¿Por qué renuncio a la Universidad tras diez años de docencia?
© Annick Stevens
Doctora en Filosofía
Profesora de la Universidad de Lieja desde 2001
© Traducción española de Jesús G. Maestro
Hoy
más que nunca es necesario reflexionar sobre el papel que deben desempeñar las
universidades dentro de unas sociedades que se encuentran sujetas a cambios
profundos y radicales, y que deben elegir con urgencia el modelo de
civilización desde el que quieren comprometerse con la humanidad. Hasta el
momento presente, la Universidad es la única institución capaz de preservar y
transmitir la totalidad de saberes humanos elaborados a lo largo del tiempo y
del espacio, de crear conocimientos nuevos y fundamentarlos en los previamente
adquiridos, así como de poner a disposición de nuestras sociedades esta
síntesis de experiencias, métodos y competencias en todos los ámbitos, con el
fin de auxiliarnos en las alternativas que queremos elegir en la vida. Es
cierto que en todas las épocas la Universidad ha faltado en cierto modo a
algunas de sus exigencias fundacionales, como puede verse en las críticas que,
constantemente, y con razón, se le han dirigido; pero no se trata ahora de
invocar la nostalgia de antiguas formas. Sin embargo, nunca como hoy la
Universidad ha sido tan complaciente con las tendencias dominantes, nunca como
ahora ha renunciado hasta tal extremo al uso crítico de su potencial
intelectual, ante la interpretación de valores y movimientos que estas
corrientes imponen al conjunto de la población en general, y de forma tan
particular a la comunidad universitaria.
Subyugada
desde el primer momento por el poder político, como se ha visto de forma
clarísima a lo largo del Proceso de Bolonia, ahora parece que son los propios
gestores universitarios quienes, voluntariamente —con muy pocas excepciones—,
exigen cumplir con esta huida hacia adelante, ciega e irreflexiva, hacia formas
de conocimiento pobremente utilitaristas, determinadas por el economismo y el
tecnologismo[1].
Aunque
este hecho se fundamenta muy firmemente sobre la adhesión ideológica de quienes
ejercen el poder institucional, no se habría impuesto al conjunto del personal
universitario si no se hubiera instaurado simultáneamente una serie de
limitaciones destinadas a paralizar toda oposición, mediante la amenaza de
hacer desaparecer a todas aquellas entidades que no se sometan a la enloquecida
carrera de la competencia global. Hay que atraer al «cliente» para que tenga
éxito, independientemente de sus capacidades («¡he aquí la Universidad del
Éxito»!), darle un título que garantice un puesto cómodo y bien pagado, formar
en el menor tiempo posible a investigadores que sean hiper-productivos, siempre
según los criterios de calidad editoriales, así como excelentes gestores y
directivos de empresas, dispuestos en todo momento a ocupar un puesto en las
infinitas comisiones y consejos en los que se toman simulacros de decisiones
—simulacros, sí, porque tanto los presupuestos como los criterios de selección
y distribución del dinero se deciden en otra parte. Ni una sola cuestión se
plantea jamás sobre calidad, distanciamiento crítico, o reflexión sobre nuestra
civilización. La nueva noción de «excelencia» no designa en absoluto ni la
mejor calidad de enseñanza ni de conocimiento, sino la mejor habilidad para
acumular desmedidos presupuestos, ingentes equipos de investigación en personal
de laboratorio, o largas tiradas de títulos en revistas científicas, que son
cada vez más sensacionalistas en la medida en que resultan menos fiables. El
delirio de evaluaciones que se despliegan a todos los niveles, desde las
comisiones internas hasta el ranking de Shanghái, no hacen sino
demostrar el absurdo de todos estos criterios.
El
resultado de todo ello es precisamente lo contrario de cuanto se pretende
promover. En sólo diez años de docencia he visto cómo la mayoría de mis mejores
alumnos abandonaban la Universidad, antes, durante o en el momento de haber
concluido su tesis doctoral, al darse cuenta del proceder que se les obligaba
asumir a cambio de continuar con sus estudios. He visto también cómo otros
renunciaban a sus competencias y verdaderos intereses intelectuales para
adaptarse a determinadas áreas, así como para asumir formas de comportamiento
que les permitían disponer de mejores oportunidades. Y, por supuesto, vi trepar
a los trepadores, de pensamiento mediocre y astucia productiva, que saben de
inmediato en dónde deben ponerse y a quién deben pegarse, que no tienen ningún
inconveniente en escribir siempre de acuerdo con las normas editoriales, de
modo que así todo es más rápido en tanto que menos exigente. Salvo las escasas
excepciones de quienes tienen la posibilidad de llegar en el mejor momento con
la mejor calificación al puesto oportuno, los demás son precisamente los más
hábiles mediocres. La reciente reforma del FNRS acaba de suprimir las últimas
posibilidades disponibles para aquellos estudiantes que sólo se valen de sus
capacidades intelectuales, haciendo prevalecer la evaluación del laboratorio
sobre la de la persona. Semejantes extravíos presentan variantes y
realizaciones diversas según disciplinas y países, pero en todas partes
nuestros colegas confirman las tendencias generales: la competencia que se basa
exclusivamente en la cantidad; la selección de temas de investigación impuesta
por organismos financieros, todos ellos al servicio de un modelo de sociedad
según el cual el progreso humano se basa únicamente en el crecimiento económico
y en el desarrollo tecnológico; hipertrofia de la actividad administrativa y de
gestión a expensas de un tiempo que debería dedicarse a la docencia y a la
investigación. Por poner un ejemplo, teniendo en cuenta los actuales criterios,
Darwin, Einstein o Kant no tendrían hoy ninguna posibilidad de que los
seleccionaran. Piénsese en las consecuencias que todo esto tendrá en el futuro
de la enseñanza y la investigación. ¿Es que se cree posible mantener contento
al “cliente” proponiéndole una formación de tan estrecha envergadura? Incluso
desde el punto de vista de sus propios criterios de excelencia, la política de
las autoridades científicas y académicas es sencilla y totalmente suicida.
Tal
vez algunos digan que exagero, que es posible compaginar cantidad y calidad, y
llevar a cabo un buen trabajo sin dejar de plegarse a los imperativos de la
competitividad. La experiencia desmiente este optimismo. No diré que todo es
nefasto en la Universidad actual, pero lo que hay de bueno en ella procede de
la resistencia a las nuevas medidas impuestas, y no a su aplicación. Y esta
resistencia se irá debilitando con el tiempo. Se confirma, de hecho, que todas
las disciplinas académicas se empobrecen progresivamente, ya que las personas
seleccionadas como más “eficaces” son también las menos sólidas, las más
limitadamente especializadas, es decir, las más ignorantes, incapaces de
comprender la complejidad de sus propios resultados.
Incluso
aquellas materias con un fuerte potencial crítico, como la Filosofía o las
Ciencias Sociales, se pliegan a las exigencias mediáticas y se mantienen
siempre con suficiencia en un conformismo que les permiten librarse de la
exclusión en la batalla de la productividad —por no hablar de la incapacidad
para asumir la incoherencia entre sus propias teorías críticas y su aplicación
práctica, cuyos representantes se ven obligados a adoptar, a título individual,
con el fin de alcanzar un puesto desde el que hacerse oír.
Sé
que muchos colegas comparten este juicio global y tratan heroicamente de salvar
los muebles, en un ambiente de resignación e impotencia. Incluso se me podría
reprochar que abandono la Universidad en un momento en el que habría que luchar
desde el interior con el fin de invertir el proceso. Precisamente por haber
llevado a cabo varios intentos en este sentido, y pese a la estima que profeso
a quienes se esfuerzan todavía por contrarrestar tales estragos, creo que la
lucha es inútil en las actuales condiciones, dado el poder de unión entre los
intereses individuales de algunos de nosotros y la ideología general a la cual
se adhiere la Universidad.
En
lugar de lanzarse a nadar contra corriente, es momento de salir para dar lugar
a otra cosa, para constituir otro tipo de institución, capaz de retomar el
papel fundamental de transmitir la complejidad de las características de las
civilizaciones humanas y de promover la reflexión indispensable que, sobre saberes
y conductas, hace prosperar a la humanidad. Todo está por hacer, pero en el
mundo hay cada vez más personas que disponen de inteligencia, cultura y
voluntad para llevarlo a cabo. De cualquier modo, no es momento de perder
energías luchando contra la decadencia anunciada de una institución que se
hunde sin saber entender lo que es la excelencia.
© Annick Stevens
Doctora en Filosofía
Profesora de la Universidad de Lieja desde 2001.
© Traducción española de Jesús G. Maestro.
*
* *
Pourquoi je démissionne de l’Université
après dix ans d’enseignement
© Annick Stevens
Plus que jamais il est nécessaire de réfléchir au rôle
que doivent jouer les universités dans des sociétés en profond bouleversement,
sommées de choisir dans l’urgence le type de civilisation dans lequel elles
veulent engager l’humanité. L’université est, jusqu’à présent, la seule
institution capable de préserver et de transmettre l’ensemble des savoirs
humains de tous les temps et de tous les lieux, de produire de nouveaux savoirs
en les inscrivant dans les acquis du passé, et de mettre à la disposition des
sociétés cette synthèse d’expériences, de méthodes, de connaissances dans tous
les domaines, pour les éclairer dans les choix de ce qu’elles veulent faire de
la vie humaine. Qu’à chaque époque l’université ait manqué dans une certaine
mesure à son projet fondateur, nous le lisons dans les critiques qui lui ont
constamment été adressées à juste titre, et il ne s’agit pas de s’accrocher par
nostalgie à l’une de ses formes anciennes. Mais jamais elle n’a été aussi
complaisante envers la tendance dominante, jamais elle n’a renoncé à ce point à
utiliser son potentiel intellectuel pour penser les valeurs et les orientations
que cette tendance impose à l’ensemble des populations, y compris aux
universités elles mêmes.
D’abord contraintes par les autorités politiques, comme
on l’a vu de manière exemplaire avec le processus de Bologne, il semble que ce
soit volontairement maintenant que les directions universitaires (à quelques rares
exceptions près) imposent la même fuite en avant, aveugle et irréfléchie, vers
des savoirs étroitement utilitaristes dominés par l’économisme et le
technologisme.
Si ce phénomène repose très clairement sur l’adhésion
idéologique de ceux qui exercent le pouvoir institutionnel, il ne se serait pas
imposé à l’ensemble des acteurs universitaires si l’on n’avait pas instauré en
même temps une série de contraintes destinées à paralyser toute opposition, par
la menace de disparition des entités qui ne suivraient pas la course folle de
la concurrence mondiale: il faut attirer le «client», le faire réussir quelles
que soient ses capacités («l’université de la réussite»!), lui donner un
diplôme qui lui assure une bonne place bien rémunérée, former en le moins de
temps possible des chercheurs qui seront hyper productifs selon les standards
éditoriaux et entrepreneuriaux, excellents gestionnaires et toujours prêts à
siéger dans les multiples commissions et conseils où se prennent les simulacres
de décisions — simulacres, puisque tant les budgets que les critères
d’attribution et de sélection sont décidés ailleurs. De qualité, de distance
critique, de réflexion sur la civilisation, il n’est plus jamais question. La
nouvelle notion d’«excellence» ne désigne en rien la meilleure qualité de
l’enseignement et de la connaissance, mais la meilleure capacité à engranger de
gros budgets, de grosses équipes de fonctionnaires de laboratoire, de gros
titres dans des revues de plus en plus sensationnalistes et de moins en moins fiables.
La frénésie d’évaluations qui se déploie à tous les niveaux, depuis les
commissions internes jusqu’au classement de Shanghaï, ne fait que renforcer
l’absurdité de ces critères.
Il en résulte tout le contraire de ce qu’on prétend
promouvoir : en une dizaine d’années d’enseignement, j’ai vu la majorité des
meilleurs étudiants abandonner l’université avant, pendant ou juste après la
thèse, lorsqu’ils ont pris conscience de l’attitude qu’il leur faudrait adopter
pour continuer cette carrière ; j’ai vu les autres renoncer à leur profondeur
et à leur véritable intérêt intellectuel pour s’adapter aux domaines et aux
manières d’agir qui leur offriraient des perspectives. Et bien sûr j’ai vu
arriver les arrivistes, à la pensée médiocre et à l’habileté productive, qui
savent d’emblée où et avec qui il faut se placer, qui n’ont aucun mal à
formater leur écriture pour répondre aux exigences éditoriales, qui peuvent
faire vite puisqu’ils ne font rien d’exigeant. Hormis quelques exceptions,
quelques personnes qui ont eu la chance d’arriver au bon moment avec la bonne
qualification, ce sont ceux-là, les habiles médiocres, qui sont en train de
s’installer — et la récente réforme du FNRS vient de supprimer les dernières
chances des étudiants qui n’ont que leurs qualités intellectuelles à offrir,
par la prépondérance que prend l’évaluation du service d’accueil sur celle de
l’individu. Ces dérives présentent des variantes et des degrés divers selon les
disciplines et les pays, mais partout des collègues confirment les tendances
générales: concurrence fondée sur la seule quantité; choix des thèmes de
recherche déterminé par les organismes financeurs, eux-mêmes au service d’un
modèle de société selon lequel le progrès humain se trouve exclusivement dans
la croissance économique et dans le développement technique; inflation des
tâches administratives et managériales aux dépens du temps consacré à
l’enseignement et à l’amélioration des connaissances. Pour l’illustrer par un
exemple, un Darwin, un Einstein, un Kant n’auraient aucune chance d’être
sélectionnés par l’application des critères actuels. Quelles conséquences
pense-t-on que donnera une telle sélection sur la recherche et les
enseignements futurs? Pense-t-on pouvoir encore longtemps contenter le «client»
en lui proposant des enseignants d’envergure aussi étroite ? Même par rapport à
sa propre définition de l’excellence, la politique des autorités scientifiques
et académiques est tout simplement suicidaire.
Certains diront peut-être que j’exagère, qu’il est
toujours possible de concilier quantité et qualité, de produire du bon travail
tout en se soumettant aux impératifs de la concurrence. L’expérience dément cet
optimisme. Je ne dis pas que tout est mauvais dans l’université actuelle, mais
que ce qui s’y fait de bon vient plutôt de la résistance aux nouvelles mesures
imposées que de leur application, résistance qui ne pourra que s’affaiblir avec
le temps. On constate, en effet, que toutes les disciplines sont en train de
s’appauvrir parce que les individus les plus «efficaces» qu’elles sélectionnent
sont aussi les moins profonds, les plus étroitement spécialisés c’est-à-dire
les plus ignorants, les plus incapables de comprendre les enjeux de leurs
propres résultats.
Même les disciplines à fort potentiel critique, comme la
philosophie ou les sciences sociales, s’accommodent des exigences médiatiques
et conservent toujours suffisamment de conformisme pour ne pas être exclues de
la bataille productiviste, — sans compter leur incapacité à affronter
l’incohérence entre leurs théories critiques et les pratiques que doivent
individuellement adopter leurs représentants pour obtenir le poste d’où ils
pourront se faire entendre.
Je sais que beaucoup de collègues partagent ce jugement
global et tentent héroïquement de sauver quelques meubles, sur un fond de
résignation et d’impuissance. On pourrait par conséquent me reprocher de
quitter l’université au moment où il faudrait lutter de l’intérieur pour
inverser la tendance. Pour avoir fait quelques essais dans ce sens, et malgré
mon estime pour ceux qui s’efforcent encore de limiter les dégâts, je pense que
la lutte est vaine dans l’état actuel des choses, tant est puissante la
convergence entre les intérêts individuels de certains et l’idéologie générale
à laquelle adhère l’institution universitaire.
Plutôt que de s’épuiser à nager contre le courant, il est
temps d’en sortir pour créer autre chose, pour fonder une tout autre
institution capable de reprendre le rôle crucial de transmettre la multiplicité
des aspects des civilisations humaines et de stimuler la réflexion
indispensable sur les savoirs et les actes qui font grandir l’humanité. Tout
est à construire, mais il y a de par le monde de plus en plus de gens qui ont
l’intelligence, la culture et la volonté pour le faire. En tous cas, il n’est
plus temps de perdre ses forces à lutter contre la décadence annoncée d’une
institution qui se saborde en setrompant d’excellence.
NOTA
[1]
La
palabra «tecnologismo» no está en el actual Diccionario de la
lengua de la