obviar.

Con esta partitura tan tarareada no son pocos los filósofos que usan la lengua de la trascendencia y persiguen un ser fuera de dudas, incluso afirman que los datos, «las informaciones como positividades no cambian ni acumulan nada. Carecen por completo de consecuencias»[22]. En medio de estas derivas, demasiado presentes en el campo humanístico, los Buying-Chul Han definen al ser humano como una autoconciencia que jibariza la experiencia empírica.

Ante este idealismo que reivindica objetos de estudio antimateriales aunque completamente luminiscentes –¡¡¡ni los filósofos presocráticos se hubiesen atrevido a tanto!!!—, señalaré que el sujeto humano, igual que su objetividad, no puede permanecer enjaulado en una esfera óntica invisible. Y situado al margen del mundo.

Trabajar con teorías «reliquias» no hace sino promover verdades fuera de los objetos. Y tales enfoques, por carismáticos, son profundamente dogmáticos y contrafilosóficos, pues tener miedo a la información científica o no querer saber nada de los datos empíricos, «positividades» en palabras de Buying-Chul Han, resulta a estas alturas de la Historia un anacronismo «completo de consecuencias». Tan repleto de consecuencias como aquéllas que padecería Michel Foucault en carne propia cuando en sus viajes a partir de la década de 1970 a EE.UU., y en su condición de homosexual, conoce los gritos de socorro de las comunidades gays norteamericanas, a las que acusa Foucault, por pedir ayuda, de reforzar el poder «represivo» de la ciencia. ¡Qué ironías de la vida!, años después, el filósofo francés moriría también de sida, cobijado en los muros de esa institución hospitalaria en donde había iniciado su crónica de la sinrazón o Historia de la locura en la época clásica (1961).

Lo irrazonable, lo paradójico, la confusión, la exageración… constituyen motu proprio cualidades magníficas, absolutamente imprescindibles en los caldos de la invención. Ahora bien, articular el discurso de la Historia, de la Literatura o de la Filosofía desde la inmaterialidad o desde los riscos indeterminados de un mundo sin tiempo ni lugar es un error. Sí, un gran error, pues una teoría que se construye con los viejos formatos intemporales del idealismo, o sea, sin recurrir a los límites físicos de la experiencia humana, permite hacer bellas hasta las incoherencias. Y romper cualquier vínculo con las reglas de la lógica.

Las positividades, por tanto, sí acumulan información. Y sí son fuente de conocimientosEs más, en esta guerra arcaica, dizque actual, contra lo sensorial en la que ejércitos de intelectuales quieren que nos movamos como espíritus sin cuerpo, hasta un nietzscheano como Gianni Vattimo anotó que, «en lugar de avanzar hacia la autotransparencia, la sociedad de las ciencias humanas y de la comunicación generalizada parece orientarse a lo que de un modo aproximado se puede denominar ‘fabulación del mundo’»[23].

 


¿Hay futuro para las Humanidades?


En los tiempos democráticos, todas las autoridades se hacen sospechosas.
Alain Finkielkraut, La identidad desgraciada (2013).

 

A muchos de nosotros se nos deniega por distintos motivos la condición de «filósofos». Unas veces, porque a toda costa evitamos la artificiosidad que acompaña a las modas intelectuales; en otras ocasiones, porque sostenemos que lo importante no es la oscuridad de la facundia, tampoco el juego críptico de expresiones incomprensibles; y, en la mayoría de las circunstancias, porque valoramos, y en mucho, la información científica.

Ni que decir tiene que el conocimiento solo funciona como verdad «justificada». De ahí la inutilidad de ciertas estrategias en la labor de no ensanchar y no mejorar los horizontes del conocimiento humano. Solo la claridad, solo la simplicidad lingüística del mensaje, sólo el acceso a los datos contrastados puede cortar alas a los espejismos que generan las muchas excentricidades de las burbujas académicas que asfixian los centros de (des) investigación. Y como aquel Guillermo de Ockham me alzo frente al fetichismo teórico de alto contenido especulativo, y critico los modos literariamente nocturnos, retóricamente alambicados del intelectual «filósofo».

Si la utopía, ese texto que se indigna ante cualquier método de observación de la realidad, «ha sido la forma mental, literaria y retórica de un cierto colonialismo occidental imaginario [… que] nos ha servido a la vez para proyectar la realidad exterior de nuestra sociedad sobre nuestro imaginario y exteriorizar nuestros sueños interiores sobre lugares alejados»[24], sin duda podemos ahora entender y muy bien por qué en buena parte de los estudios humanísticos persiste un odio a los valores de la modernidad o, lo que es igual, por qué a un gran número de humanistas le gusta aparecer bajo un inexplicable estado de gracia acorde con las ínfulas «salvadoras» de los relatos omnipotentes que construyen.

Con el aura irresistible de la infalibilidad en que se han envuelto cual pitonisas, nuestros guardianes de esencias andan empeñados en edificar un antidogmatismo ferozmente «dogmático», capaz de convertir falsas teorías en aljibes de miel y azúcar. Dio en la diana el historiador Steve Bruce al llamar a estas inclinaciones (que imaginan infinitas posibilidades sociales) «religiones del yo».

Pues bien, por esa obsesión de reivindicar mundos de sueños, el ámbito de Humanidades ha quedado mortalmente diezmado, hundido en la inevitable falta de objetividad, transformado en territorio para predicadores, teólogos y catequistas. No olvidemos que incluso a raíz del auge de los relatos revolucionarios (de izquierdas y derechas), muchos filósofos han seguido intentando una y otra vez convertir los espacios del conocimiento en cruzada espiritual de la actividad política, en pretexto para tutelar el comportamiento humano. Ante lo cual, y dado que la democracia nos humaniza y libera de milagros y dogmas, en las sociedades actuales no tiene ya sentido divulgar planteamientos destinados a regular en nombre de la utopía la vida de toda la ciudadanía. En este sentido, pues, da completamente en la diana el filósofo Alain Finkielkraut al preguntarse si «la postura del intelectual no es una adolescencia prolongada más allá de lo razonable»[25].

Una última precisión. La voz «intelligentsia» fue usada para designar el componente dirigista de quienes desarrollan una actividad «que implica una manipulación de signos y símbolos, más que de materiales, [… y los convierte en] creadores de cultura, o bien de organizadores y directores del trabajo de otros, o de expertos»[26]. Sabido esto, en estas páginas, defiendo, el intelectual no es ni Norte, ni Atalaya ni Guía de la sociedad. Es más, sostengo que el intelectual debe, mal que le pese, salir de su oscuridad verbal y abandonar la quimera de ser la encarnación de la conciencia histórica y, por supuesto, perder esos grandes tics despóticos que le atenazan como arquitecto de sociedades. Lo cual incluye comprobar sus teorías por la vía metodológica y no obcecarse en desconocer la información que ofrecen las ciencias.

 


8

La teoría del punto cero


El hombre sin pecado no precisa leyes (Martin Lutero).

El proletario no tiene necesidad de gobiernos burgueses (Karl Marx).

No enseñe a los bárbaros de clase baja (Friedrich Nietzsche).


Es costumbre repetir hasta la saciedad eso de que la actividad filosófica es un pensamiento que vuela desde sí y sobre sí, sin más pretensiones que buscar por puro altruismo el hecho distintivo de conocer. Esta descripción rutilante, magnífica de la Filosofía como un «pensar para sí» tropieza con una evidencia histórica difícil de escamotear, con que la Filosofía ha sido a lo largo de los siglos expresión de un pensamiento cerrado, fanático… y tutelado por aspirantes a reyes-filósofos, en cuyo plan estaba coaccionar a los demás diciéndoles, a través de imposiciones y leyes de hierro dónde hallar la verdad, de qué no ser instruidos y cómo comportarse. Rescatemos a este respecto aquellas palabras, inolvidables, de Kant proponiendo al intelectual como único ser capaz de adentrarse en los caminos «públicos» del sapere aude e influir en la toma correcta de decisiones políticas, pues «sería muy perturbador» que un Don nadie, que un cualquiera, que «un oficial que recibe una orden de sus superiores quisiere argumentar en voz alta durante el servicio acerca de la pertinencia o utilidad de tal orden; él tiene que obedecer», y punto, manifestaba Kant[27].

Los utópicos, esos que traspasan las barreras del pensar para sí y se dedican a pensar en lugar de los otros, los utópicos, repito, como Platón, Séneca, Agustín de Hipona, Tomás Moro, Campanella, Lutero, Calvino, Rousseau, Saint-Simon, Comte, Marx, Nietzsche, Gentile, Lukács… se cuentan por legiones en las filas de la Filosofía, con el denominador común de que estos pensadores no solo han defendido la Filosofía como instrumento de control de personas y sociedades, sino empequeñecido hasta niveles irrisorios las aportaciones de los no dogmáticos.

Que «ahí donde los hombres son los más seguros y arrogantes, más se equivocan por lo común»[28], es algo que en absoluto les importa a los seguidores del mito del perfeccionismo, sobre todo porque en aras de la omnipotencia filosófica hace tiempo que los filósofos han quedado agazapados bajo el conflicto entre naturaleza y cultura, o sea, entre el rechazo a lo heredado y la fascinación por el punto cero.

¿Y qué es la teoría del punto cero? Pues una fantasía idealista que desacredita todos y cada uno de los conocimientos existentes para sin discriminación ni distinción negar el valor de la vida presente y abrazar lo contracivilizatorio, lo natural, como lugar auténticamente humano.

«Cada época, describía Michelet, sueña la siguiente». Y con la negación de la cultura o defensa de la contracultura, los idealistas de hoy tratan de carbonizar todas las leyes existentes (morales, políticas y científicas) e intentan catapultarnos a un estadio «crisálida». Pero, no nos llevemos a engaño: odiar la paideia, la transmisión de saberes implica matar la sabiduría de la Lechuza, supone ser apartados del mundo del conocimiento y ello con el propósito de refundar la Humanidad para controlar ab initio su destino. Lo cual conduce a nivelar las diferencias de creatividad y personalidad entre los individuos a golpe de represión. Y a implantar inclusive los valores dóricos (o antidemocráticos) del elitismo más reaccionario.

La lucha por obtener y conservar hegemonías produce, entonces, un maridaje perverso entre «poder», «monopolio» y «conocimiento», maridaje que hace muy probable que filósofos (y aspirantes a líderes) incurran en actos de dogmatismo, de prepotencia, incluso de omnipotencia, abocando a la ciudadanía a la impotencia.

En conclusión, con la promesa revolucionaria del «culturicidio», permítaseme el neologismo, no sorprende la seducción por la tabula rasa que han mostrado y siguen mostrando no pocos pensadores contemporáneos. Y tampoco extraña que «los literatos sean luditas por naturaleza», en palabras certeras de Charles Percy Snow[29].

 


9

La utopía del analfabetismo


Seamos holgazanes en todas las cosas, excepto amando y bebiendo, excepto holgazaneando.
Gotthold Ephraim Lessing (1729-1781), La pereza.

 

Un utópico como Séneca afirmaría que la ignorancia reproduce la inocencia de los hombres primitivos[30]. Este planteamiento sería retomado por Montaigne, para quien la naturaleza supera a los bienes de la cultura, pues «¿dónde encontraremos gustos que aventajen a los naturales?»[31], se preguntaba el filósofo francés.

Digamos que el gran Marsilio Ficino ya había trazado los principios básicos De la vida sana (1541), pero no se le había ocurrido desoír los instrumentos de la racionalidad humana. Montaigne sin embargo, cegado por los resplandores de la contracultura, fue más allá y optó por el postulado de que al ser humano le está negado vivir entre certidumbres racionales, y en su ensayo Apología de Raymond Sebond –capítulo 12, libro segundo— expone que no podemos confiar en nuestros razonamientos.

Un tiempo después, el ginebrino Jean-Jacques Rousseau pondrá en duda también la utilidad de las herramientas del pensamiento. Y él que confiesa que la reflexión le «fatiga y entristece», que sus «ideas no son más que sensaciones»[32] será el primero, casi en los albores de la Edad Contemporánea, en asumir el papel de censor, de Gran Inquisidor, oponiéndose sin rubor a libros y autores.

Un inciso. Si el doctor Tissot en su Avis aux gens de lettres sur leur santé (Aviso a las gentes de letras sobre su salud, 1768) analiza las causas fisiológicas del desequilibrio al cual conduce la actividad intelectual, Rousseau propuso desde un punto de vista diferente idealizar la vida humana en su estadio cero bajo el argumento de que la dinámica intelectual constituye un acto de negación de lo auténticamente humano.

Por su admiración indisimulada a la vida dentro de la Naturaleza, Rousseau criticará ferozmente los frutos, a su juicio, enfermos de la cultura. Y no deja a los niños que posen sus ojos sobre ¡¡¡ninguna de las obras existentes en el mundo!!!, a excepción del libro titulado Robinson Crusoe. La raíz de tal elección no era médica, sino represiva, pues a Rousseau simplemente le interesaba divulgar la lectura de Robinson Crusoe (1719) por el hecho de que este texto literario recogía la vida de un náufrago que, a su suerte y en medio de la Naturaleza, vive durante 28 años en durísimas condiciones en una isla. Y solo. Y sin cultura[33].

Con la pedagogía como arma de control social, Rousseau, este ambicioso constructor de utopías, juzgó que «lo más cruel de todo es que todos los progresos alejan incesantemente a la especie humana de su estado primitivo»[34]. Rousseau, que participa en la elaboración de la Enciclopedia de Diderot y d’Alembert; que fue un intelectual insaciable que dedicó horas al estudio de la botánica; que tras saltar del teatro a la novela amorosa se deslizó de la pedagogía a la defensa de la religión patriótica; Rousseau, que se entretiene en escribir comedia, en estudiar química, historia, latín… y hasta en componer ópera e interpretar, cómo no, las notas plúmbeas del género ensayístico; él mismo opinó que «una ignorancia absoluta sobre ciertas materias es quizá lo que mejor convendría a los niños»[35], y no le importó prohibir (siempre para los demás) la lectura de todos los libros existentes y formular la idea de que leer nos separa de nuestra verdadera naturaleza.

En esta teoría del punto cero o vuelta forzada y forzosa al redil de la no civilización palpita una estandarización de la incultura. El sistema de coerción y obediencia, apto para fiscalizar hasta los mecanismos de cognición, es lo que anima a Rousseau a implantar un modelo «administrado» de sociedad en el que la mayoría es simple convidado de piedra y la ignorancia constituye pieza fundamental para la paz y el buen funcionamiento de la máquina del Estado. «No instruya en absoluto al niño del aldeano, pues no le conviene ser instruido»,[36] pide encarecidamente nuestro revolucionario Rousseau.

Curiosamente, a otro posmoderno no menos revolucionario y no menos devorador de libros de biología y de arte, de física y de filosofía política, de música y de literatura, hablamos de Nietzsche, tampoco le dolió en prendas explicar que propagar la ciencia entre los no Superhombres es un ataque frontal a la Vida, un suceso antidionisíaco. Por eso, Nietzsche, el más elitista de entre los elitistas, lanzará su verbo venenoso contra esos «funestos educadores que han aniquilado el estado de inocencia del esclavo mediante el fruto del conocimiento»[37].

Como filósofos antiplebeyos y mesiánicos, Rousseau y Nietzsche anticipan el estereotipo contemporáneo del líder clasista y, por eso, «manejan los mismos presupuestos: que la Humanidad es un ente necesitado de tutela. Y, en segundo lugar, que la mayoría de los individuos que componen la sociedad son seres incompetentes, a todas luces dóciles y pasivos, motivo por el cual justifican someterles al yugo, al barro moldeable de las normas que emana el heroico Hombre-Guía»[38].

Item más. Debido a su proyecto de frenar la transmisión del conocimiento, Rousseau y Nietzsche elaboraron sus doctrinas del caudillismo. Y a partir del dogma de la superioridad del Hombre-Guía: del infalible legislador o «Licurgo» (Rousseau), del dotadísimo y extraordinario Superhombre «pastor de los infrahombres (Nietzsche), los dos justificarán la excepcionalidad y falta de debilidades de quienes mandan. Es más, ambos sentirán un temor atroz al ascenso de los movimientos de masas. Y encumbrarán la incultura como estado permanente del pueblo bajo.

Que personas tan leídas hayan vertido mares de tinta escribiendo reaccionariamente en contra de la cultura, y con un discurso del miedo hayan propuesto sacarnos de la Historia y exigir el dogma dictatorial de paralizar la difusión del conocimiento y justificar la utopía de lo primitivo y conseguir, en nombre de una Humanidad feliz, una mayoría igualada, hermanada en el analfabetismo resulta, sin duda, una de las sandeces más estúpidas de la Historia reciente de Occidente, majadería filosófica que solamente puede ser comprendida por la acción antidemocrática de esos que se creen salvadores del género humano e invocan desde la ingeniería social la anticultura o, mejor, las bondades de la sincultura con el fin de vaciar la mente ajena y obstaculizar el acceso al conocimiento a la mayoría social para mantener alejados, de paso, de sus más elementales derechos políticos a los segmentos vulnerables y más desprotegidos de la población[39]

 


10

Los dogmatismos de las nuevas ciudadelas filosóficas


La verdadera cultura es la Revolución.
Jean-Paul Sartre (1961), Prefacio al libro de Frantz Fanon titulado Los condenados de la tierra.

 

Que Rousseau y Nietzsche pensasen así no sorprende. Pero que actualmente sinnúmero de filósofos secunde el banderín del historicismo y defienda en nombre de la anticultura la hora de los nuevos despotismos sí es preocupante y mucho, pues con tanto necio entregado al dogma rebelde de dinamitar los fundamentos de la cultura ¿en dónde y en qué posición queda el saber? Y, debido al afán, en absoluto escondido, de infantilizar a los hombres y mujeres de Occidente y… de no Occidente, ¿qué posibilidades tenemos de que, con la vuelta al punto cero, subsista la objetividad?

La cultura «cementerio» que en plena Edad Contemporánea se detecta en el incendio del Louvre de 1871 llevado a cabo por la revolución de los comuneros alumbró las llamas del Manifiesto del Futurismo (1909) de Filippo Tomasso Marinetti. E igual que el otrora Savonarola imponía sus hogueras de vanidad, para Marinetti no había más belleza que en las lumbres de la demolición y la lucha. Y con la glorificación de la guerra Marinetti pensaba que había que «destruir los museos, las bibliotecas, combatir contra el moralismo, contra el feminismo», entre otras vilezas[40].

Que a lo largo de todo el siglo XX las vanguardias tanto artísticas como políticas despliegan por Europa flamas insurrectas con odas a derrocar y destruir la autoridad del pensamiento científico constituye un hecho histórico de primerísima magnitud. Recordemos los efectos que produjo el Primer Manifiesto DADÁ (1918). Su autor, Tristan Tzara, identificó desorden con orden, el no yo con el yo, la negación con la afirmación[41], o sea, la tesis con la antítesis, como había avanzado el materialismo histórico.

Por supuesto, décadas después, y sin salir de las trincheras de la insurgencia, otro dogmático, hablamos del filósofo francés Jean François Lyotard, defenderá en un ensayo titulado La Diferencia (1983) que no se puede juzgar a los otros (!!!), pese a los incontables dominios y habilidades del discurso humano. La opinión demoledora, que no crítica, de este desencantado ex comunista era consecuencia directa de las premisas contenidas en La condición posmoderna (1979), obra en la que este pensador expuso que la postmodernidad como estado en que se encuentra el saber en las sociedades desarrolladas debe desentenderse de la verdad. Y de su aspiración a la verdad.

Lejos de desandar este paisaje, Lyotard volvería a reafirmar la pérdida de validez de lo intelectual. Y él que patrocina la ignorancia vanidosa planta un epitafio sobre la Tumba del intelectual, y concluye que un artista, un escritor, un filósofo «desconoce cuál es su destinatario, y eso es ser un artista, un escritor, etc.: lanzar una mensaje en el desierto. […Es más, el intelectual] no procura en absoluto cultivar, educar, formar a quien sea. Toda incitación a someter su actividad a objetivos culturales le parece precisamente inadmisible»[42].

La cultura, tal y como la conocemos, carece de cualquier valor a los ojos de los nuevos profetas y más a raíz de la caída del Muro de Berlín (1989) que simbólicamente diluyó, doscientos años después, la fuerza motriz de la Revolución francesa.

Añadamos, y para mejorar la perspectiva, que Konrad Lorenz ya se había sumergido, antes que Lyotard, en la tarea de desmantelar las bases de la cultura occidental. Y, tras buscar la luz en la oscuridad de los arcanos, Lorenz incidiría en que lo racionalmente accesible o científicamente demostrable es capaz de causar estragos –sí, ha leído bien—, amén de constituir una falsa noción. Y este etólogo, y Premio Nobel, se recreó cual Licurgo en enseñarnos el respeto a las culturas no occidentales y en adoctrinarnos en lo temerario e imprudente que sería proceder a la erradicación de conductas «aterradoras» por el hecho de que, afirma Lorenz, «en las normas de conducta cuyos perniciosos efectos parecen evidentes, como la cacería de cabezas practicada por muchas tribus de Borneo y Nueva Guinea, […] realmente este sistema representa hasta cierto punto la armazón de toda cultura, y sin un examen detenido de sus múltiples interacciones resulta muy peligroso arrebatarle arbitrariamente un elemento»[43].

Al ser aireados los valores de la no civilización, la voluntad revolucionaria de quebrantar toda convención académica para enterrar culturalmente a Occidente tras las cenizas de su propia catacumba se volvió axiomática, irrefutable. Y esa voluntad de destrucción reforzó la moda misoneísta de la contramodernidad. Lo describió perfectamente el filósofo español Gustavo Bueno al referir cómo, «en nuestros días, la nostalgia por el «comunismo primitivo» germina en ambientes universitarios, como versión violenta del hippismo nacido de la confusión entre civilización y capitalismo. Pero lo esencial es que el terrorismo etnologicista brota él mismo de una actitud reaccionaria: la nostalgia de la barbarie»[44].

 


11

La vuelta a los valores primitivos


Es voluble la lengua de los hombres, y de ella salen razones de todas clases; hállanse muchas palabras acá y allá, y cual hablares, tal oirás la respuesta. Mas ¿qué necesidad tenemos de altercar, disputando e injuriándonos, […] diciendo muchas cosas, verdaderas unas y falsas otras, que la cólera les dicta?

Homero (c. s. IX a. C.), Ilíada.

 

Eric Williams, Walter Rodney, E. P. Thompson, Frantz Fanon y muchos más… denunciaron la expropiación colonial de Occidente. Y al hacerlo desenmascararon, y con razón, las relaciones asimétricas entre países dominadores y países dominados. En el caso de Frantz Fanon, este martiniqués respaldó la necesidad de despojar al proletariado occidental de su rol de liderazgo con el fin de ubicar el lábaro de la insurrección en las masas del Tercer Mundo.

Más allá de las denuncias y, sobre todo, en un contexto de revancha política, el mismo Jean-Paul Sartre que respaldaba las tesis neomarxistas de Fanon llegó a defender las horas sangrientas de la revolución. Y Sartre diría en favor de la violencia absoluta que «en los primeros momentos de la rebelión hay que matar», para a continuación añadir: «matar a un europeo es matar dos pájaros de un tiro, suprimir a la vez a un opresor y a un oprimido: quedan un hombre muerto y un hombre libre»[45].

Desde cantos al rencor y al odio muchos intelectuales intentaron, ojo por ojo, avivar gritos de guerra. Tampoco es menos cierto que el arma ideológica con la que se aspiraba a socavar los fundamentos de Occidente arrancaba de la propia posmodernidad, corriente neorromántica que incidía no solo en el abandono de la modernidad, sino en la mitificación de las (culturas de las) periferias qua locus de la autenticidad.

En una rotación a favor de los inicios (pre) históricos se procedió a desprestigiar cualquier relato que no fuese el de los derrotados, los cuales, igual que Adán y Eva vivían en un estado de inocencia antes de su salida del Paraíso, quedaron libres de toda sospecha. Y al margen de cualquier error, abuso o traza de parcialidad.

Con el dictum de que «la historia la escriben los conquistadores», se introdujo un fierísimo maniqueísmo que equiparaba «opresión histórica» con «falsedad epistemológica» y, claro está, hermanaba a los buenos con los vencidos. Dicho de otro modo. Por la vía historiográfica de reclamar los valores del Tercer Mundo la narratología posmoderna encontró un filón de oro con el que alzarse en contra del paradigma de verdad de Occidente.

Digamos que casi a la vez que ese Nietzsche francés nacido en Argelia, de nombre Jacques Derrida, proponía con el juego de las despalabras la deculturación y se lanzaba a la tarea de deconstruir el discurso intelectual de la modernidad, la lucha posmoderna por proteger las culturas no occidentales llegaba a su cénit, esto es, al convencimiento de priorizar los valores primitivos. Y cuanto más primitivos mejor, ya que había que amputar la ascendencia occidental incluso a «cuchillo», lo dijo Sartre[46], y… «recartografiar los límites adánicos anteriores a la influencia colonial de Occidente», añado[47].

Un detalle a tener en cuenta: al focalizarse todas las protestas contra Occidente en la defensa de lo primitivo la posmodernidad caía de nuevo en el mito rousseauniano del adamismo. Y de tanto reivindicar la filosofía como arqueología los seguidores de la posmodernidad, también desde las canteras del estructuralismo y del posestructuralismo, olvidaron que son las personas, no las culturas, las depositarias de los derechos políticos, omisión que tendrá consecuencias harto indeseadas.

Pues bien, ante estos y otros planteamientos similares, la verdad no es, lo señalo otra vez, un asunto de topografía y geodesias. Y por el hecho de que va más allá del lugar geográfico en donde nacemos, la verdad siempre excede el carácter territorial, en este caso «no occidental», de la posmodernidad. Reparo en este dato porque si la verdad solo llega a ser tal cuando nacionalistamente no proviene de Occidente y, con el mismo criterio, se admite que la falsedad deviene tal por arrancar del seno de Occidente, ¿qué verdad o qué falsedad son esas?, pregunto.

Solo sé –y en esto sigo el parecer de Thomas Dewar— que «las mentes son como los paracaídas: funcionan mejor cuando se abren». Y sé que de los maniqueísmos patrioteros nacen situaciones ridículas, amén de peligrosas, como las que protagonizaron, entre muchos antioccidentalistas, Noam Chomsky y Foucault: Noam Chomsky negando en 1975 las evidencias del genocidio camboyano que ponía en marcha el régimen maoísta de los Jemeres Rojos. Y Michel Foucault juzgando de manera encomiable para Occidente y… no Occidente la labor despótica del Sayyid Ruhollah Musaví Jomeini. Recordemos que este ayatolá, tras derrocar la autocracia del Sha Reza Pahlevi, establecía en 1979 una implacable dictadura teocrática, intacta hasta la fecha en Irán.

Con esta clase de ilustrados retrógrados, «necios» eran llamados en tiempos no lejanos, no sorprende que Bernard-Henri Lévy haya desahuciado la figura del intelectual y concluido que éste ha muerto como categoría social y de modo definitivo a finales del siglo XX[48].

 


12

Crónica de una estupidez


La nostalgia de la barbarie solo resulta atrayente como motivo estético, o como cebo ideológico muy apto para incautos, del mismo modo que solo es rentable como argumento sofista y falaz.

Jesús G. Maestro, Contra las Musas de la Ira. El materialismo filosófico como teoría de la literatura (2014).

 

Se ha derramado la modernidad en estado «líquido» (Zygmunt Bauman). Se ha dicho también que la modernidad anda cargada de acontecimientos, excedida de «sobremodernidad» (Marc Augé). Así mismo ha sido mencionado el signo intenso de esa modernidad enrocada en la casilla del «alto-modernismo» (James Scott). Inclusive, se ha ubicado la modernidad en el terreno de la «biopolítica» (Michel Foucault). Y, cómo no, de unas décadas a esta parte se ha venido hablando, y hasta la saciedad, del abandono de los valores de la modernidad, superada, lo creen incontables, por la égida rebelde y antisistema de la «posmodernidad» (François Lyotard).

Con calificativos tan rimbombantes –Burke decía que los hombres de letras, «siempre amigos de distinguirse, son rara vez contrarios a la innovación»[49]—, apenas se repara en el hecho de que la posmodernidad constituye una ideología profundamente liberticida que, además de empeñarse en conducir a todos los seres humanos por el camino que ha trazado un puñado de intelectuales, anda enredada como las meigas en pintar el devenir de la Historia.

Como he recalcado en otras ocasiones, las culturas no son nunca motivo de defensa. Las personas, que no las tradiciones, sí son en cambio los verdaderos y únicos sujetos de derecho. Sin embargo, este matiz, nada trivial por cierto, parece no importar cuando se trata de proteger el axioma de la posmodernidad a pesar de sus contradicciones gruesas e innumerables.

Digo esto porque si se presupone que las culturas no occidentales poseen per se valores intrínsecamente superiores, tal y como muchos filósofos y antropólogos formulan, ¿cómo explicar que en el perímetro de tales culturas se produzcan y a diario la esclavitud, la ablación del clítoris y la castración infantil masculina, la venta de niños, el asesinato de homosexuales, las matanzas por cuestiones de conciencia, la falta de libertad y toda suerte de ataques a los derechos humanos?

Reforzar perspectivas erróneas cuando los hechos las desmienten constituye una muestra de falta de sentido común, de irracionalidad y, peor, una señal de rigidez mental, de intolerancia cognitiva, de dogmatismo en definitiva, pues, y parece que en esto habría que darle la razón al joven Marx, «las ideas que se adueñan de nuestra mente, que conquistan nuestra convicción y en las que el intelecto forja nuestra conciencia son cadenas a las que no es posible sustraerse sin desgarrar nuestro corazón»[50].

Visto lo visto, nos encontramos aquí y ahora en una intersección tan difícil como problemática: en la encrucijada de o aceptar nuevas evidencias o de acallar cualquier refutación para así, lo hubiese dicho Karl Marx, no destrozar los resortes emocionales de nuestro yo.

Por supuesto, si somos consecuentes y honestos con nosotros mismos, no negaremos el peso de las certidumbres. Es más, estaremos abiertos a otras percepciones e ideas que confirman o no nuestros pensamientos. Pero, en caso de entorpecer el acceso a las evidencias que rebaten apreciaciones propias, ocurrirá que ratificaremos ideas inexistentes, que alimentaremos la vanitas vanitatis de embellecer teorías con artimañas y engaños, y esquivaremos por los medios sofísticos a nuestro alcance toda esa gran decepción que nace de reconocer que estábamos equivocados.

Negar la generosidad del descubrimiento conlleva silenciar, aplastar la búsqueda de certezas. Y promover las redes de la censura, del ocultamiento. Lo he señalado antes: el intelectual presta ayuda valiosa cuando trabaja y piensa, evalúa y reexamina lo aprendido y acepta nuevas evidencias. Solo la postura abierta y antidogmática conduce al enriquecimiento epistemológico. Y a la comunicación e intercambio de ideas. Solo la aceptación de la falibilidad, del peligro del autoengaño justifica la existencia de controles empíricos y lógicos que hacen inviables los fraudes intelectuales.

Así que, pregunto, ¿qué hace usted cuando observa que la teoría que defiende falla y no cumple las expectativas formuladas en la hipótesis? ¿Qué hace: buscar una explicación mejor, explorar la incoherencia, el divorcio entre lo que predecía y no esperaba y lo que empíricamente se ha producido, o mentirse a sí mismo y persuadirse en la convicción de que tiene la razón de su parte no obstante, pese a los datos en contra?

Desde mi punto de vista y, como muy bien ha señalado Peter Watson, con la democracia del intelecto lo «más esperanzador de la ciencia no es solo su fuerza en cuanto medio de descubrir nuevas realidades, tan relevantes en lo político como estimulantes en lo intelectual, sino también la importancia que cobra como metáfora. Para triunfar, para progresar, el mundo debe ser abierto, susceptible de modificación hasta el infinito […], y este es un hecho que no siempre se acepta con facilidad»[51].

 


13

Muy inconveniente negar errores


Me parece fundamentalmente dañino para la integridad intelectual creer en algo sólo porque te beneficia y no porque pienses que es verdad.

Bertrand Russell, Entrevista en la BBC (1959).

 

En caso de ahogar las simientes del conocimiento y falsificar la verdad aconsejo estudiar la formidable Dialéctica erística o el arte de tener razón, expuesta en 38 estratagemas, de Arthur Schopenhauer, una obrita tan minúscula como insuperable, en la que están contenidas todas las formas intelectuales posibles de (auto) engaño.

Y ya que hablo de autoengaño, los psicólogos Leon Festinger, Henry W. Riecken y Stanley Schacter consiguieron infiltrarse en una secta que anunciaba la llegada del apocalipsis. Su cabecilla, Dorothy Martin, lograba reunir en su casa un 21 de diciembre de 1954 a sus acólitos que, sentados en el salón, se disponen a esperar el instante fatal en que el mundo sería destruido y ellos, ayudados por alienígenas del planeta Clarion, llevados a un nuevo hogar.

Festinger estaba allí. Y anotó lo sucedido. Y, como era de esperar, cuando el reloj marca la medianoche la atmósfera se volvió densa, vibrante. Pero, a los cinco minutos algunos miembros, viendo que no sucedía nada, empezaron, intranquilos, a removerse en sus asientos. Cinco minutos más tarde, crecía un silencio muy incómodo ya que el apocalipsis tardaba, contra pronóstico, en producirse. Y pasaron las horas. A las 4 de la madrugada empieza a haber pequeños intentos por encontrar explicaciones a la anomalía. (Dorothy empieza a llorar.) Y cuarenta y cinco minutos después llega el apoteosis: su líder tiene un ataque de «escritura automática» en el que «el ser superior» le comunica que el acto de fe de sus seguidores ha salvado al mundo del inminente y letal cataclismo[52].

En el ámbito intelectual de las Humanidades abundan las Dorothy Martin que son capaces, sean hombres o mujeres, de llegar a conclusiones trastornadas con tal de mantener intactas sus teorías. De hecho, tras dirimir la excelencia de unos ensayos feministas entregados para un certamen de investigación, uno de los miembros del jurado, en la actualidad catedrática de Derecho, tuvo la audacia de soltar en voz alta que «la ablación del clítoris es una anécdota». Tal afirmación, que me dejó espantada, no solo procedía del acaloramiento pasional que genera el fanatismo. Asimismo provenía de las contradicciones que rodean a la posmodernidad, pues mientras se cantan sus bondades, a la vez se minimizan y entierran en la categoría de lo banal sucesos éticamente inhumanos.

Dolores Sayans al trasladarse a Gaza observa los repentinos cambios de conducta que experimenta Yusef, su marido, el cual empieza, para su sorpresa, a someterla a todo tipo de vejaciones y castigos. Y si la familia paterna, que insistía en la necesidad de convertirse al islam, le manifestaba: «si eres sumisa tendrás pocos problemas», la realidad es que Dolores seguía recibiendo más y más palizas de su consorte. Ella quería escapar regresar a España, pero tanto su suegra como su marido se lo impedían y le obligaron incluso a llevar un bebé muerto durante meses porque no querían practicarle un aborto[53].

La historia de Phyllis Chesler semeja en líneas generales a la de Sayans. De hecho, ella también anota el cambio de comportamiento que sufre su pareja en el momento de variar el lugar geográfico de residencia. E igualmente empieza a padecer pronto las consecuencias de los referentes culturales de su cónyuge. De hecho, en el momento de regresar de Afganistán, solo pesaba 40 kilos. Había tenido que lidiar una durísima batalla para separarse de su marido afgano y regresar a su país. Y para recobrar su libertad Chesler antes tuvo que padecer la enfermedad de la hepatitis cuyo contagio había sido planificado por la familia de él, enfermedad que casi le cuesta la vida a esta norteamericana. Tales avatares cambiarían a esta mujer, aunque quizá lo más interesante sea el corifeo de posmodernos que repiten conductas delirantes a lo Dorothy Martin:

Mis amigos –futuros periodistas, artistas, médicos, abogados, intelectuales– sólo querían escuchar asombrosos cuentos de hadas hollywoodienses, no la realidad. Querían saber cuántos criados tenía, y si alguna vez conocí al rey. No hubo modo de transmitirles el horror y la verdad. Mis amigos americanos no podían o no querían comprender. Al igual que mis compañeros, los izquierdistas y los progresistas de hoy quieren permanecer en la ignorancia[54].

Existen más ejemplos de subrazonamiento en torno al idílico sudesarrollismo. El político y escritor socialista Milovan Djilas –lo cuenta en su libro autobiográfico La sociedad imperfecta (1969)— discute las ideas que Simone de Beauvoir presentó en Las bellas imágenes (1966) a cuenta de la utopía de la inocencia de la barbarie. Y es que si a juicio de esta pensadora francesa «en todos los países, sean socialistas o capitalistas, el hombre está siendo aplastado por la tecnología», Beauvoir (que repite el dictamen de Rousseau de que el progreso aleja incesantemente a la especie humana de su estado primitivo) justifica la belleza que deriva de la igualdad en la pobreza y agrega que «la gente debiera contentarse con un mínimo de vida, como hacen aún hoy en determinadas comunidades muy pobres como Cerdeña y Grecia, por ejemplo, donde la tecnología no ha penetrado ni el dinero corrompió nada. Estas gentes conocen una áspera dicha, porque allí se mantienen ciertos valores; unos valores que son auténticamente humanos: la dignidad, la hermandad, la generosidad, todo lo cual proporciona a la vida un valor único. Si la creación de nuevas necesidades continúa, se multiplicarán los espejismos». A la vista de lo cual, concluye Beauvoir, «una revolución moral, no una de carácter social, político o técnico, puede conducir al hombre hacia la verdad que perdiera»[55].

Ante estas simplezas que suelen predicar esos intelectuales que, por cierto, viven en buenas casas, sentados sobre sillones muy cómodos, aceptando las emisiones de la luz eléctrica, también el calor que ofrece un sistema eficiente de calefacción y gozando de un sinfín más de avances tecnológicos; ante esta disyunción entre la forma de pensar y la manera de vivir; Milovan Djilas responde y apunta lo siguiente:

No sé cuál será el «nivel mínimo de vida» al que alude Madame de Beauvoir, pero sospecho que es un poco más de lo que idealiza al hablar de «algunas de las comunidades muy pobres». La vida en la isla de Cerdeña puede parecerle «ásperamente feliz» a un miembro de las pandillas izquierdistas y derechistas de la vida intelectual parisiense, pero yo sé, por mi propio Montenegro, que a pesar de los «valores conservados» allí, «valores que son auténticamente humanos», la vida se ha parecido a otra cosa; era una vida de hambre, odio y muerte…[56]

Ese amor indiferente, sin condiciones a las costumbres, ritos, tradiciones y simbolismos del Tercer Mundo conduce en la mayoría de las ocasiones a la ilusión de que las culturas no occidentales deben ser respetadas por encima de los propios seres humanos. Y, al ser idolatradas tales culturas, paradójicamente se difunde la idea, peligrosísima, «de que quien quiebra los lazos de su útero cultural comete un acto de apostasía, de herejía incluso»[57]. Pongamos un ejemplo de ello.

Una bioquímica hindú que trabajaba en los movimientos de «Ciencia para el pueblo de la India», Meera Nanda, observa, atónica, cómo por efecto de la posmodernidad se veneran las supersticiones tradicionales védicas por encima del daño que ocasionan a sus habitantes. La científica llega a hablar de un político hindú al que le aconsejan, por cuestión de salud, maximizar su energía positiva y «entrar por la puerta que daba al Este. En el lado oriental de la oficina había una barriada a través de la cual no podía pasar con el coche. [Así que] ordenó demoler la barriada»[58]. Y es que, lo analiza Meera Nanda, «si la izquierda hindú fuera tan activa en el movimiento de popularización de la ciencia como lo era antes, habría encabezado una oposición no solo contra la demolición de los hogares, sino contra la superstición que la justificó»[59].

Lo curioso es que esta filósofa de la ciencia relató a sus amigos «socioconstruccionistas» de Estados Unidos el derribo de las viviendas. Sus amistades, en quienes Nanda creía iba a encontrar respaldo, le dijeron, una vez conocidos los hechos, que «el entrelazamiento cultural de las dos descripciones del espacio es un hecho progresivo en sí mismo»[60].

¿Entiende usted algo de este tipo de verborrea pomposa y fatua salvo que, al no haber crítica alguna contra la destrucción de un barrio, estos intelectuales procuran con parloteo insustancial mantener la posmodernidad en un estado de inmunidad y, claro, de impunidad?

Que las Universidades y centros de investigación, por reacción y rechazo a Occidente, estén en manos de sectarios tipo Dorothy Martin constituye un acontecimiento luctuoso de primera magnitud, y eso sin olvidar que estos dogmáticos incurren en el empeño de la fabulación, de modo que, lo advirtió Marx, «entre la filosofía [que practican] y el estudio del mundo real media la misma relación que entre el onanismo y el amor sexual»[61].

En definitiva, pese a la narratología maravillosa que en torno al indigenismo «tercermundista» los posmodernos «primermundistas» aderezan con todo menos con dudas, yo afirmo que las culturas arrostran buen número de aspectos política y epistemológicamente indeseables. Y, debido a ello, «no hay que tener miedo a denunciar las violaciones de los derechos humanos, sean cuales sean, afecten a quien afecten, las genere quien las genere y se produzcan donde se produzcan», sea fuera o dentro de Occidente[62].

No es de recibo hacer un brindis al sol y cantar la nobleza (incluso de los errores) del no Occidente, igual que no es ni objetivo ni histórico, porque faltaríamos a la verdad, ocultar el pasado brutal, sanguinario, esclavista y conquistador de Occidente sobre los territorios de ultramar. Y es que los pensamientos que se autovalidan (o utopías) provocan a su paso ríos de dogmatismo, del mismo modo que la ignorancia y el dogmatismo acaban aliándose invariablemente con las utopías. Y enfrentados al saber científico.

Como intelectual que es, escoja qué tipo de inteligencia le gustaría tener: ¿una mente que piensa las cosas por sí misma?, ¿una mente que toma con sagacidad lo que otros seres humanos disciernen, o una mente que ni comprende por sí ni por medio de las demás?[63]. Digo esto porque tratar las ideas cual vacas sagradas destinadas a cambiar a su imagen y semejanza la sociedad convierte de facto a los literatos, filósofos y humanistas en grupos de presión que, en vez de reconocer el componente totalitario de sus hipótesis, viven obsesionados en moldear y administrar un mundo para autómatas.

Tras lo cual, repito, ¿qué hacemos cuando observamos que la teoría defendida fracasa en las expectativas?, ¿jugar con entelequias?, ¿enrocarnos en la convicción de que tenemos razón o explorar la fuente de las incoherencias y abandonar la teoría incluso? Yo, desde luego, no quiero ser como Platón, filósofo que aborrecía a quien no pensaba como él y que un día quiso –lo cuenta Aristoxeno (c. 354-300 a. C.) en sus Memorias históricas— quemar las obras del famoso físico, contemporáneo suyo, Demócrito.

 


Conclusiones


Vivimos en una sociedad profundamente dependiente de la ciencia y la tecnología en la que nadie sabe de estos temas. Esto constituye una fórmula segura para el desastre.

Carl Sagan (1934-1996).

 

Estas páginas no son un mero catálogo de errores. Quieren mostrar en la querella, aún no resuelta, entre lo antiguo y lo moderno la crisis actual de la cultura o la crisis en la forma de entender la cultura. Y dado que en la defensa del lenguaje literariamente sugestivo, confuso y bucólico palpita una oposición, feroz, hacia el lenguaje científico, en esencia escasamente polivalente o simbólico, la posmodernidad (que es, sin duda, una de las Weltanschauungs más influyentes del período contemporáneo) continúa empeñada en unificar, igual que sucede dentro de la literatura de ficción, fenómeno y noúmeno, entendimiento e imaginación.

En este ensayo breve, titulado El ascenso de los intelectuales, se ha pretendido analizar el componente mitomaníaco de las recientes ilusiones burguesas. Y destapar la irracionalidad que arrostran ciertas filosofías de la vida, amparadas en la creencia poética de que con el método científico la dimensión simbólica del mundo queda devaluada.

Observando que los literatos, humanistas y filósofos han fallado de manera estrepitosa a la hora de (no) hacer su trabajo, aquí se ha querido mostrar cómo de las ideas de «pertenencia» y «compromiso político» ha arrancado la exclusión del principio de «neutralidad epistemológica». Por tanto, a la cuestión, harto espinosa, que hasta el propio Sartre llegó a enunciar –»les intellectuels sont-ils coupables?»—[64], respondo afirmativamente: los intelectuales son responsables directos del presente estado de desconfianza en el que se hallan sumidos.

Y es que oponerse a las concepciones de la epistemología científica para matar la búsqueda de la objetividad y dejarla reducida a una serie de juicios estéticos y/o políticos implica desterrar a la Lechuza del ámbito de las humanidades. Lo cual inexorablemente conduce a la extinción de la filosofía que ya anunciaba el filósofo Alexandre Kojève.

En contra de planteamientos pesimistas que elogian la ignorancia, yo apunto que, a pesar del largo enfrentamiento entre los relatos científicos y los relatos humanísticos, el acto de pensar y buscar conocimientos es algo filosóficamente indesligable del ser humano y, añado, no hay tal fin de la filosofía porque éste no está a la vista igual que el final del ser humano tampoco despunta en el horizonte de forma inminente. Eso sí, lo que puede, en cambio, incitar a la inutilidad de la literatura, de la filosofía y de las humanidades es esa loca convicción de que el intelectual es un héroe que lucha sin dudas y vacilaciones, sin textos ni contextos ni necesidad de evidencias o cultura científica.

No somos mónadas viviendo en las cavernas aisladas y atextuales de nuestro yo. Somos sujetos sociales que interactuamos. Y puesto que la verdad en tanto resultado del esfuerzo de apertura y acercamiento a los hechos está sometida a evaluación y a crítica, el acto intersubjetivo, lingüístico, de compartir conocimientos se efectúa siempre dentro de la esfera pública. Por lo cual, el intelectual y sus reflexiones siempre quedan expuestos a análisis y revisión. En caso contrario, cuanto mayor es el afán de novelar o utopizar el mundo, más posibilidades existen de convertir al pensador en un ojo profético, más se propagan teorías legitimadas por la retórica fantasiosa y la idolatría académica.

Una cosa más. Si la filosofía posmoderna busca una realidad descarnada de la propia realidad, yo agrego que los dogmas, incluidos los dogmas de los antidogmas, no casan bien con el acto de entender y menos aún encajan en la carnalidad fenoménica que caracteriza a la realidad.

Más allá de discursos y bebedizos utópicos; más allá de los sueños de inerrancia y despotismo que acaban convirtiendo cualquier teoría en alegoría y mitología; somos seres humanos embarcados en la aventura del conocimiento. Y pese a que nunca podremos ver la inmensidad de todo el océano, amén de que cada época tiene sus (pre) ocupaciones epistemológicas, poseemos no obstante la fortuna de contemplar aspectos concretos de una realidad que, lo señaló hace mucho tiempo Heráclito, resulta variable, cambiante. Y fascinante.

En consecuencia, y dado que el principio del inmanentismo (que sustenta el edificio de la posmodernidad) aprueba validar proposiciones no verificables, mantengo que las ideas no son en sí mismas igual de respetables y, por ende, en lo intelectual «todo» no está permitido, ni muchísimo menos. Con otras palabras. Las teorías jamás se autofundan o autovalidan por arte de magia, de modo inherente y al margen de los datos empíricos, por más que los defensores de la teoría del punto cero procuren revolucionariamente intercambiar mito con logos, señalar la incompetencia de las estrategias del conocimiento y divulgar la nulidad de los saberes científicos.

El intelectual —fuera megalomanías— no es un adivino, un superhombre o un ser colosal. Es alguien, historiador o testigo, observador o escribano, que posee capacidad intelectual para inclusive equivocarse. De ahí, por tanto, esta Crónica de una estupidez.

¡Qué falta de generosidad!, seguimos agitando el mito de la creación ex nihilo, creyendo que el conocimiento surge de la nada, y todo por la tozudez de no admitir cuánto hemos aprendido a partir del trabajo de los demás.

 


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NOTAS

[1] »Tous les cerveaux de la terre sont impuissants face au genre de stupidité qui soit à la mode», decía textualmente Jean de la Fontaine (1621-1695). Cita en Scapini Felicita & Ciampi Gabriele (ed., 2010), Coastal Water BodiesNature and Culture. Conflicts in the Mediterranean, Florence, University of Florence, p. 157.

[2] Snow, Charles Percy (1959), Las dos culturas, México, Universidad Nacional Autónoma de México, 2006, pp. 18-19. Edición de F.R. Leavis.

[3] Goldfarb, Jeffrey C. (1998), Civility and SubversionThe intellectual in the democratic society, Cambridge, Cambridge University Press, p. 1.

[4] González Cortés, Mª Teresa (2008), Los Monstruos políticos de la Modernidad. De la Revolución francesa a la Revolución nazi (1789-1939), Madrid, Ediciones de la Torre, p. 533.

[5] Melville, Keith (1972), Las comunas en la contracultura, Barcelona, Kairós, cap. I, p. 31.

[6] Glez. Cortés, Mª Teresa (2009), Descubriendo a Babeuf, Revista digital El Catoblepas, nº 86, en http://www.nodulo.org/ec/2009/n086p23.htm (13-VIII-2015).

[7] Gellner, Ernest (1998), Language and solitude: Wittgenstein, Malinowski and the Habsburg dilemma, Cambridge, University Press of Cambridge, 1999, reimpr., p. 3.

[8] Sorel, Georges (1906), Réflexions sur la violence, Marcel Rivière et Cie, Paris, 1908, cap. V, 2, p. 139. Edición digital de la Université de Québec à Chicoutimi, 2003, p. 109, en http://www.singulier.eu/textes/reference/texte/pdf/Sorel_Reflexions_violence.pdf (13-VIII-2015). Obsérvese que, en español, existe una acepción de «pensador» referida al criado que da de comer al ganado de su señor.

[9] Bueno, Gustavo (1987), Los intelectuales: los nuevos impostores, Revista digital El Catoblepas, nº 130, en http://www.nodulo.org/ec/2012/n130p02.htm (13-VIII-2015).

[10] Revel, Jean-François (1988), La connaissance inutile, Paris, Grasset, p. 162.

[11] Platón (427-347 a. C.), Banquete, 209a-b, en Platón, Diálogos, Madrid, Biblioteca Clásica Gredos, 1986, vol. III.

[12] Aron, Raymond (1952), Démocratie et Révolution, en Introduction à la philosophie de l’histoire, Paris, Fallois, 1997, p. 245. Se trata de las lecciones impartidas por Aron durante el curso universitario de 1952, editadas a título póstumo.

[13] Escohotado, Antonio (2014), Entrevista, por Ernesto Castro en http://castracastro.blogspot.com.es/2014_01_01_archive.html (13-VIII-2015).

[14] Canción de Pedro Guerra titulada El Circo de la Realidad (2004), incluida en su álbum Bolsillos (2004).

[15] BrunerJerome (1986), Realidad mental y mundos posiblesLos actos de la imaginación que dan sentido a la experiencia, Barcelona, Gedisa, 1988, p. 23. Hay edición digital en http://es.slideshare.net/meleroriverospaulina/realidad-mental-y-mundos-posibles-jbruner (13-VIII-2015).

[16] Weil, Simone (1909-1943), L’Enracinement, edición electrónica realizada por Gemma Paquet, Université de Québec à Chicoutimi, collection Idées, en http://classiques.uqac.ca/classiques/weil_simone/enracinement/weil_Enracinement.pdf (13-VIII-2015). Esta edición fue elaborada a partir del libro de Weil, Simone (1909-1043), L’enracinement. Prélude à une déclaration des devoirs envers l’être humain, Paris, Gallimard, 1949.

[17] Arenal, Concepción (1871), Cartas a un obrero. Cartas a un señor, en Arenal, Concepción (1871), La cuestión social, Madrid, Biblioteca de Autores Españoles, 1994, vol. II, p. 157.

[18] Blanchot, Maurice (1984), Los intelectuales en cuestión. Esbozo de una reflexión, Madrid, Tecnos, 2003, p. 61.

[19] Mills, C. Wright (1959), The Sociological Imagination, New York, Oxford University Press, 1964, pp. 196-197 (On intellectual craftsmanship, appendix). Puede leerse en edición digital, en http://web.archive.org/web/20090325093128/http:/ddl.uwinnipeg.ca/res_des/files/readings/cwmills-intel_craft.pdf (13-VIII-2015).

[20] Einstein, Albert (20-VII-1932), Carta a Freud, en Einstein, Albert & Freud, Sigmund (1933), Por qué la guerra, Barcelona, Minúscula, 2001, p. 63.

[21] Vázquez-Rial, Horacio (13-IX-2007), Los hombres de uno en uno, Revista Libertad digital.

[22] Buying-Chul Han (2012), La agonía del Eros, Barcelona, Herder, 2014, p. 76. La cursiva es del autor.

[23] Vattimo, Gianni (1989), La Sociedad Transparente, Barcelona, Paidós, 1990, p. 107.

[24] Sloterdijk, Peter (2000), L’utopie en chantier, dans le dossier La renaissance de l’utopie, Magazine littéraire, nº 387, mai, p. 54.

[25] Alain Finkielkraut en Eric, Conan (30-XI-2000), La fin des intellectuels français, publicado en el periódico digital L’Express.

[26] Gallino, Luciano, (1978), Diccionario de sociología, México, Siglo XXI, 2005, p. 549.

[27] Kant, Immanuel (1784), ¿Qué es la Ilustración?, en VV. AA., ¿Qué es la Ilustración?, Madrid, Tecnos, 1988, p. 12.

[28] Hume, David (1751), An Enquiry Concerning the Principles of Morals, Part I, Section 9, Conclusion, Part I, 1, edición electrónica Project Gutenberg, 2010, en http://www.gutenberg.org/ebooks/4320?msg=welcome_stranger#2H_SECT9 (13-VIII-2015).

[29] Snow, Charles Percy (1959), Las dos culturas, México, Universidad Nacional de México, 2006, p. 45. Edición de F. R. Leavis. Snow emplea el presente de indicativo. Yo he usado, para mantener la concordatio temporum, el presente de subjuntivo.

[30] Léase Séneca, Lucio Anneo (4 a.C.-65 d. C.), Cartas a Lucilius, 90 in fine; d. De Finibus, III, 7, 23, Barcelona, Editorial Juventud, Colección Z Clásicos, 2012.

[31] Montaigne, Michel Eyquem de (c. 1580-1588), Ensayos, Buenos Aires, Losada, 1941, vol. II, lib. II, cap. II, p. 75.

[32] Rousseau, Jean-Jacques (1776-1778), Les rêveries du promeneur solitaire, obra póstuma, en Œuvres complètes J.J. Rousseau, Bruxelles, nouvelle édition, Chez Th. Lejeune, libraire-éditeur, 1828, septième promenade, p. 113. Puede leerse en https://books.google.es en formato digital.

[33] Rousseau, Jean-Jacques (1762), Émile ou De L’Éducation, Paris, Garnier Frères, Libraires-Éditeurs, 1866, lib. III, p. 195. Puede leerse en https://books.google.es en formato digital.

[34] Rousseau, Jean-Jacques (1754), Discours sur l’origine & les fondements de l’inégalité parmi les hommes, Amsterdam, édition de Marc Michel Rey, 1755, préface, p. LV. Puede leerse en https://books.google.es en formato digital.

[35] Rousseau, Jean-Jacques (1754), Discours sur l’origine & les fondements de l’inégalité parmi les hommes, Amsterdam, édition de Marc Michel Rey, 1755, lib. IV, p. 233.

[36] Rousseau, Jean-Jacques (1761), Julie ou la nouvelle Héloïse, Paris, édition d’Armand-Aubrée, 1832, vol. II, partie V, lettre III, p. 183. Puede leerse en https://books.google.es en formato digital.

[37] Friedrich Nietzsche en González Varela, Nicolás, Nietzsche contra la democracia. El pensamiento político de Nietzsche (1862-1872), Barcelona, Editorial Montesinos, 2010, p. 131. La cita procede de Friedrich Nietzsche, Nachlass, 10, PM, XII, 1, C, Anfang 1871.

[38] Glez. Cortés, María Teresa (2012), El espejismo de Rousseau. El mito de la posmodernidad, Vigo, Editorial Academia del Hispanismo, p. 204.

[39] Para analizar el despotismo totalitario de Rousseau, léase Glez. Cortés, María Teresa (2012), El espejismo de Rousseau. El mito de la posmodernidad, Vigo, Editorial Academia del Hispanismo, pp. 95 y ss. Y con el fin de conocer las raíces antidemocráticas del pensamiento de Nietzsche léase Glez. Cortés, Mª Teresa (2008), Los Monstruos políticos de la Modernidad. De la Revolución francesa a la Revolución nazi (1789-1939), Madrid, Ediciones de la Torre, pp. 316 y ss.

[40] Marinetti, Filippo Tomasso (1909), Manifeste du Futurisme, publicado en el periódico Le Figaro, 20 février 1909, tesis nº 10. Léanse también las tesis 7 y 9 que amplían las ideas formuladas en la tesis nº 10. El citado Manifeste du Futurisme puede leerse en la Biblioteca Nacional de Francia, en http://gallica.bnf.fr/ark:/12148/bpt6k2883730.langFR (13-VIII-2015).

[41] La cronología del dadaísmo puede leerse en Bottero, Bianca & Negri, Antonello (1997), La cultura del 900. 5: Arquitectura/Artes Plásticas, México, Siglo XXI, p. 215.

[42] Lyotard, Jean François (1983), Tombeau de l’intellectuel, publicado en el periódico Le Monde, 8 octobre 1983. Este artículo periodístico sería recogido con posterioridad en Lyotard, Jean François (1984), Tombeau de l’intellectuel et autres papiers, Paris, Éditions Galilée, p. 15.

[43] Lorenz, Konrad (1973), El quebrantamiento de la tradición, en Lorenz, Konrad (1973), Los ocho pecados mortales de la humanidad civilizada, Barcelona, Plaza y Janés, 1975, cap. VII, p. 37.

[44] Bueno, Gustavo (1971), Etnología y utopía, Barcelona, Ediciones Júcar, 1987, p. 8. Puede leerse en formato digital, en http://fgbueno.es/med/dig/gb71eu71.pdf (13-VIII-2015).

[45] Sartre, Jean-Paul (1961), Prefacio al libro de Frantz Fanon (1961), Los condenados de la tierra, Tafalla, Txalaparta, 2011, p. 18.

[46] Sobre la referencia sartriana a usar cuchillo, videtur Sartre, Jean-Paul (1961), Prefacio al libro de Frantz Fanon (1961), Los condenados de la tierra, Tafalla, Txalaparta, 2011, p. 11.

[47] Glez. Cortés, María Teresa (2010), Distopías de la utopía. El mito del Multiculturalismo, Vigo, Editorial Academia del Hispanismo, p. 19.

[48] Lévy, Bernard-Henri (1987), Éloge des intellectuels, Paris, Grasset, p. 48.

[49] Burke, Edmund (1789-1790), Reflections on the Revolution in France, London, printed for J. Dodsley, 1790, p. 165. Puede leerse en https://books.google.es en edición digital.

[50] Marx, Karl (18??), Escritos de Juventud, F.C.E., México, 1982, p. 247. La cita se corresponde con Marx & Engels, Werke; Band 1, (Karl) Dietz Verlag, Berlin/DDR, 1976, p. 108.

[51] Watson, Peter (2000), a terrible beauty. A History of the People and Ideas that Shaped the Modern Mind. El título de su obra ha sido muy mal traducido al español como Historia intelectual del siglo XX, Barcelona, Crítica, 2002, p. 13.

[52] Esta experiencia está narrada en un libro coescrito por Leon Festinger, Henry W. Riecken & Stanley Schacter (1956), When Prophecy fails: A Social and Psychological Study of a Modern Group that Predicted the Destruction of the World, University of Minnesota Press. Puede leerse en edición digital, en https://www.questia.com/read/96338275/when-prophecy-fails-a-social-and-psychological-study (13-VIII-2015).

[53] El relato de Dolores Sayans puede leerse en Sanz, Paloma (2009), Rojo pasión, negro destino, verde porvenir, Madrid, Temas de Hoy.

[54] Chesler, Phyllis (2008), Mi cautiverio afgano, en La Ilustración liberal, Revista española y americana, nº 27, en http://www.ilustracionliberal.com/27/mi-cautiverio-afgano-phyllis-chesler.html (13-VIII-2015).

[55] Las digresiones filosóficas que Simone de Beauvoir vierte en su novela Las bellas imágenes han sido extraídas ad litteram de Djilas, Milovan (1969), La sociedad imperfecta, Barcelona, Ariel, 1970, pp. 152-153. El libro de M. Djilas empezó a ser redactado a partir de 1956 cuando él sufrió encarcelamiento por persecución política.

[56] Djilas, Milovan (1969), La sociedad imperfecta, Barcelona, Ariel, 1970, p. 153.

[57] Glez. Cortés, María Teresa (2010), Distopías de la utopía. El mito del Multiculturalismo, Vigo, Editorial Academia del Hispanismo, p. 29.

[58] Meera Nanda en Sokal, Alan (2008), Más allá de las imposturas intelectuales, Barcelona, Paidós, 2009, p. 286.

[59] Meera Nanda en Sokal, Alan (2008), Más allá de las imposturas intelectuales, Barcelona, Paidós, 2009, p. 287.

[60] Meera Nanda en Sokal, Alan (2008), Más allá de las imposturas intelectuales, Barcelona, Paidós, 2009, p. 287.

[61] Marx, Karl & Engels, Friedrich (1847), La ideología alemana, Montevideo-Barcelona, Ediciones Pueblos Unidos-Ediciones Grijalbo, 1974, III, p. 273.

[62] Glez. Cortés, María Teresa (2010), Distopías de la utopía. El mito del Multiculturalismo, Vigo, Editorial Academia del Hispanismo, p. 113.

[63] Maquiavelo, Nicolás (1513), El Príncipe, Madrid, Espasa-Calpe, Colección Austral, 198117ª, cap. XXII, p. 114.

[64] Sartre, Jean-Paul (1965), Plaidoyer pour les intellectuels, en Sartre, Jean-Paul (1972), Situations, Paris, Gallimard, vol. VIII, pp. 375 y ss. El texto citado reúne las tres conferencias que Sartre impartió en Tokio en 1965 acerca del papel de los intelectuales.